Matanza en Las Vegas
Esta locura armamentística conlleva consecuencias fatales de grandes proporciones.
Periódicamente en EEUU se reeditan matanzas protagonizadas por civiles armados hasta los dientes. Y cada vez que ocurre una de estas tragedias, surge la pregunta de cómo es posible que en un país donde rige el Estado de derecho persiste la venta libre de armas de fuego, tomando en cuenta la elevada probabilidad de que caigan en manos de personas perturbadas y/o criminales.
En la última masacre, registrada el domingo en Las Vegas, al menos 59 personas murieron y más de 500 resultaron heridas luego de que Stephen Paddock, un hombre blanco retirado de 64 años, abriera fuego contra más de 20.000 personas que disfrutaban de un festival de música country, organizado en un extenso campo al aire libre al lado de su hotel. Según consigna la prensa internacional, desde su habitación, ubicada estratégicamente en el piso 32 a 400 metros del concierto, Paddock acribilló durante 10 minutos a los espectadores antes de suicidarse. La Policía encontró en su habitación 19 rifles, dos con mira telescópica.
La magnitud de esta tragedia, perpetrada por una sola persona, permite vislumbrar el mortal potencial del armamento militar que está al alcance de casi cualquier ciudadano estadounidense, como si se encontrasen inmersos en una guerra de gran envergadura. De hecho, se estima que al menos 310 millones de armas están en manos de la sociedad civil norteamericana, la mitad del total de armas de fuego que existen en todo el planeta.
Como es de suponer, esta locura armamentística conlleva consecuencias fatales de grandes proporciones, y no solamente porque muchas de estas armas están en manos de quienes buscan delinquir antes que defenderse, sino también porque estos artefactos no han sido diseñados precisamente para resguardar “la paz mundial” y la armonía de los hogares. Por ejemplo, según estimaciones de la Campaña Brady, cada año mueren 33.800 personas por disparos de armas de fuego en Estados Unidos (93 al día); 11.600 de ellos menores de 17 años. Del total de fallecidos, unos 20.000 corresponden a suicidios, 12.000 son asesinatos y el resto, accidentes. Además, 81.000 ciudadanos sobreviven cada año tras recibir disparos.
A pesar de estas cifras de escándalo y de las innumerables voces que piden que se restrinja la venta de armas en Estados Unidos, el Gobierno norteamericano no ha logrado hasta ahora contrarrestar el avance de este macabro negocio. Ello debido a la descomunal influencia que ejercen los grupos de poder detrás de la industria armamentística, principalmente a través de la poderosa Asociación del Rifle (NRA), que cada año gasta millones de dólares para asegurarse la elección de congresistas, particularmente republicanos, afines a sus intereses. Intereses que dicho sea de paso se oponen a las obligaciones fundamentales de los servidores públicos, como son el garantizar la vida de los niños en particular y de todas las personas en general.