Carnaval paceño 1950
Nuestro crecimiento urbano, que muchos consideran progreso, nos sacude el espíritu sin miramientos. En estos días festivos y trágicos a la vez, se reavivan esos sacudones. Entre la algarabía de las fiestas, las tragedias que arrastran o explotan vidas humanas, la magnificación de las tensiones sociales y políticas, uno no sabe cómo reaccionar.
¿Estas tensiones existieron siempre? Pues no, las concentraciones urbanas son las que traen esos incomprensibles fenómenos sociales. Hace años el Carnaval era otro cantar. De ello tenemos múltiples testimonios, y repasando algunos escogí una pintura para recrear el ambiente festivo de antaño, cuando La Paz conservaba una relación ecuánime entre naturaleza y desarrollo: la obra Carnaval paceño (1950) de Arturo Borda.
En ese cuadro Borda describe la fiesta como un conjunto armónico de tres temas: naturaleza, ciudad y sociedad. Esos temas están representados en tres zonas del lienzo: en la parte alta, la naturaleza; en el medio, el paisaje urbano; y en la parte baja, la jarana humana. Nuestra montaña tutelar, el Illimani, reina brillante en la parte superior del lienzo, sumamente agrandado y flanqueado por frondosos eucaliptos. En ese espacio natural se recorta el perfil gredoso que siempre enmarca la presencia de nuestro símbolo y de un cóndor como tantas veces lo representó Borda.
Más abajo se ven construcciones de adobe y paja, y una tienda pintada de azul añil que expende bebidas con el letrero “La Gaviota”. Entre las construcciones, a medio terminar, cuelgan banderines de todo el mundo soportados a un extremo por la tricolor y al otro por una wiphala. Al fondo se distingue una ciudad grisácea con el Monoblock de la UMSA como único referente.
En la parte baja se representa la fiesta en todo su esplendor: una voluptuosa reina de comparsa es coronada por un diablo y una diablesa; enormes alas de cóndor enmarcan a la soberana; bellas mujeres con tules bailan sin pausa; un pepino y un auqui-auqui custodian el séquito; decenas de familias danzantes revolotean alrededor; un ratero que se cubre la cara carga un cofre en la espalda; y como salido de El jardín de las delicias de El Bosco, un pavo real seduce a una kantuta. Todo ello bajo una lluvia de serpentinas y mistura que termina alfombrando el adoquinado. El cuadro trasmite algarabía y libación a más no dar, pero, sobre todo, irradia armonía entre naturaleza, ciudad y sociedad.
El proceso de urbanización que comenzó después de 1950 nos robó ése y otros encantos. Las ciudades generan sucesos que no podemos entender y nos frenan el goce de fiestas como el Carnaval, que antes alimentaban el espíritu y hoy colman de tragedias las páginas rojas.