Con motivo de la conmemoración del Día Internacional de las Naciones Unidas en Apoyo de las Víctimas de la Tortura, el 26 de junio, nos proponemos responder algunas preguntas sobre la tortura, un tipo de violencia extrema cuya práctica persiste en nuestro país.

“Los soldados locos y rabiosos como demonios metrallaban a las puertas, y luego de abrirlas sacaban a rastras a mujeres y niños para violarlos. A los hombres los desvestían golpeándolos, los tendían en el suelo y les echaban hielo, mientras gritaban y lloraban. Esto nunca olvidaré en mi vida. Para la familia minera, ese día de agosto del 71 fue un infierno, porque todo era sangre, dolor y luto” (minero de Caracoles, 1971, dictadura de Hugo Banzer Suárez).

“Me quitaron los zapatos y me echaron agua en los pies. Me pusieron una capucha de tela de tocuyo oscuro y me quitaron las manillas. Y empezó ahí la aplicación de corriente eléctrica, ¡fue horrible!” (Ana Laura Durán, 1992, gobierno de Jaime Paz Zamora).

“Me gasificaron en la boca con gas vomitivo. Me pusieron corriente eléctrica en la boca con el torito; me cortaron mi cola con una sierra mecánica con la que trabajo” (Steve Ayala, privado de libertad, cárcel de Villa Busch, 2016, gobierno de Evo Morales Ayma).

Estos testimonios correspondientes a diferentes épocas, recolectados por el Instituto de Terapia e Investigación sobre las Secuelas de la Tortura y la Violencia de Estado (ITEI), demuestran que la tortura ha sido y sigue siendo una práctica corriente en todos los gobiernos bolivianos; realidad que contradice la identificación de la tortura en el imaginario colectivo solamente con gobiernos dictatoriales.

Luego de atender a 1.613 personas afectadas por esta práctica, 547 de ellas torturadas por dictaduras militares y 1.066 durante gobiernos “democráticos”, podemos afirmar que existen similitudes en el accionar de las fuerzas represivas en ambos regímenes.

Los factores que favorecen la tortura son múltiples. A continuación enumeraremos algunos de estos factores. Esta práctica ocurre porque existe la voluntad política de instituir la tortura o al menos de desviar la mirada frente a ciertas acciones de las fuerzas del orden. La dependencia de los gobiernos respecto de las fuerzas del orden para sobrevivir es tan grande que no pueden dar los pasos necesarios para imponerles reglas de conducta. La impunidad que resulta de esta falta de control es un factor central para la existencia de la tortura.

Los aparatos represivos de los regímenes militares y sus sustratos doctrinarios no han sido desarticulados. La sociedad boliviana aún no ha deslegitimado la ética que impera en las fuerzas del orden y no cuestiona su accionar. Por lo contrario, las respaldan y con ello se vuelve cómplice de crímenes de lesa humanidad perpetrados en nombre de esa doctrina. Tampoco se han dado los pasos necesarios para democratizar las Fuerzas Armadas y la Policía. Por tanto, se conserva el modelo represivo, las técnicas de coerción y los actores que ejecutan estas prácticas.

Una fuerza policial mal equipada y mal entrenada, que carece de un servicio de inteligencia capaz de realizar investigaciones científicas e identificar con precisión a los delincuentes, necesita recurrir a la tortura para recolectar información, obtener confesiones y encontrar culpables. El funcionamiento del sistema judicial y la importancia atribuida a las confesiones obtenidas por este medio también condicionan la conducta de los aparatos represivos.

Por todo lo señalado, es posible concluir, de manera inevitable y dolorosa, que la tortura sigue siendo una amenaza en Bolivia; sin duda más difusa, pero latente; un riesgo que exige un “Nunca más” colectivo.