Un día de gloria
Una inmensa y jubilosa multitud se concentró el 15 de julio en los Champs-Élysées para festejar el triunfo de Francia en el Mundial de Fútbol. Al fondo de la gran avenida se recorta el Arco del Triunfo, un coloso dormido que rememora, una tras otra, las victorias militares de Napoleón. Más tarde, fuegos artificiales pintaron la corta noche de verano con los colores republicanos. La victoria en el Mundial tiene el fasto de las fechas patrias, de las victorias militares en la época imperial.
Es curioso: miles de ásperas voces dan vivas a la República como un eco clamoroso de las declaraciones de Didier Deschamps y Antoine Griezmann al final de último match, en Moscú. Digo bien, la masa vitorea a la “república”, una palabra tan francesa como la prosa de Proust y el camembert, y no precisamente a la “nación” o la “patria”. La idea francesa de la República, como sabemos, descansa en las figuras del Estado de derecho, la igualdad de las personas y la búsqueda del bien común. Es decir, es una abstracción jurídica y política que difícilmente provoca pasiones y tumultos. Más aún, es una noción pasada de moda que el presidente Macron ha desempolvado hábilmente.
Existe más de una analogía entre el Mundial y la guerra entre naciones. Esta competencia puede pensarse como un sustituto imaginario de la conflagración bélica. Por eso, calza tan bien el lenguaje de la guerra para relatar un partido de fútbol: la estrategia, la táctica, la batalla, la artillería, la defensa, el ataque aéreo. El Mundial libera las pasiones de los pueblos, su fuerza, sus debilidades, su solidaridad, sus prejuicios, sus valores; en suma, desata su singularidad.
Es un espejo donde se miran las naciones. Y por ello forma parte de la esfera política: aparentemente trasciende las diferencias sociales y culturales internas y produce un sentimiento de comunidad nacional, una patria imaginaria. Así, cuando el equipo francés ganó el Mundial de 1998 con jugadores de diverso origen étnico, los franceses celebraron el multiculturalismo, la coexistencia en su territorio de culturas diferentes. Veinte años después, los franceses celebran la igualdad, la integración social y cultural de los migrantes de origen africano y, sobre todo, la fraternidad, un valor republicano. De hecho, esos jugadores no solo han nacido en Francia, se sienten franceses, quieren serlo. Y ese deseo es un hecho político más fuerte que el color de la piel.
De acuerdo con los antropólogos del mundo contemporáneo, el Mundial es un rito colectivo, altamente codificado, que actúa como “cemento” para fortalecer los lazos sociales y crear una fuerte intersubjetividad que de alguna manera mitiga el fracaso de la política en su intento de construir una comunidad nacional sin fisuras.