Julio en agosto
De vez en cuando, Julio Cortázar se me viene a la memoria. Casi nunca en julio, por razones obvias, por culpa de ese tipo de las iglesias; y algunas veces, como esta noche, la nostalgia por el Gran Cronopio me visita en agosto, quizás porque es el mes de su cumpleaños. Y nació de casualidad en Bruselas, en 1914, justo el día en que el ejército alemán ocupó Bélgica en los albores de la Primera Guerra Mundial, motivo por el cual definió su nacimiento como algo “sumamente bélico” que “dio como resultado a uno de los hombres más pacifistas que hay en este planeta”.
Y era cierto, porque era un grandulón que no envejecía y fue tan apacible como es su tumba en el cementerio de París, una tumba de mármol brillante como nieve matutina y adornada con una sutil escultura de madera sin forma definida puesto que quiere representar a un cronopio, aquel ser tímido y lúdico creado por Cortázar y que es capaz de provocar que una mano anónima escriba en una pared de Cochabamba: “soy un ladrillito cantante que escribe en el caparazón de una tortuga”. Julio evoca gratos recuerdos que me empujan a salir a recorrer las calles para buscar los “ochenta mundos que dan vueltas alrededor del día” y que él sabía descubrir (escribir) como si nada (nadie) y, luego, plasmarlos en cuentos y poemas (moepas).
Cuando vivía en México, al inicio de los años 80, tuve el atrevimiento juvenil de mandarle una carta a propósito de su cuento Carta a una señorita en París y le dije diciendo que era posible contar esa historia de otra manera, sin dejar de vomitar conejitos. Sabiendo que él adoraba los mensajes de náufrago que son lanzados al mar dentro de una botella, no tuve esperanzas de respuesta. Muchos años después, el Cronopio Mayor contó que cada día recibía cientos de cartas y no tenía tiempo para leerlas, menos responderlas. Quizás actuaba como uno de sus añorados personajes, tal vez aquella tía que recibía postales y fotografías de sus sobrinos queridos y las clavaba en la pared con un alfiler entre ceja y ceja. Pero no creo que Julio haya tenido una cajita de alfileres porque eso es para gente muy organizada, son manías de famas y esperanzas, no es digno de cronopios.
Redacté esa carta después de escuchar su lectura de Queremos tanto a Glenda en el auditorio Che Guevara en la UNAM. Por eso me animé a escribirle, porque sabía que era un fanático de la lectura desde su infancia y que los maestros de escuela le pidieron a su madre —infructuosamente— que le prohibiera sumergirse en los libros durante un par de meses. A los nueve años también escribió su primera novela, aunque de ella solo se acordaba que, al final, los personajes se iban muriendo, quizás de pena. Porque él, desde niño, era un tipo sentimental.
Para suerte nuestra, de tanto en tanto, aparecen nuevos escritos de Julio Cortázar que nos deslumbran y nos alumbran. Cuentos, ensayos, cartas, reseñas. Y ni qué decir cuando se descubre una nueva foto con su gato T.W. Adorno entre los brazos. Recuerdo muchos relatos breves que me dejaron estupefacto y alimentaron mi capacidad de asombro. Entre ellos resalta este breve texto titulado Manera sencillísima de destruir una ciudad, cuya sutileza sigue sorprendiendo: “Se espera, escondido en el pasto, a que una gran nube de la especie cúmulo se sitúe sobre la ciudad aborrecida. Se dispara entonces la flecha petrificadora, la nube se convierte en mármol y el resto no merece comentario”.
Fernando Mayorga es sociólogo