A la muerte y sus alrededores
Existen diversas maneras de enfrentar la muerte. En los tiempos del Terror de la revolución francesa, cuando Robespierre mandaba a punta de guillotina, un escritor fue sentenciado a muerte. El día de su ejecución, la víctima se dirigió al cadalso a paso lento y con la mirada clavada en la página del libro que estaba leyendo en las últimas noches, se paró frente al verdugo, quien con un gesto le dijo que basta de lectura y que a otra cosa. El condenado humedeció con sus labios la punta de su dedo índice y dobló la última página que habían visto sus ojos. Puso el libro a un costado de la guillotina con un aire de desaliento, escuchó un redoble de tambor cuando apoyó la cabeza en la madera y… la cuchilla hizo el resto. No sabemos cuándo este personaje volvió a abrir su libro para retomar su hábito de lectura interrumpido por un detalle intrascendente.
De muchas maneras se celebra la muerte. En México, ni hablar. No por nada, la jefa máxima es la Catrina, la mera personificación de la muerte esbozada en los grabados de José Guadalupe Posadas y, también, en las calaveritas de dulce que chupan niños y niñas en el Día de los Muertos celebrando su celebración mientras consumen la golosina que lleva su nombre grabado en la frente. También se puede jugar con ella de múltiples maneras. Así lo hizo, hace casi dos siglos, José Santos Vargas —el tambor Vargas— que, en su memorable Diario de un Comandante de la Guerra de la Independencia, sentenció: “moriremos si somos zonzos” cuando enfrentaba al colonialismo español en Sica Sica y Ayopaya.
Existen variados modos de irse de la vida y quedarse sin la muerte. Antes de fallecer, Luis Buñuel —cuyas películas surrealistas desbordan ironía y sarcasmo— dictó su testamento dejando toda “su fortuna”… a Rockefeller y se confesó a un cura por los pecados y herejías que había cometido contra… la Iglesia. Por estos lares, Jaime Sáenz siempre citaba la frase de Cristóbal Colón: “vivir no es necesario, navegar es necesario”, antes de sumergirnos en los laberintos de su narrativa que transita entre el más allá y el más acá.
Varias son las maneras de arrinconarse ante la vida, de enfrentarse con los muertos. Si no, hay que preguntarle a Ingmar Bergman (seguro que el cineasta no se hará al sueco), a la niña de Guatemala (la que se murió de amor), a Jesús Urzagasti (te hablará desde su ventana que da al parque) o al fantasma de Canterville (en versión de Charly García: “he muerto muchas veces, acribillado en esta ciudad”). Y aunque, aparentemente, sufro de la pesadumbre necesaria para producir una prosa fatalista, prefiero derivar mi difusa congoja y mi amorfo sentido trágico de la vida a un silencio dubitativo y escuchar, simplemente escuchar, el Terremoto del Sipe Sipe, ese bolero de caballería que nuestros antepasados nos hicieron creer que solo sirve para acompañar procesiones religiosas y entierros fúnebres y no para celebrar la vida de los muertos.
En fin, existen varias maneras de enfrentarse a la muerte. A veces, en estas fechas, me sucede de una manera curiosa porque no me acuerdo de mis muertos (pocos, pero tan ciertos), más bien juego con la muerte de los vivos escribiendo irónicos epitafios dedicados a vivos y vivillos. Este año no pude esbozar alguno. No quise. Escribo estas líneas antes de ir a Huayllani para poner velas blancas por las víctimas de las masacres en Sacaba y Senkata. Otro momento esbozaré un par de epitafios dedicados a aquellos vivillos que siguen negando esas masacres de manera cínica desde noviembre de 2019.
Fernando Mayorga es sociólogo.