Solidaridad con las víctimas es lo primero
Esta semana arrastro mi alma como si fuera un tango de Gardel. Nada duele tanto como enfrentarse de lleno a la miseria humana, y en estos días, por donde se mire hay dolor. Dolor del retorno del régimen talibán a Afganistán donde cerca de 19 millones de mujeres volverán al oscurantismo de la Edad Media (o incluso peor). Los talibanes tomaron casi todas las ciudades del país y se espera que, poniendo en práctica su interpretación de la ley islámica, prohíban el acceso a la salud, la educación y el trabajo de mujeres y niñas en prácticamente todas las circunstancias; o ni siquiera les permitan salir sin un guardián varón. Solo de imaginar el encierro domiciliario de talentosas científicas, ingenieras, políticas, actrices, entre otras millones de mujeres que dejarán de hacer lo que más aman, se me corta la respiración por la rabia.
Dolor y rabia también es lo que siento al leer las 471 páginas del informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) sobre los hechos de violencia y vulneración de los derechos humanos ocurridos en Bolivia en 2019. Creo que todos sabíamos que en esos días se desató mucha violencia, pero hasta hoy no imaginamos la dimensión de los hechos que relata el informe: violencia sexual y de género, violencia antiindígena, uso sistemático de tortura y ejecuciones sumarias. No entiendo cómo, durante años, pudimos guardar tanto odio bajo las alfombras para que un día explotara y lo inundara todo. Los expertos en derechos humanos nos han puesto frente a nosotros un espejo y la imagen que refleja es siniestra.
Sabíamos que en el conflicto poselectoral las mujeres estuvieron en primera línea. Lo que no sabíamos era que sus cuerpos fueron utilizados como armas de guerra con el uso de la violencia sexual como tortura. El informe registra que “una de las mujeres detenidas (…) sufrió tocamientos de carácter sexual, donde policías le agarraron los pezones y le introdujeron el dedo en la vagina. La amenazaron con matarla y violarla”. A otra mujer detenida la desnudaron y sufrió tocamientos de carácter sexual. En las celdas de la FELCC de La Paz, otra víctima fue amenazada con que “ahorita te vamos a violar” y le hicieron quitarse la ropa. El GIEI también registró hechos de violencia contra las mujeres de la Caravana del Sur, como intentos de quemarlas vivas, golpes, insultos, amenazas de violación, tocamientos sexuales e intentos de desnudez forzosa.
Pero no se trataba de cualquier mujer, los vejámenes y torturas se ejercieron sobre todo contra mujeres que, por ser de tez morena y de vestimenta indígena, eran estigmatizadas como masistas. El informe deja en claro que las adhesiones políticas fueron peligrosamente racializadas y por ello la violencia fue profundamente racista y misógina. Es esencial —como lo recomienda el GIEI— que quienes resultaron víctimas obtengan justicia, reparación por los daños que les fueron provocados y atención inmediata para sanar heridas.
Pero, sobre todo, que los políticos hagan un momento de silencio en su guerra cruzada de culpas y justificaciones para solidarizarse con las víctimas de ambos lados del espectro político. No se puede concebir un proceso de recomposición del tejido social sin reconocer que las 37 personas que perdieron la vida y las centenares que sufrieron lesiones de consideración, son bolivianos y bolivianas que en muchos casos fueron atrapados y atrapadas en el fuego cruzado de tanto odio.
Por ello, nuestra preocupación central no es la disputa de a qué bando favorece más el informe, o a qué narrativa contribuye, sino que las violaciones de derechos humanos que aparecen documentadas, producto de ocho meses de riguroso trabajo de la comisión, sean de utilidad para romper con la impunidad que parece ser la marca de nuestro sistema de justicia.
Lourdes Montero es cientista social.