Tres silencios
No sé qué tuitear hace días, ¿qué se hace cuando la frustración te gana la voz?”. Hace unas semanas una compañera subió este mensaje a las redes sociales. ¿Tenemos la obligación de opinar de todo y de nada? ¿Opinamos a cada rato para no tener que escuchar? ¿Por qué el silencio nos genera frustración? ¿Aporta algo el exceso de opinión que invade los medios y las redes? ¿Tiene que ver todo esto con los tiempos agresivos que vivimos, con tanta mentira, con tanto insulto, con tanta grieta? ¿De qué sirven los juicios sumarísimos para todo y para nada? Y la pregunta que no me deja dormir: ¿Por qué odiamos en plural?
El silencio alivia, la abstinencia digital también. ¿Qué dejamos de hacer al estar permanentemente conectados con la obligación de dar nuestra imprescindible opinión al mundo? Ceder nuestra (toda) atención a las redes sociales complota contra nuestra capacidad autónoma de pensar. ¿Por qué no dejamos hablar a los demás hasta el final? Urge charlar más que discutir, urge verse las caras más que teclear. En las redes no leemos, tomamos partido. No pensamos por nosotros mismos, nos alineamos con nuestra burbuja particular para no quedar fuera del rebaño. Rara vez hacemos el esfuerzo de leer a los que piensan diferente: es más fácil gritar masista o fascista, siempre en mayúsculas. Preferimos mentiras simples a verdades complejas. No queremos saber, es mejor creer y punto.
Decía el filósofo Antonio Valdecantos que “no hay boca capaz de decir cosas inteligentes sin descanso, quien habla como si pintase con brocha gorda dirá siempre que no tiene tiempo para pinceles finos”. ¿Se puede cultivar una amistad con alguien del campo contrario? Unos creen que sí, otros que no.
Hace unas semanas, un compañero subió este mensaje a sus redes sociales: “Mucha gente es atractiva hasta que ves que son pititas”. Deberíamos descansar un poco de nosotros mismos, de esa figura pública que hemos construido a golpe de “tuit” y estado en “feis”. Quizás así podamos mirar el mundo de manera menos binaria. Quizás así dejemos de banalizar/romantizar el odio. Sentimos placer al odiar, odiamos con naturalidad. Ya lo dijo Herman Hesse: “Siempre se odia algo que a la vez está dentro de nosotros”. Obviamente el mal está siempre del otro lado: eso nos tranquiliza, nos permite vivir/dormir. Se llama sesgo de atribución: el “trol” es el otro.
Si no estamos en las hipnóticas redes sociales, no somos nada (ya lo canta Evaristo de La Polla Records, un grupo punki vasco). Hacerlo conlleva un trabajo desgastante, ansioso. Actualizar nuestros estados con imaginación, originalidad, seducción y autenticidad (así nos vemos a cada uno de nosotros) es poner al día eternamente/diariamente un “ridículum vitae” interminable. Nos exponemos públicamente para que otros (el señor Zuckerberg ahora se ha inventado otro juego adictivo de realidad virtual llamado Meta) ganen plata con nuestro ego, con nuestra vanidad sin freno.
¿Usamos las redes o ellas nos usan? Perdón por la pregunta orwelliana y retórica. Ellas nos necesitan a nosotros, no al revés. ¿Es posible salir de esta rueda? ¿Es factible dejar el celular por un rato? ¿Es el “celu” el nuevo “rosario” de nuestras abuelas, siempre en la mano? Fija, pero ahora no suplicamos perdón, exigimos atención. “El celular ha sustituido al otro”, dice el filósofo surcoreano Han que sostiene que este es el nuevo tabaco/pucho. ¿Se puede escapar sin irnos a vivir a una isla desierta? La dopamina no es joda, el peligro de dejar de existir para el mundo, tampoco. Vivimos en una sociedad atrapada por el narcisismo. La “necesidad” de dar nuestro punto de vista sobre la wiphala o la última violación machista/asquerosa es imperiosa. Somos eyaculadores precoces.
¿Qué hacer entonces? En esta columna, como decía Magritte, no hay respuestas, solo preguntas. Tal vez lo mejor sea dedicarles menos tempo/esfuerzo a las redes sociales, dejar de sacar fotos a todo. Y tomarse un respiro. Ya lo dijo el poeta Caballero Bonald: “Somos el tiempo que nos queda”. Hace unas semanas, otra compañera subió este mensaje, parafraseando una canción de Drexler: “Todos estamos perdiendo valiosas oportunidades de quedarnos callados”. El silencio es ausencia de ruido, limpia de maleza las redes donde nos odiamos. Creemos un silencio, dos silencios, tres silencios.
(“Para pensar hay que saber pensar, pero antes hay que saber leer y antes, saber escuchar. Y para saber escuchar hay que saber estar en silencio y antes procurarnos un tiempo para no hacer nada”, Alfonso Sastre).
Ricardo Bajo es periodista y director de la edición boliviana del periódico mensual Le Monde Diplomatique. Twitter: @RicardoBajo.