Guerra y crisis alimentaria
Como cada viernes, me dispuse a tomar mi desayuno con una sabrosa marraqueta; sin embargo, la tienda de mi cuadra ya las había distribuido entre mis vecinos madrugadores. Cuando increpé a mi casera reclamando el pan nuestro de cada día, altiva me respondió: ¿no sabes case que hay guerra en Ucrania? Volví a mi casa reflexionando sobre cómo una víctima colateral del conflicto en el Mar Negro puede ser la inocente marraqueta.
Este hecho por supuesto no se compara con el sufrimiento que actualmente vive el pueblo ucraniano. En tan solo dos semanas, más de tres millones de personas, en su mayoría mujeres y niños, han huido de Ucrania; mientras otros dos millones se han convertido en desplazados internos. Las infraestructuras críticas, como las instalaciones sanitarias, el suministro de agua y las escuelas, han sido dañadas o destruidas y los refugiados están llegando a Polonia, Rumanía, Hungría, Eslovaquia y Moldavia prácticamente con lo que llevan puesto.
Simultáneamente a esta crisis humanitaria, en el resto del mundo parece que tendremos que enfrentar otras consecuencias (y nuevos desplazamientos) por el incremento del precio mundial de los alimentos. La región del Mar Negro representa el 28% de las exportaciones mundiales de trigo y el 19% de las exportaciones de maíz. Ucrania es un importante país de producción agrícola y uno de los principales exportadores de aceites vegetales y cereales, y su producción es crucial para alimentar a poblaciones tan lejanas como las de África y Asia, por lo que las interrupciones en el suministro a causa de la guerra y los desplazamientos pueden tener una repercusión significativa en la seguridad alimentaria más allá de la región.
En este contexto, no podemos pasar por alto que Bolivia es altamente dependiente de las importaciones de trigo. De acuerdo con la Asociación Nacional de Productores de Oleaginosas (Anapo), la producción en el país se estimada en unas 700.000 toneladas, llegando a cubrir solo el 40% de la demanda nacional. Con esta información, concluyo que la marraqueta no será la única víctima, puesto que seguramente enfrentaremos el alza de precios y escasez de varios otros productos.
Los especialistas identifican cuatro factores para la paralización de la producción de cereales en el territorio en conflicto: dificultad de los agricultores en acceder a fertilizantes y pesticidas; escasez de mano de obra en el campo por las movilizaciones militares; dificultades logísticas para exportar por el Mar Negro, por ser el epicentro marítimo de la guerra y, por último, la enorme incertidumbre económica y política que puede llevar a muchos agricultores a no sembrar.
Y esta crisis se sobrepone a un contexto de aumento de los precios mundiales de la energía, de interrupciones en la cadena de suministros y de una difícil recuperación de la pandemia del COVID-19. Ya la FAO reportaba que su índice de precios de los alimentos está por encima del máximo alcanzado en marzo de 2008, periodo de la última crisis mundial de alimentos, cuando más de 60 países enfrentaron protestas sociales por escasez de alimentos. En el caso específico del trigo, su precio internacional ya duplica el de 2021, y triplica los niveles de precios previos a la pandemia.
¿Se trata pues de una crisis alimentaria inevitable? Según algunos especialistas todavía existen algunos mecanismos que pueden evitarla. Por un lado, la guerra en Ucrania puede terminar pronto y podrían normalizase los flujos de trigo; también cabe la posibilidad de que otros países incrementen a futuro su producción y, en tercer lugar, se debe considerar que muchos países cuentan con reservas de cereales que podrían darles cierta autonomía por un corto tiempo (según dicen hasta mediados de año). Si estos mecanismos se agotan, podemos enfrentar una crisis alimentaria que, en el contexto actual, tendrá consecuencias impredecibles.
Lourdes Montero es cientista social.