Sobre el exceso
Transcribo de Google: “la expresión latina horror vacui se emplea en la historia del arte para describir el relleno de todo espacio en una obra de arte”. Con ello en mente, diría que el “horror al vacío” define la exuberancia de todas nuestras expresiones artísticas. Reflexionemos sobre algunas paradojas de nuestro horror vacui.
Si existe un ejemplo paradigmático de nuestra exuberancia es la ciudad de La Paz. No existe un sitio para reposar nuestra mirada en busca de paz y sosiego. Todo está lleno. Todo abunda: cartelitos, gigantografías, minibuses, peatones, automóviles, vendedores, colorinches, cables, comida, marchas, grafitis, etc. Nada se deja vacío. Hasta las barandas del parque están chillonamente pintadas, los edificios (casi todos amorfos) visten vidrios espejados de colores chinescos y se llenan de lucecitas led, los pisos se pintan; es decir, todo está colmado de formas y colores. Ninguna superficie se libra de la acción humana. Hasta el cielo fue tomado por los cables y las cabinas del teleférico. El objetivo es cumplir con ese profundo atavismo colectivo del exceso, de la desproporción y la superabundancia.
Pero, ¿cuál es la causa por la que somos tan exuberantes?, ¿por qué usamos todo el catálogo de formas y colores posibles en todo? Pues, por la sencilla razón de que tenemos un ch’enko en nuestra forma de percibir el mundo. Un bollo en nuestras cabezas por el sincretismo cultural y religioso que reunió lo ancestral con cinco siglos de dominación española. Resultado: un ser andino, complejo y enrevesado, donde se fundió la geometrización e iconografía ancestrales (muy sobria y, hasta diría, minimalista) con una línea hispana barroca tan excesiva como el churrigueresco. Si ves con detenimiento un retablo colonial advertirás que es el epítome del horror vacui. De igual forma la iconografía católica (casullas, estolas, cálices, etc., que Fellini parodió en un recordado desfile de moda eclesiástica) es rangosa. Entonces, cabe preguntarse: ¿cuánto de nuestras actuales expresiones artísticas —que son delirantes y bizarras— conservan lo verdaderamente ancestral? Más aún y para sincerarnos: ¿se puede emparentar un cholet con el portal de ingreso del templo de Kalasasaya?, ¿en serio?
Mencionar esta paradoja en nuestra raíz cultural es cruel. Es confirmar que nuestras expresiones artísticas (cholets, danzas, vestimentas, etc.) con pretensiones ultranacionalistas e identitarias son muestras de un arte colonizado o amestizado. Sin embargo, esta sociedad está construyendo, a rajatabla y sin miramientos, sus imaginarios colectivos con categorías idílicas de seres únicos.
Carlos Villagómez es arquitecto.