Voces

Wednesday 24 May 2023 | Actualizado a 14:07 PM

La alternancia dentro de un mismo partido

/ 25 de marzo de 2023 / 01:28

Cuatro mandatos consecutivos le han permitido a Angela Merkel gobernar durante 16 años continuos como canciller de Alemania, primera autoridad política del país según su Constitución. Esto significa que Merkel optó a tres reelecciones y nadie se mosqueó respecto de un supuesto prorroguismo o eso que metafóricamente se llama en nuestras pampas caudillistas, eternización en el poder. Cuando las cuentas son tan claras como el chocolate espeso, no hay margen para equivocaciones. En México hay un sexenio presidencial sin posibilidades de reelección. Andrés Manuel López Obrador será presidente una sola vez hasta 2024. Joe Biden tiene derecho a una reelección según lo señala la Constitución estadounidense y luego debe producirse la retirada, sin traumas ni derechos a pataleo alguno.

La alternancia en los períodos constitucionales de países dependientes, atrasados y primario extractivistas como el nuestro puede leerse desde dos prospectivas. La primera señala que para la buena salud de la democracia es fundamental el pluralismo que permita que tiendas políticas de distintos perfiles ideológicos y programáticos tengan la oportunidad de conducir los destinos nacionales. La segunda dice que debido a nuestra condición tercermundista, lo ideal es buscar la continuidad gubernamental, cosa que en gran medida sucedió con los mandatos de Evo Morales que le permitieron gobernar Bolivia durante casi 15 años ininterrumpidos y le facilitaron encarar profundas transformaciones estatales con repercusiones directas en la vida de la sociedad.

Con lo que no habíamos contado en nuestra historia es que la posibilidad de la alternancia y la continuidad se convirtieran en el núcleo del conflicto dentro de un solo partido político. Esto es, alternancia no en la visión ideológica y programática de Estado, sino en la pugna por el liderazgo que franquee el paso hacia la candidatura presidencial de las próximas elecciones a celebrarse en octubre de 2025. En suma, alternancia dentro una misma organización política, debido a que en el horizonte no se divisa un proyecto diferente al que viene ejecutando el Movimiento Al Socialismo (MAS) desde 2006, con la interrupción del proceso democrático, producto, precisamente, de una impugnación ciudadana expresada por la clase media urbana que sintió el escamoteo de su voto en el referéndum de 2016 y que compró el relato del fraude presuntamente ideado y ejecutado por Evo Morales en las elecciones de 2019, con el propósito de consolidar su proyecto prorroguista.

La alternancia en el ejercicio del poder reduce las posibilidades de tentaciones golpistas de distintos tamaños e intensidades. El querer continuar a toda costa en el mando presidencial, pisoteando legitimidad y reglas de juego, nos llevó a que un puñado de angurrientos politiqueros sin escrúpulos asaltaran el poder en noviembre de 2019, lo que devino en un gobierno represivo, corrupto e ineficiente. Si Morales hubiera aceptado la derrota del 21F inhibiéndose del subterfugio del “derecho humano a ser candidato”, años después desbaratado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el MAS se hubiera visto obligado a presentar un candidato distinto a su caudillo, lo que hubiera evitado que los Mesa, Camacho, Ortiz y otros autores jugaran sin disimulo a un golpe de Estado que finalmente se impuso e instaló un gobierno de facto hasta noviembre de 2020.

El estilo decisionista de Evo Morales de hacer política imponiendo a rajatabla una candidatura que constitucionalmente ya no le correspondía, fue el germen de su derrocamiento y por lo tanto de la llegada inconstitucional de Jeanine Áñez a la presidencia, lección que nos costó como país, dos masacres y 38 muertos. El voluntarismo de un líder con vocación de predestinado no debe volver a empujar al país al borde de la cornisa para terminar en el abismo. La continuidad gubernamental señala en Bolivia una elección y una posible reelección en 10 años continuos de gestión presidencial. En ese contexto, Luis Arce Catacora está legalmente habilitado para buscar un segundo mandato, decisión que debería ser tomada por el MAS de manera orgánica, ordenada y sin estridencias, pero claro, no estamos en Alemania, y lo que se ha desatado es un enfrentamiento entre partidarios que hasta hace unos años se abrazaban como hermanos y compañeros.

Encontrar las dosis exactas de alternancia y continuidad que permitan una combinación exitosa de cada administración gubernamental, pasa por estructurar organizaciones políticas con cuadros en condiciones para el relevo continuo. En buenas cuentas, lo que se debe buscar es la alternancia en los actores políticos y la continuidad en la programación y ejecución de las políticas públicas. En este sentido, el paso de Evo Morales hacia Luis Arce en la presidencia debiera ser la síntesis argumental suficiente para saber de qué se trata la reproducción en el poder, tanto mejor si fuera sin pugnas por cada uno de sus espacios, pero ya sabemos, la tentación del regreso puede ser más poderosa que el sentido común en construcción.

Julio Peñaloza Bretel es periodista.

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El intocable

/ 20 de mayo de 2023 / 07:17

Eliot Ness era el héroe policial que comandaba las pesquisas contra las mafias ítalo-neoyorkinas en los años 60. Lo personificó en la televisión blanco y negro de entonces, el actor Robert Stack y en cada capítulo emitido por el canal estatal de aquel tiempo éramos testigos semanales de sus proezas contra esas familias que se repartieron la ciudad de la gran manzana para distribuir clandestinamente bebidas alcohólicas, narcotraficar y administrar negocios de proxenetismo para beneficio económico y placeres propios. De aquella serie televisiva semanal se podía advertir un halo de romanticismo: ese policía de traje, corbata y sombrero de paño con ala ancha nos contaba que todo crimen termina siendo descubierto, que la justicia puede tardar pero llega, digamos que la historia del crimen edulcorada y romantizada en ese clásico que se llamó Los intocables.
Ejercitando un largo salto hacia el siglo XXI, el mafioso estereotipado por ese espectáculo audiovisual maniqueo, se ha desdoblado en estilos. Hay mafias financieras de cuello blanco que lavan dinero procedente de actividades ilícitas. Hay mafias políticas que cobran comisiones o coimas para emprender cierto tipo de proyectos en nombre del desarrollo y del bienestar común. Hay mafias clericales, refugiadas en sombrías guaridas habitadas por enviados de Dios que han organizado sociedades secretas de pederastas, pedófilos y otras especialidades relacionadas con la violencia sexual. En fin, hay mafias especializadas hasta en los asuntos más inimaginables en tiempos del estallido tecnológico que todo lo simplifica y lo corrompe.
El año 2020 en Bolivia se instaló una mafia lacrimógena. Traficó con materiales para la represión policial. Parte de esa mafia está procesada judicialmente y detenida en un recinto penitenciario estadounidense que tiene al exministro de Gobierno Arturo Murillo como su representante más notable. Ese que cazaba masistas. Ese que decía no estar jugando y que sería implacable. Ese que inventó el “dispararse entre ellos” para eximirse de responsabilidades por las persecuciones política, judicial y mediática, y la consumación de masacres.
Murillo se convirtió en facilitador de todas las mafias que operaron durante el gobierno del que era mandamás, el de Jeanine Áñez, y que tiene a un connotado protagonista que hoy día es escribidor de un par de diarios conservadores y que un año después de haber sido botado por la presidenta de facto de su cargo de ministro, pasó a ejercer las funciones de Rector de la Universidad Católica Boliviana en Santa Cruz de la Sierra. Su nombre es Óscar Ortiz Antelo, militaba en su juventud en Cristiandad, una organización de origen brasileño que reclutaba jóvenes anticomunistas y temerosos de Dios y a estas alturas se podría decir que se trata de un verdadero mago porque a pesar de figurar siempre en las fotografías de la consolidación del golpe de Estado ejecutado entre el 10 y 12 de noviembre de 2019, hoy día nadie lo nombra, nadie recuerda que fue uno de los cerebros del asalto al poder, el más frío y calculador de la camarilla que coordinaba el no ingreso de parlamentarios masistas a la Asamblea para conseguir que Jeanine fuera presidenta vulnerando el procedimiento constitucional
Como el Eliot Ness de la televisión, Óscar Ortiz Antelo es un intocable, pero al revés, pues se encontraría en la línea de los transgresores de la ley y el orden. Transgresores es un decir porque en realidad se trataba de mafiosos. Se lo ha visto tomando café con el que fuera editor de El Deber, Juan Carlos Rocha, a media mañana de un día cualquiera en un centro comercial de la avenida Busch, Tercer Anillo de Santa Cruz de la Sierra. Su intocabilidad es tan extraordinaria que cuando se recuerda a los golpistas se menciona siempre a Camacho, a Mesa, a la propia Jeanine, alguna vez a Doria Medina, pero nunca a él. Parece que jamás hubiera estado en el balcón del Palacio Quemado detrás de Jeanine saludando a sus “pititas” ilusionados y luego defraudados por la gestión de gobierno que aceleró el retorno del MAS a través de elecciones en tiempo récord.
Óscar Ortiz Antelo estuvo en las reuniones de la Universidad Católica de La Paz cuando la jerarquía eclesiástica puso en evidencia de andar metida en política hasta el cuello. En dichos encuentros, siempre frío y discreto, se encontraba este que fuera en su momento operador del exgobernador Rubén Costas. Su actuación fue decisiva en la Cámara de Senadores, desde donde digitaba movimientos en las inmediaciones de la plaza Murillo, de civiles persecutores de masistas, policías y militares. Tuto era el hombre de “la embajada”, Camacho el paramilitar y Ortiz, el pensante que hizo a Jeanine presidenta. Hoy es el impávido jerarca académico de la universidad de los curas católicos, un portento de numerario del Opus Dei. Un intocable como nunca se vio en la historia política de Bolivia, milagrosamente invisibilizado por la santidad de monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer.

Julio Peñaloza Bretel es periodista

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El intocable

/ 20 de mayo de 2023 / 06:47

Eliot Ness era el héroe policial que comandaba las pesquisas contra las mafias ítalo-neoyorkinas en los años 60. Lo personificó en la televisión blanco y negro de entonces, el actor Robert Stack y en cada capítulo emitido por el canal estatal de aquel tiempo éramos testigos semanales de sus proezas contra esas familias que se repartieron la ciudad de la gran manzana para distribuir clandestinamente bebidas alcohólicas, narcotraficar y administrar negocios de proxenetismo para beneficio económico y placeres propios. De aquella serie televisiva semanal se podía advertir un halo de romanticismo: ese policía de traje, corbata y sombrero de paño con ala ancha nos contaba que todo crimen termina siendo descubierto, que la justicia puede tardar pero llega, digamos que la historia del crimen edulcorada y romantizada en ese clásico que se llamó Los intocables.
Ejercitando un largo salto hacia el siglo XXI, el mafioso estereotipado por ese espectáculo audiovisual maniqueo, se ha desdoblado en estilos. Hay mafias financieras de cuello blanco que lavan dinero procedente de actividades ilícitas. Hay mafias políticas que cobran comisiones o coimas para emprender cierto tipo de proyectos en nombre del desarrollo y del bienestar común. Hay mafias clericales, refugiadas en sombrías guaridas habitadas por enviados de Dios que han organizado sociedades secretas de pederastas, pedófilos y otras especialidades relacionadas con la violencia sexual. En fin, hay mafias especializadas hasta en los asuntos más inimaginables en tiempos del estallido tecnológico que todo lo simplifica y lo corrompe.
El año 2020 en Bolivia se instaló una mafia lacrimógena. Traficó con materiales para la represión policial. Parte de esa mafia está procesada judicialmente y detenida en un recinto penitenciario estadounidense que tiene al exministro de Gobierno Arturo Murillo como su representante más notable. Ese que cazaba masistas. Ese que decía no estar jugando y que sería implacable. Ese que inventó el “dispararse entre ellos” para eximirse de responsabilidades por las persecuciones política, judicial y mediática, y la consumación de masacres.
Murillo se convirtió en facilitador de todas las mafias que operaron durante el gobierno del que era mandamás, el de Jeanine Áñez, y que tiene a un connotado protagonista que hoy día es escribidor de un par de diarios conservadores y que un año después de haber sido botado por la presidenta de facto de su cargo de ministro, pasó a ejercer las funciones de Rector de la Universidad Católica Boliviana en Santa Cruz de la Sierra. Su nombre es Óscar Ortiz Antelo, militaba en su juventud en Cristiandad, una organización de origen brasileño que reclutaba jóvenes anticomunistas y temerosos de Dios y a estas alturas se podría decir que se trata de un verdadero mago porque a pesar de figurar siempre en las fotografías de la consolidación del golpe de Estado ejecutado entre el 10 y 12 de noviembre de 2019, hoy día nadie lo nombra, nadie recuerda que fue uno de los cerebros del asalto al poder, el más frío y calculador de la camarilla que coordinaba el no ingreso de parlamentarios masistas a la Asamblea para conseguir que Jeanine fuera presidenta vulnerando el procedimiento constitucional
Como el Eliot Ness de la televisión, Óscar Ortiz Antelo es un intocable, pero al revés, pues se encontraría en la línea de los transgresores de la ley y el orden. Transgresores es un decir porque en realidad se trataba de mafiosos. Se lo ha visto tomando café con el que fuera editor de El Deber, Juan Carlos Rocha, a media mañana de un día cualquiera en un centro comercial de la avenida Busch, Tercer Anillo de Santa Cruz de la Sierra. Su intocabilidad es tan extraordinaria que cuando se recuerda a los golpistas se menciona siempre a Camacho, a Mesa, a la propia Jeanine, alguna vez a Doria Medina, pero nunca a él. Parece que jamás hubiera estado en el balcón del Palacio Quemado detrás de Jeanine saludando a sus “pititas” ilusionados y luego defraudados por la gestión de gobierno que aceleró el retorno del MAS a través de elecciones en tiempo récord.
Óscar Ortiz Antelo estuvo en las reuniones de la Universidad Católica de La Paz cuando la jerarquía eclesiástica puso en evidencia de andar metida en política hasta el cuello. En dichos encuentros, siempre frío y discreto, se encontraba este que fuera en su momento operador del exgobernador Rubén Costas. Su actuación fue decisiva en la Cámara de Senadores, desde donde digitaba movimientos en las inmediaciones de la plaza Murillo, de civiles persecutores de masistas, policías y militares. Tuto era el hombre de “la embajada”, Camacho el paramilitar y Ortiz, el pensante que hizo a Jeanine presidenta. Hoy es el impávido jerarca académico de la universidad de los curas católicos, un portento de numerario del Opus Dei. Un intocable como nunca se vio en la historia política de Bolivia, milagrosamente invisibilizado por la santidad de monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer.

Julio Peñaloza Bretel es periodista.

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El cuerpo de Cristo

/ 6 de mayo de 2023 / 09:03

El sacramento de la comunión es algo así como la introducción de un chip sobre la fe cristiana en una entidad humana. Para ello, la Iglesia Católica ha inventado esta especie de certificado de compromiso que data del siglo XIII, “recibiendo a Cristo en el corazón” entre los 12 y 14 años, cuando nuestras familias nos preparan para un acontecimiento social parecido al de una fiesta de cumpleaños, en este caso, para celebrar nuestra adscripción a la fe cristiana a través de la matrix comandada desde El Vaticano.  Eso sí, el acceso a la inaugural ingesta del cuerpo y la sangre de Cristo solo es posible si se ha producido el bautismo, a poco de nacer, con los nombres que padres, madres y abuelos deciden llamarnos, y que dan fe de nuestra existencia terrenal anexada al cordón umbilical de la fe. Si nos bautizan y recibimos la primera comunión, se puede decir que quedamos graduados para siempre como católicos apostólicos romanos.

Criados y formateados en la cultura del registro civil igualado al certificado de bautismo de la parroquia en la que nos hicieron chillar con la helada agua bendita que nos vierte un sacerdote en la fontanela, transcurrimos nuestra primera década y algo más de vida, encaminados hacia la comunión, y cuando esta llega, quedan habilitadas las condiciones para decir que somos por igual ciudadanos con cédula de identidad y seres humanos de fe con nuestra comunión color azul desfile para los niños y vestidos blancos angelicales para las niñas. Sobre estos certificados religiosos no estamos en condiciones de decidir por nosotros mismos, a los pocos días de haber llegado a la vida o cuando nos aprestamos a superar el umbral de la infancia hacia la adolescencia. Son nuestros padres o custodios los que deciden que seremos católicos, que creeremos en Dios y en su enviado para salvarnos del pecado por los siglos de los siglos, y de esta manera construiremos en nuestra memoria una conciencia de culpa que conduzca a una existencia condicionada por la salvación que permite el triunfal pasaje hacia la vida eterna. Así reglamentadas las creencias, católicos y católicas practicantes han admitido que la vida no se construye en libertad y autonomía, sino que viene prefigurada por nuestros progenitores.

Para que todo esto pueda suceder, figuran las vocaciones de renunciamiento a los placeres mundanos que harán de los sacerdotes católicos, organizados en distintas congregaciones, nuestros guías y formadores humanistas. Así tendremos consejeros espirituales, trabajadores sociales y en órdenes como la Compañía de Jesús y la de los Salesianos, pedagogos, profesores, labradores del espíritu y guías para descubrir vocaciones.

Los que pasamos por las aulas de colegios católicos sabemos perfectamente que todo lo hasta aquí descrito está bien para los papeles y las apariencias, porque el descarnado mundo nos ha dado ingentes cantidades de ejemplos acerca de que los curas son tan pecadores como quienes no nos sometimos a los votos de castidad y al celibato,  y que detrás de las antiguas sotanas y los modernos cuellos clericales pueden esconderse monstruos como Pica —Alfonso Pedrajas Moreno—, un jesuita ya fallecido al que se ha puesto al descubierto por haber abusado-manoseado-violado a casi 90 niños/adolescentes en centros educativos de Cochabamba.

Para decirlo de manera estremecedora, el cuerpo de Cristo ha sido introducido en nuestras osamentas y almas con el sacramento de la comunión, para que en determinado momento, las noches cómplices en los internados de colegios y escuelas sirvan para que ese recibimiento, digamos espiritual, se materialice en una de las más aberrantes prácticas de las que podamos tener memoria en la historia de los seres humanos y sus creencias: El falocentrismo sacerdotal ha desgraciado tantas vidas infantiles y adolescentes, esas que lucharán hasta el fin de sus días para intentar superar los traumas, tantas veces sin conseguirlo.

La nauseabunda Iglesia Católica boliviana ha demorado más de 72 horas en pronunciarse acerca de este caso narrado con pelos y señales en El País de España y dicen ahora los jesuitas que han separado a ocho de sus componentes y que la investigación debe servir para encontrar a los encubridores, tan violadores por su conducta corporativa como el propio Pica.

Si no se hubiera producido el descubrimiento del caso a través de un familiar indignado, este tema seguiría enterrado en las catacumbas de la impunidad, esa misma con la que en Bolivia se auspiciaron reuniones en la Universidad Católica Boliviana para derrocar a un presidente constitucional en noviembre de 2019. Infiltrados en todos los órdenes de la vida cotidiana, de la vida laboral y en los pasadizos de los poderes político y económico, lo único contundente y definitivo que han conseguido estos curas católicos es que pongamos en profundo entredicho las promesas de un más allá paradisiaco y esplendoroso. Quienes sabemos de diosas y dioses, tenemos la obligación de combatir a estas iglesias tenebrosas hasta el fin de nuestros días.

Julio Peñaloza Bretel es periodista.

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El imperio desvencijado

/ 22 de abril de 2023 / 02:38

Llegó un día en que Washington se vistió de república bananera. Desquiciado por la derrota, al más puro estilo de las estrategias intervencionistas en nuestros países, Donald, no el pato de Disney, sino Trump, el truhán millonario arropado por los republicanos, aceptó que había que contratar especialistas en destrozos para asaltar el Capitolio cuando la victoria electoral de Joe Biden era irreversible y no quedaba otra que aducir fraude, por no decir demencia.

Deberíamos desternillarnos de carcajadas vengativas: Después de cinco décadas de producir cine neocolonial en el que latinoamericanos, asiáticos, árabes y africanos éramos estereotipados como categoría de salvajes pintorescos, ingobernables y corruptibles, llegó al poder un neoyorkino de origen alemán y estilo folklórico que a punta de negociaciones e indemnizaciones perpetradas en los garajes de sus towers sofocó rencores femeninos producto del acoso, el abuso y una dominación sexual abyecta y abominable practicada durante toda su vida de empresario todopoderoso e imbatible. Todo un portento fálico hipernacionalista que soñaba con reponer algo así como un Muro de Berlín, muy racista y antimigratorio para que mexicanos y todo tipo de sudacas la pensaran dos veces si pretendían convertirse en indocumentados en busca del “sueño americano”.

Los Estados Unidos de Norteamérica es puertas para adentro, un interesantísimo país de contrastes culturales e identitarios muy plurales. El problema surge luego del triunfo en la Segunda Guerra Mundial cuando se ingresaba de lleno en la Guerra Fría, y las élites políticas, empresariales y militares deciden que había que controlar, dominar, penetrar y si fuera necesario saquear otras tierras y otros pueblos cuanto se necesitara de ellas a partir de esa vocación extraterritorial que ha tenido como respuesta la conformación de colectivos de resistencia en los cinco continentes que comúnmente se conoce como antiimperialismo, palabra que las izquierdas social demócratas ya no pronuncian, porque en el siglo XXI parece más prudente no utilizar el lenguaje de los años 60 cuando la URSS y su satélite Cuba amenazaban la democracia, la paz y la libertad entendida e impuesta desde la Casa Blanca.

La URSS se desintegró, Rusia se reinventó con desideologización pragmática y el Partido Comunista se convirtió en un viejo recuerdo dejado por Lenin, Stalin, Kruschev, Brézhnev gracias a la Perestroika de Gorbachov, mientras la China no dejó de ser comunista en el control político del sistema, pero se hizo más capitalista y liberal transnacional que la propia Estados Unidos. Superada la hegemonía bipolar de mediados del siglo XX, resulta que ahora tenemos un mundo en que la disputa por riquezas y mercados tiene como mandamases al ochentón Joe Biden, representante de la gerontocracia del bipartidismo gringo; a Xi Jinping, que concentra el manejo político como Secretario General del Partido Comunista, el poder militar y la expansión económica mundial asiática, y a Vladimir Putin, un experto en inteligencia y espionaje que no ha dudado medio segundo en plantarle una guerra a Ucrania y a toda la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), manejada por Estados Unidos.

En este nuevo contexto internacional, el imperialismo norteamericano quiere recuperar su vigor debilitado por la nueva correlación geopolítica planetaria, utilizando la vieja fórmula: Gravitación económica a través de sus resortes crediticios, penetración política militar y recuperación de la iniciativa para volver a hacerse del control de nuestros recursos naturales que hoy consisten, fundamentalmente, en petróleo, agua, litio y ese pulmón biodiverso cada vez más amenazado llamado Amazonía.

Estados Unidos quiere volver a hacer de las suyas en nuestra América morena, pero se va encontrando con líderes respondones que le hacen muy pedregosa y infranqueable esta nueva incursión que tiene a personajes como la generala Laura Richardson, cabecilla del Comando Sur, y a Mark Wells, el secretario para Brasil y Sudamérica del Departamento de Estado, en una estrategia combinada de ataque y tanteo. La una recordándonos nuestra condición irreversible de patio trasero y el otro justificándola por “descontextualización”, utilizando viejas recetas, argumento perfecto para desplegar nuevamente nuestras banderas antiimperialistas.

Desvencijado, pero no muerto, el imperialismo norteamericano compite hoy con China y Rusia en desigualdad de condiciones, debido a que a dichas potencias no les interesa imponer ministros, comandantes militares y menos agentes y activistas anticomunistas, porque el mundo ha cambiado. Lo que a chinos y rusos les interesa es hacer negocios, invertir para ganar, sin meterse con las soberanías y las autodeterminaciones nacionales, fórmula sencilla que evidencia cuán actualizada es la lectura del mundo de unos, frente a la anacrónica política estadounidense porfiada en imponer recetas que no encajarán más en los tiempos que corren. Por eso, seguimos siendo antiimperialistas y en esa convicción a quienes más debemos combatir es a sus obedientes agentes locales.

Julio Peñaloza Bretel es periodista.

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El MAS como el MNR

/ 8 de abril de 2023 / 01:03

El caudillismo pazestenssorista condujo a fragmentar el proyecto de la revolución de 1952. Incubó a los “emenerres” respondones que desdoblaron al partido en variaciones que terminaron engendrando a las dictaduras militares de los años 60 y 70. Con el propósito de retener y prorrogarse en el poder, la alianza de clases fue activada con la patraña de la conversión del indígena a campesino, no en un genuino reconocimiento a su existencia e identidad libertaria, sino para funcionalizarlo como ciudadano a fin de que una burocracia heredera de señoritos usufructuara del poder, primero con los 12 años de “período revolucionario” (1952-1964), luego con los 18 años de dictaduras militares (1964-1982) y a continuación con 20 años de neoliberalismo (1985-2005) precedidos de una accidentada coalición como la UDP (1982-1985), que con socialdemócratas y comunistas de la órbita soviética queriendo cogobernar, anunciaba un fracaso de partida que terminó con hiperinflación y la sustitución de esta con el recetario surgido del Consenso de Washington.

Vistas las cosas en tiempo presente, el Movimiento Al Socialismo (MAS), que parecía inscribirse en el “socialismo del siglo XXI”, terminó jugando al “capitalismo andino”, utilizando el transformador expediente de la inclusión social en un dispositivo que a estas alturas se caracteriza por haberse posicionado como funcionalizador del supuesto sujeto histórico, a la manera del MNR, con el que surgía un auténtico nuevo paradigma en la política boliviana.

La sórdida disputa por el liderazgo electoral en el MAS está confirmando que para muchos entusiastas y muy militantes defensores y activistas del “proceso de cambio”, el sujeto histórico queda circunscrito a la figura de un jefe y de nadie más, cuando el manual del buen revolucionario dice que el sujeto histórico de un proceso transformador es un colectivo multifacético con características sociales y económicas, y en el muy particular caso de Bolivia, de una variopinta identidad étnica y territorial. Resulta hasta caricaturesco: el sujeto histórico había tenido nombres y apellidos personales registrados en un documento que puede guardarse en una billetera, y no había sido el resultado de los procesos encarados por soberanía y autodeterminación, por indígenas convertidos en campesinos, por campesinos que van del mundo rural hacia las ciudades para convertirse en obreros y en obreros que conforman una vanguardia minera que ha luchado poniendo el cuerpo, la sangre y los muertos contra el imperialismo que saquea y despoja, que consagra el orden establecido para que los niños bien sigan convencidos que por derecho hereditario son dueños de vidas, de haciendas, del estaño, del oro, del petróleo y hasta del agua.

Los formadores ideológicos, los capacitadores en militancia partidaria parecen no haber hecho su trabajo desde 2006. Porque de lo que se trataba era de explicar y empezar a practicar lo que Jorge Sanjinés nos enseñó con su primer cine y que pasa por la construcción colectiva y comunitaria de un proceso político con cadenas humanas solidarias enfocadas hacia el mismo horizonte. Cuando nos enteramos que un entorno de poder llega a la conclusión que al jefe máximo no hay quién lo sustituya, retrocedo mi mirada y recuerdo las actuaciones de Paz Estenssoro, Siles Zuazo, Guevara Arce, Bedregal Gutiérrez y hasta el mismísimo general Barrientos Ortuño. Con semejante escenografía el Movimiento Al Socialismo (MAS) se está pareciendo cada vez más al MNR burocratizado en que una rosca partidaria terminó sustituyendo a la rosca minera de Patiño, Hochschild y Aramayo.

Con este cuadro histórico político, no tiene que alarmarnos las cada vez más destempladas actuaciones de Carlos Romero denostando al que fuera su compañero de gabinete ministerial, ahora presidente del país. Juega a una ironía desangelada llamándole políglota porque “está callado en siete idiomas”, en alusión a presuntos actos de corrupción de su gestión gubernamental. En este sentido, Romero ha terminado actuando a la manera en que lo hacía el movimientismo de estilo opositor triturador e inconsecuente, tan funcional a los intereses de la derecha más reaccionaria, y con esto ha quedado claro que su práctica política ha consistido en formar parte de una rutina política que lo ha hecho tóxico y hasta perverso, conducta desconcertante si se tienen en cuenta sus antecedentes de activista defensor de derechos de pueblos indígenas de tierras bajas del país.

Hoy día, el MAS-IPSP se perfila como una entidad con dos cabezas y hasta tres, en la que el horizonte de una estrategia transformadora en la correlación de fuerzas de la sociedad boliviana está comenzando a perderse. Y en ese sentido, la nacional popular puede terminar convirtiéndose en el artefacto que acabe con su existencia como sucedió con el movimientismo empoderado en los años 50 que parió una revolución tutelada e inconclusa.

Julio Peñaloza Bretel es periodista.

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