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Wednesday 15 Jan 2025 | Actualizado a 02:40 AM

Respuesta a los cuatro directores de Página Siete

Los cuatros directores de Página Siete han criticado mi cobertura del cierre de este periódico en un diario internacional. Lo que les ha molestado principalmente es que haya tildado a Página Siete como el “principal periódico opositor a los gobiernos del MAS”.

El periodista y escritor Fernando Molina.

/ 4 de julio de 2023 / 16:39

Los cuatros directores de Página Siete han criticado mi cobertura del cierre de este periódico en un diario internacional. Lo que les ha molestado principalmente es que haya tildado a Página Siete como el “principal periódico opositor a los gobiernos del MAS”.

De inicio, tomando en cuenta el lenguaje normal, esta molestia es incomprensible. Cualquier observador externo que tuviera que describir a Página Siete diría exactamente eso: que era el principal periódico opositor del país. Tres razones sencillas para eso: era el que más chocaba con los gobiernos del MAS, como consta a todos los bolivianos; su línea editorial era claramente crítica y su plantilla de columnistas estaba compuesta por los más célebres opositores letrados del país (Carlos Valverde, Gonzalo Chávez, Puka Reyesvilla, Andrés Gómez, etc.)

¿Cómo se define a un periódico que tiene estas características y que, además, en el momento de su cierre, culpa abiertamente al Gobierno de haberlo presionado políticamente, de haberle quitado publicidad para asfixiarlo, etc.? ¿Cómo se llama a un periódico considerado por el MAS como parte de un “cartel de la mentira”? ¿Un periódico envuelto en incontables controversias con el oficialismo de los últimos años?

Y, sin embargo, los cuatro directores se quejan de lo mencionado y consideran que yo introduje “imprecisiones” en la noticia para forzar con malicia la conclusión de que Pagina Siete era un diario opositor. Las “imprecisiones” que mencionan son, menos una, chicanas para quitarme credibilidad. La argucia es sencilla: si se logra mostrar que un periodista se equivoca muchas veces, entonces se induce a inferir que lo hace a propósito.

Sería una “imprecisión” decir que, en un determinado periodo de tiempo, establecido en mi artículo, Carlos Mesa fue el principal columnista de Página Siete. Otra “imprecisión” sería decir que el lío con el MAS comenzó con un titular sobre un bebé asesinado que no existió, sin aclarar antes que se debió a un error de una fuente x (como si la existencia de esa fuente cambiara el hecho de que el titular era errado y el lío con el MAS comenzó con eso). Una “imprecisión” más: según sus directores, Página Siete no contribuyó al estado de ánimo contra la reelección de Evo Morales en 2019. Ojo, que yo no señalé que había “creado” ese estado de ánimo, solo que había contribuido al mismo. Cualquier persona con honestidad intelectual, cualquier lector que quiere que una nota de prensa le cuente hechos y no propaganda, estará de acuerdo con que muchos medios de comunicación contribuyeron al estado de ánimo en contra de Morales, ya que todos los medios son, siempre, canales de expresión de los estados de ánimo de sus audiencias.

Otra “imprecisión” sería decir que Página Siete era el referente de las clases medias acomodadas; ¿no lo era?; ¿entienden los directores lo que significa “referente”?

Finalmente, el caso más extraño (y que muestra más claramente el uso de la chicana para desprestigiarme): yo puse que Página Siete fue creado por un grupo de empresarios de La Paz. Ahora resulta que no, que al diario lo crearon periodistas, inclusive yo. Se trata del truco más barato de los muchos que usan los directores para encontrar una “imprecisión” donde no la hay. ¿Quiénes crearon The Washington Post? ¿Decir que fue creado por los Hutchins es “impreciso”; significa negar que trabajaron en él los mucho más conocidos periodistas del caso Watergate y otros?

¿Están indignados los cuatros directores en particular porque haya puesto que Página Siete apoyó la primera parte del gobierno de Jeanine Añez? Los reporteros no estamos para dorar la píldora. Las hemerotecas no mienten. Cualquiera puede consultar los editoriales de Página Siete entre octubre de 2019 y mayo de 2020. Y eso para no contar la campaña realizada por el periódico hasta hace poco para demostrar que “fue fraude y no golpe”, que, si no es apoyo a la asunción de Añez, entonces ¿qué es?

El lector de buena voluntad ya habrá entendido que las “imprecisiones” de los cuatro directores son totalmente inexistentes y sacadas de la manga para lograr el propósito de impedir que un periodista cuente el cierre de Página Siete tal como fue, sin tener que repetir la versión de uno ni el lado de la polarización política boliviana. También el MAS podría quejarse de que “Molina no dijo que Página Siete era una cloaca mediática”.

Excepto en un caso. Sí cometí un error al señalar que enjuiciaron al propietario de Página Siete, Raúl Garafulic, por “falta de pago”. Colegí esto equivocadamente de la carta abierta que este publicó, en la que confiesa tener las cuentas congeladas y los bienes embargados. No era por falta de pago, el juicio, sin embargo, sino por una causa de otra índole, mucho más grave, que, según se sugiere ahora, sirvió para darle el tiro de gracia al periódico. Se lo sugiere, pero no se lo afirma claramente. Ya que se trata de “precisión”, ¿por qué Garafulic no cuenta de qué trata este juicio? ¿Por qué no hace de la denuncia de este juicio su principal argumento contra el Gobierno? ¿Por qué Página Siete, que, según sus directores, nunca fue obstaculizado en su trabajo periodístico por Garafulic, no ha publicado nada de ese juicio, pese a su relevancia para la caída del periódico? ¿Por qué no publicó que Garafulic se hallaba en Brasil desde meses antes del cierre del periódico, justamente a raíz de ese juicio que me equivoqué en considerar era “por falta de pago” (error que fue corregido)?

Si uno dice que The New York Times es liberal y Wall Street Journal es conservador, ¿miente?, ¿difama?, ¿causa indignación? Solo a los provincianos que creen que periodismo es igual a defensa corporativa de los mitos de ciertos encumbrados sectores sociales.

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La mutación histórica del racismo

No es que de la raza se siga el racismo, sino, al revés, es el racismo —son los racistas— los que inventan las razas

Fernando Molina

/ 5 de enero de 2025 / 06:04

La conciencia sobre la diversidad de la humanidad ha evolucionado desde una antropología moderna, que pretendía reducirla a una sola escala clasificatoria, con el “hombre civilizado” arriba y todos los demás tipos humanos (los cuales entonces comenzaban a “descubrirse”) en diferentes posiciones de inferioridad (Michele Duchet), hasta una antropología posmoderna, que ha desestimado tal clasificación unilateral y, en cambio, se contenta con reflejar la diversidad humana (que, entretanto, se ha hecho más compleja por las mezclas poblacionales y los procesos de aculturación, así como, inversamente, por la revalorización de las culturas y pueblos “originarios”).

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El arco entre estas dos antropologías va del siglo XVIII a nuestros días, aunque la clasificación jerárquica del ser humano que sistematizó la Ilustración había existido desde, al menos, dos milenios antes. Como se sabe, ya Aristóteles había creado una escala humana que justificaba la esclavitud de los “bárbaros” por la supuesta superioridad natural de los griegos. Este filósofo elaboró, también, la que se convertiría en una de las principales teorías racistas sobre las diferencias entre los seres humanos: la teoría climática, según la cual los habitantes de los países más calientes son menos aptos (Ibram Kendi).

La evolución que se ha producido desde una antropología dogmática que establece lo que los seres humanos “deben ser” hasta una antropología pluralista que condena la imposición externa de las identidades constituye el escenario histórico y la condición de posibilidad de la transformación de los discursos racistas, que también han pasado de un dogmatismo de índole pseudocientífica a la pluralidad de las “tradiciones de la convivencia” y los mecanismos “individuales” de ascenso social.

Según expresaron Étienne Balibar y Jacques Derrida en sendas conferencias (“TRaces”) el racismo tiene una naturaleza “plástica” que le ha permitido mutar a través de, y en respuesta a, los cambios sociales de los últimos siglos. Se trata de un “fenómeno metonímico”, en el que se combina y se salta de lo biológico a su negación, de lo político a lo anti político, de lo presente a lo presentido. Derrida afirmaba que el racismo se refiere a un “algo más” inasible, la raza, que el racista puede “oler y ver”, pero que no puede definir, una vez que la concepción genetista de esta ha perdido “todo contenido”. Esta “huella”, esta “realidad espectral” que es la raza convierte al racismo en una paradoja: por un lado, es un “speach-act”, un acto de habla, es decir, un fenómeno producido por el lenguaje; por el otro, es “speach-less”, indecible, ya que está asociado a una realidad que carece de un estatuto de realidad. 

Derrida señala que esta asociación entre racismo y raza tiene una orientación opuesta a la que habitualmente se le atribuye. No es que de la raza se siga el racismo, sino, al revés, es el racismo —son los racistas— los que inventan las razas. El racismo viene primero y por eso ha podido sobrevivir al hundimiento del estatuto de realidad del concepto de raza, que dependía de la biología. Es decir, ha sobrevivido a la negativa de la ciencia de aceptar un contenido tal que pueda caber dentro de este concepto y ha sobrevivido al rechazo casi universal a la diferenciación biológica y genética de los seres humanos.

Pero, en ese caso, ¿qué es el racismo? La respuesta de Derrida es que simplemente no lo sabemos. Los racistas solo “huelen” la raza, sin poder definirla. Los filósofos solo intuyen al racismo, saben que existe, saben que tiene efectos políticos y estatales, pero tampoco pueden caracterizarlo más que por su carácter ambiguo y contradictorio, a la vez discursivo y “speach-less”.

Esto no tiene mucho sentido, así que busquemos en otro lado. Comparto la tesis de Stuart Hall de que “raza” es un “concepto maestro” en los sistemas de clasificación de las diferencias humanas. A lo largo del proceso evolutivo de la antropología que hemos aludido, este concepto ha dejado de ser científico, como se pretendía al inicio de la modernidad, para volverse puramente sociológico y cultural. En la conferencia citada, Balibar describe este paso como el “giro copernicano” de los estudios sobre las identidades humanas, que el filósofo francés considera el tema supremo de las ciencias sociales. Tras este giro, ya en ninguna parte la raza constituye un constructo científico, es decir, biológico. Hall nos advierte, sin embargo, que eso no le quita materialidad a las diferencias de los seres humanos que solían ser designadas con ese concepto y que siguen estableciendo clasificaciones y jerarquías sociales, así como explicando otras diferencias y antagonismos presentes en una sociedad.

La justificación discursiva de estas diferencias (corporales y culturales) ha cambiado y con esto, han cambiado también la simbolización del racismo, pero este no ha desaparecido. Esto solo ocurriría en una sociedad en la que las diferencias aludidas ya no sirvieran como elementos de clasificación social.

Hall hace notar que varios teóricos anti-biológicos deben de todas maneras hacer referencia a determinados fenotipos (el color de piel, el tipo de pelo, etc.) de la población. Es difícil dejar de lado la “huella biológica” porque es la que ha servido para la clasificación de las identidades y sigue estando asociada a ellas en nuestra percepción. Hall nos alerta contra la ingenuidad de pensar que, desaparecido el sustrato biológico de la raza, establecido que esta es un constructo ideológico, entonces las diferencias dejan, por obra de esta racionalización, de servir para clasificar a los seres humanos. Eso no quiere decir, en Hall, que estas diferencias y sus efectos dejen de ser prácticas discursivas.

(*) Fernando Molina es periodista

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La fundación del racismo ‘anticolla’

La historia del país era una lucha evolutiva, en la que los mejor dotados, si se mantenían puros, triunfarían

Fernando Molina

/ 22 de diciembre de 2024 / 08:57

A partir de 1810, los blancos fueron autorizados de entrar en Mojos (Beni), hasta entonces un territorio reservado a las “reducciones” de la Iglesia. Llegaron a la provincia para explotar a los indígenas que allí vivían, mientras que la autoridad estatal se revolucionaba por los efectos de la Guerra de la Independencia y, posteriormente, intentaba encontrar su acomodo republicano.

Según Gabriel René Moreno, historiador insigne y fundador del racismo científico en Bolivia, este momento fue crítico para probar la tesis del determinismo racial. Aunque a partir de esa fecha las leyes se habían tornado igualitarias, pese a ello, los indígenas habían seguido atrapados en su vida dependiente y subyugada: no habían logrado aprovechar en nada las condiciones de apertura y no se habían hecho libres.

Lea: La fundación del ‘racismo científico’ en Bolivia

No se le ocurría a Moreno que esto pudiera haber resultado de la distribución desigual, de partida, de los capitales monetarios y culturales que se necesitaban para actuar dentro de la civilización moderna; es decir, no lo atribuía a la falta de educación y a las dificultades que conlleva toda aculturación. En lugar de eso, se preguntaba si “¿la incapacidad del indio aquel es orgánica, proviene de una insuficiencia fisiológica de las células cerebrales, la raza es de suyo refractaria al esfuerzo de ser urbanizada industrial y civilmente en el sentido superior que era de apetecer?” Se trataba una pregunta retórica. La respuesta implícita era que sí. Así, en el libro en que esta pregunta está inscrita, Catálogo del archivo de Mojos (1888), se fundó un nuevo modo de racismo, que suele llamarse “científico”, ya que atribuye la inferioridad social de los indígenas a una supuesta “insuficiencia fisiológica de las células cerebrales”.

Cuando Moreno escribía, los mojeños estaban siendo sojuzgados por otro tipo humano con el que el autor no simpatizaba ni un poco, el “mestizo altoperuano”, es decir, ese que ahora diríamos “colla”, que había llegado a la región para aprovechar el boom del caucho que allí se producía. A ellos también les aplicó la medición “científica” de las razas. De este modo, esculpió en su texto la fábula que en ese tiempo había pergeñado la élite blanca para defenderse del ascenso social de los “cholos”, es decir, de los mestizos que aspiraban a “blanquearse” y en los que la sangre indígena era preponderante (los “indo-blancos”, como los llamaba él). La misma opinión sería reproducida veinte años después por Alcides Arguedas y Franz Tamayo. Inauguraba, así, una tradición racista boliviana: “Casta híbrida, de confusas aptitudes, con viveza para simular todas las buenas, de impotencia probada para el recto y viril ejercicio de la soberanía, sociológicamente perniciosísima cuando sus individuos sean más sabedores y frondosos. Detiénese sin remedio en esta casta la evolución del progreso humano, vinculado de preferencia al predominio de la superior especie pura de los blancos” (pág. 71).

Como Arguedas y Tamayo, Moreno sentía aversión a la mezcla, que era actitud fundamental de la élite blanca boliviana por la razón obvia de que el “blanqueamiento” al que daba lugar perjudicaba, vulgarizaba y dispersaba su dominio tradicional.

Así fundaba teóricamente el racismo anticolla predominante en el oriente boliviano: “Y sucedió en Mojos lo que tenía que suceder. Rota en esos pueblos la relativa unidad etnológica de la época jesuítica, abierta la puerta al entrevero de razas y de castas con todas sus energías divergentes y antagónicas, bien puede decirse que el Alto Perú se trasladó a Mojos desde entonces. La misionaria provincia puso pie y fue entrando cada vez más hondo en el general desorden boliviano” (pág. 72).

Decimos “racismo anticolla” porque este “entrar en el desorden boliviano” no era para Moreno un proceso de tipo social, político o cultural. Para él no se debía a otras causas que las raciales, ni a motivos diferentes que la ruptura de “la relativa unidad etnológica de la época jesuítica”. Tras eso, sobrevenía el caos en el que “ya estaba sumiéndose sin remedio la caucásea y patriarcal Santa Cruz de la Sierra”.

Moreno imaginaba un orden social que a la vez era natural, y por tanto comprensible y previsible de una manera naturalista, considerada por él la única científica. El comportamiento de los grupos sociales, considerados primeramente como razas, como grupos biológicos radicalmente distintos entre sí, estaba determinado por sus estructuras congénitas. No había espacio, por tanto, para ninguna reforma social. La educación de los indígenas de Mojos, las leyes que los consideraban ciudadanos, habían sido intentos de hacer, “de modo extra-genésico”, que la naturaleza diera un salto imposible dentro de la escala de los seres orgánicos. Al revés, una vez contaminada la raza por la hibridación genética, la decadencia resultaba inevitable.

La historia del país era una lucha evolutiva, en la que los mejor dotados, si se mantenían puros, triunfarían de manera inexorable sobre los que lo eran menos. En la concepción positivista no había espacio para la responsabilidad moral. Así como nadie puede ser culpado de enfermar o de morir, ya que estas son condiciones y posibilidades consustanciales al ser humano, tampoco nadie podía ser criticado por gobernar, sujetar, esclavizar y destruir a quienes eran sus inferiores.  

(*) Fernando Molina es periodista

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La fundación del ‘racismo científico’ en Bolivia

Fernando Molina

/ 8 de diciembre de 2024 / 06:00

En la “Introducción” a su Catálogo del archivo de Mojos (1888), Gabriel René Moreno, “príncipe de las letras” e historiador insigne, afirmaba que este archivo era especialmente valioso porque hablaba de un experimento social que “interesa[ba] a la vez a la etnología, a la fisiología y a la demografía”. Dicho experimento probaba —conforme a la ciencia positiva y como si se hubiera realizado en un laboratorio— una hipótesis que entonces compartían las mencionadas disciplinas: la hipótesis del determinismo racial.

El archivo registraba la correspondencia burocrática en torno a la administración de Mojos (hoy Beni) durante el “Extrañamiento” o expulsión, en 1776, de los jesuitas que habían manejado esta región y su sustitución por curas del Obispado de Santa Cruz. El experimento social e histórico al que aludía, según Moreno, era más amplio: se había realizado antes y después del Extrañamiento en varias etapas de creciente complejidad.

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Primero, desde la década de 1680 y por un siglo, los jesuitas habían reducido a pueblos indígenas habituados a vivir a salto de mata en la selva, dentro de misiones agrícolas y manufactureras bien ordenadas en las que la propiedad era común, se cumplían rigurosas normas morales y todos distribuían su tiempo entre el trabajo manual, la oración y el arte. De este modo, habían mantenido a los mojeños apartados de las normas modernizadoras que comenzaron a aplicarse en los reinos americanos a la llegada de la dinastía borbónica al poder metropolitano (1700), medidas que buscaban —sin lograrlo— convertir a criollos e indígenas en súbditos plenos de una monarquía absoluta.

Los jesuitas habían intentado construir el paraíso terrenal, inaugurando una tradición política que se desarrollaría y adquiriría enorme importancia en los siglos venideros. Sin embargo, su voluntarismo político no fue criticado más que tangencialmente como justificación de la dramática proscripción que Carlos III les aplicaba. Más bien se argumentó que no habían logrado inculcar a los indígenas un verdadero sentimiento cristiano; que sus misionarios se limitaban a acatar una ritualidad vacía de contenido; por ejemplo, flagelándose a sí mismos de forma mecánica; que sentían miedo del infierno y el diablo como antes habían temido a los seres oscuros del bosque; que en Jesús y los santos encontraban únicamente una promesa de placer, tranquilidad y afecto.

Entrando en este debate un siglo después con la intención de usar armas ideológicas modernas en él, Moreno afirmaba que nada más podía habérsele pedido a la Compañía de Jesús, ya que era imposible que la raza con la que había interactuado pudiera haber llegado a niveles más avanzados de espiritualidad: “Si algunas ráfagas de piedad luminosa había de producir la mente estrecha de estos indios, tenían ellas que ser proyecciones racionales o sentimentales provocadas por medio de todos los aparatos de los sentidos. Un cerebro mojeño primero estallaría como una bomba Orsini, antes que comprender ápice de esa sencillez suavísima y penetrante que se titula Introducción a la vida devota, por San Francisco de Sales”.

Moreno simpatizaba con los indígenas del oriente boliviano como un adulto simpatiza con los niños, con los cuales los comparó varias veces. Formaban, decía, “una sociedad sencilla, infantil, inocentona, pero en todo y por todo muy vecina de la ciega y carnal barbarie”. Así que encontraba natural que se los colocara en el último nivel de la jerarquía social del Virreinato, “vista su inferioridad respecto de la raza incásica”. De ahí que, después del Extrañamiento, y hasta 1810, el poder de Chuquisaca tratara de sustituir la tutela jesuítica de Mojos por la tutela, que al final resultaría venal y lasciva, de los curas del Obispado de Santa Cruz. No había otras posibilidades. Había que tener a los indígenas sofrenados por medio de supersticiones y ritos. “El largo uso acredita que freno y bocado eran propios de [esta] caballería”, metaforiza Moreno. Infierno o “cara de Cristo” en la otra vida, y culto y cilicios en esta, “constituyen el máximum que del espíritu del cristianismo puede ser desprendido del foco en obsequio del hombre negro y el hombre amarillo. El cristianismo, el pleno cristianismo, es solo para los blancos. No se sienten bien ni se adaptan bien a él los inferiores”.

Se trataba, eso sí, de una estrategia transitoria, ya que el género humano debía terminar unificado “caucáseamente”; esto es, emerger blanco y europeo de la desaparición de los negros y los amarillos, cuya evolución quedaría trabada a causa de su inferioridad. Por lo menos esta era la posibilidad finalista. Entonces y solo entonces se cumpliría la profecía del triunfo completo y definitivo del cristianismo.

En tanto darwinista social, Moreno creía en la supervivencia del más apto. Siendo él mismo blanco, razonaba que su raza era más apta que las otras: la única en “estado de madurez; o sea [la] de mejor y más perfecto desarrollo”. Al mismo tiempo, como positivista que también era, tenía necesidad de justificar su aserto con un discurso basado en hechos y pruebas: “Nada de hipótesis ni de fábulas para este estudio, nada que el positivismo de la ciencia más experimental no pueda admitir hoy día”. De ahí su entusiasmo por la oportunidad de escudriñar en los papeles de Mojos: a través de los anales de esta experiencia se podía demostrar la cuestión de las superioridades e inferioridades raciales de manera incontrovertible. Al intentar hacerlo, Moreno fundaba el “racismo científico” o positivista en Bolivia.

(*) Fernando Molina es periodista

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¿Por qué Zavaleta es un clásico boliviano?

Una mirada al pensamiento y el legado del destacado sociólogo y político orureño a cuarenta años de su partida.

/ 7 de diciembre de 2024 / 22:07

Zavaleta es un clásico boliviano. Existe un montón de razones para adjetivarlo así. De un modo quizá algo técnico, digamos que su influencia en la cultura ha sido tan profunda que muchas personas de varias generaciones han estado interesadas en interpretar su obra de diversas maneras, inclusive una que revele lo que Zavaleta quiso hacer cuando escribió lo que escribió, que es una definición a la Quentin Skinner de la “historia intelectual”. O, para usar otra definición, la de Michael Foucault en La arqueología del saber, sobre la historia de las ideas y el pensamiento: porque resulta interesante y valioso –para un grupo, algunos individuos o in extremis una sola persona– investigar cuáles fueron las discontinuidades que Zavaleta provocó al introducir dentro del discurso boliviano ciertos enunciados singulares creados por él.

El fervor interpretativo que acabamos de postular como índice del clasicismo de un discurso se prueba por la nutrida bibliografía que existe sobre/contra Zavaleta. El editor de sus Obras completas, Mauricio Souza, señala con acierto que ”son pocos, muy pocos, los autores que en la historia de nuestra cultura han merecido –como él– tal sostenida atención y perseverancia exegética (devota u hostil, poco importa). Este interés por Zavaleta Mercado se distingue además porque ha provocado, con una frecuencia inusual para Bolivia, la real lectura de su obra”.

En parte, el fervor exegético que despierta Zavaleta se ha debido al conjunto de nociones que creó, tales como “abigarramiento”, “momento constitutivo”, “paradoja señorial”, “forma primordial”, “crisis como forma de conocimiento” y otras, que han sido adoptadas por las ciencias sociales bolivianas, aunque no siempre de forma consistente, como instrumentos propios para el análisis del país.

Una buena excavación histórica encontraría que ninguno de estos conceptos es completamente suyo, pero también que están marcados por su impronta, es decir, que son singulares en el sentido de Foucault. Esta singularidad los ha tornado fundamentales para la interpretación historicista de la formación social boliviana (es decir, para la interpretación de la trayectoria, de largo plazo, de esa síntesis estructural de determinaciones económicas, sociales y políticas que lleva el nombre de Bolivia).

Zavaleta no solo es clásico por lo mencionado, que, de forma más sencilla, podría anotarse como su influencia sobre los demás escritores del país. También lo es por algo menos fácil de cuantificar y clarificar: el efecto de sus dos libros fundamentales –El desarrollo de la conciencia nacional, de 1967 y Lo nacional-popular en Bolivia, póstumo, de 1986– sobre los lectores bolivianos en general.

A veces se cree, en el nivel de la recepción popular, y de oídas, que ambos son libros de “historia de Bolivia”. Estos malos entendidos son frecuentes con todo clásico. La irradiación de una obra –y, en el caso de Zavaleta, también de un puñado de conceptos– sobrepasa ampliamente los límites de la audiencia educada que está en condiciones de decodificarlos como parte de una tradición, de un “tema” o de una unidad discursiva preestablecida.

Existen otras clases de malos entendidos también. Por ejemplo, se confunden los usos de un autor clásico con este autor en sí mismo. Aquí hay que decir que los usos no académicos de Zavaleta han sido muy amplios: tras su obra se ha parapetado varios grupos políticos, últimamente algunos relacionados con el “proceso de cambio”. En algún momento incluso fue tratado como a un intelectual de Estado, como Marx en los países del “socialismo real”. En este aniversario de su fallecimiento se ha tratado de atacarlo por esta razón. Muchas otras veces ha sido convertido en una efigie izquierdista, tanto por quienes lo defendían como por quienes lo atacaban por esta razón. Esto también forma parte de su transformación en un clásico.

La Bolivia no empírica

En los libros zavaletianos que he mencionado sin duda hay historia y está Bolivia, pero no está la historia de los conceptos empíricos sobre el país –como que Belzú fue el undécimo presidente de la república o que combatimos dos grandes guerras internacionales– sino otra cosa: la historia de una Bolivia que no es empírica.

La Bolivia que aparece en El desarrollo de la conciencia nacional es una Bolivia expresionista, aderezada a la manera romántica, que Zavaleta ubica dentro de una trama narrativa de orden mítico-épico. La nación es la heroína –es decir, un personaje con el destino preestablecido– lanzada fuera del paraíso; una heroína abandonada y acosada por uno o varios adversarios metafísicos –dragones, leviatanes, reyes tiranos– que se confabulan en su contra y buscan aplastarla. Como toda heroína, la nación comienza débil y con el tiempo va fortaleciéndose mediante un aprendizaje o entrenamiento por el que tiende a volverse consciente de sí misma; este es, justamente, el desarrollo de la conciencia nacional. Como se ve, Zavaleta saca a relucir una filosofía de la historia, la del nacionalismo. O, para decirlo igual que Lyotard (La condición posmoderna), acude a un meta-relato, que deriva de las luchas históricas del país y de Carlos Montenegro y su Nacionalismo y coloniaje, para estructurar dentro de él, dentro de tal meta-relato, los conceptos empíricos de la historia boliviana. Así organiza al mismo tiempo que legitima el conocimiento sobre el país.

Los meta-relatos son ideológicos. Saltemos entonces de Lyotard a Althusser (Ideología y aparatos ideológicos de Estado). Las ideologías interpelan a los individuos y los convierten en sujetos, en este caso en sujetos nacionalistas. “Sujetos” en tanto protagonistas y “sujetos” en tanto “seres sujetados” por los aparatos ideológicos (o, para decirlo como Foucault, por los “dueños del discurso”). Zavaleta es uno de los “dueños del discurso” nacionalista, el mismo que interpeló a amplias capas de la población boliviana en los años 40 y 50.

En la medida en que es interpelante, la eficacia de un meta-relato tiene siempre que ver con su fuerza narrativa, en el sentido de virtud literaria. Hay un elemento artístico en la producción ideológica. Por sus dotes intrínsecos, Zavaleta destaca especialmente en este tipo de legitimación. Debemos incluir El desarrollo de la conciencia nacional entre los más bellos ensayos bolivianos, es decir, es poseedor también de una grandeza formal.

Zavaleta, un historicista

La concepción historicista del nacionalismo es expresada por Zavaleta en muchos lugares de su obra inicial. En una ocasión, por ejemplo, señaló que “La lucha histórica se libra en último término entre la nación, que es el pueblo nuestro a través del transcurso del tiempo, y el invasor u ocupante a quien también se llama –debidamente– antipatria. La contradicción esencial se libra entre la nación y la antinación…”.

El rasgo historicista de este planteamiento reside en la siguiente afirmación: “La nación, que es el pueblo nuestro a través del transcurso del tiempo”. Zavaleta va a llevar este historicismo desde su etapa nacionalista hasta su ulterior etapa marxista. Esta es la razón por la que, dentro de esta última corriente, se hará partidario y se sentirá más cómodo con el teorizar historicista de Gramsci que con los marxismos lógicos y formalistas, estructuralistas como el de Louis Althusser, que tuvo gran influencia en los años 70, década en la que Zavaleta produjo casi toda su obra marxista. De todas formas, Althusser no pesó tanto entre los latinoamericanos, que, después de un primer periodo althuseriano (por ejemplo, Jaime Paz Zamora fue althusseriano a fines de los 60), se inclinaron decididamente por Antonio Gramsci apenas este fue suficientemente conocido en los principales países de la región, sobre todo en México, donde había una mayor libertad de expresión. Y el que más Zavaleta, que no por casualidad estaba exiliado en México.

Zavaleta fue historicista desde sus orígenes como escritor nacionalista o, quizá sea mejor decir, como escritor de la “izquierda nacional”, ya que nunca comulgó con las posturas nacionalistas conservadoras que postulaban una construcción nacional desde arriba, a partir de la prédica ideológica de una élite guardiana de la tradición colectiva.

Además, Zavaleta, como era característico de la izquierda nacional, encarnaba en general al enemigo del sueño nacional, a la antipatria, en la figura del imperialismo estadounidense y no en la del comunismo o el clasismo obrero. Solo hay algunas excepciones a esto en su obra temprana.

Zavaleta era progresista porque era un hijo de la Revolución Nacional y al mismo tiempo, por así decirlo, un entenado del movimiento minero; provenía de muchas maneras de las poderosas minas bolivianas del siglo XX, llenas de luchadores radicales y de igualitarismo.

Lo nacional-popular en Bolivia

Lo nacional-popular en Bolivia también es un libro de historia de Bolivia, pero no de sus conceptos empíricos, sino de Bolivia en tanto objeto abstracto de estudio o, para enfatizar el aspecto marxista de su metodología, de Bolivia como “totalidad concreta”, es decir, como reconstrucción por parte del pensamiento abstracto de las interrelaciones materiales e ideales, estructurales y superestructurales, que constituyen y causan la formación social boliviana en el tiempo. 

Aquí Zavaleta también opera con algo que en la clasificación de Lyotard es un meta-relato, el “materialismo histórico”. Pero en este caso la capacidad legitimadora de este meta-relato depende menos del arte de la narración, pues ya no evoca los mitos antiguos, sino un mito moderno, la ciencia.

Aun así, la forma sigue teniendo mucha importancia: el carácter barroco de Lo nacional-popular en Bolivia forma parte del marxismo de Zavaleta de forma indisoluble. Por eso, así como no hay que acudir este libro para aprender historia de Bolivia, tampoco hay que hacerlo para aprender marxismo.

Todo lo contrario, diría que es imprescindible llegar a Lo nacional-popular en Bolivia sabiendo ya la historia del país y, algo aún más radical, sabiendo ya marxismo (lo que no quiere decir comulgando con él). De lo contrario, no se podrá comprender que lo que Zavaleta hace es tensar, doblar, malear el marxismo para que le permita hablar de la formación social y la historia del país.

Esto nos remite una vez más a la historia intelectual. Una interpretación de historia intelectual de Lo nacional-popular en Bolivia y de otros escritos de Zavaleta en su mayor madurez exigiría o al menos se comunicaría con la necesidad de una hermenéutica del marxismo latinoamericano de los 60, 70 y 80, y de la forma en que este, a su vez, tomó la tradición leninista, trotskista, a los innovadores de los años 20 y 30, como Lukács y Gramsci, al marxismo de la Segunda Internacional y, finalmente, a los propios Marx y Engels. Tal cosa sería más necesaria en la medida en que el marxismo, tal como se lo concebía como en el siglo XX, es decir, con una fuerte orientación de pragmática política, ya no existe más.

Esto significa que leer en serio a Zavaleta es, al fin y al cabo, una labor sin término, infinita. Lo que también confirma su definición como un clásico.

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Los hombres y las mujeres que no se rindieron

Fernando Molina

/ 17 de noviembre de 2024 / 06:00

El antropólogo Francisco Pifarré (Los guaraní-chiriguano. Historia de un pueblo) calculaba, usando varias fuentes históricas, que, en el siglo XVI, cuando los españoles llegaron a la zona de la actual Santa Cruz de la Sierra, allí vivían unos 400.000 chanés y unos 100.000 guaraní-chiriguanos (pág. 39).

Con el paso del tiempo, bajo la presión de la conquista española, estos pueblos prácticamente desaparecieron. Muchos de sus componentes fueron exterminados; otros, integrados forzosamente a la vida urbana como sirvientes y mano de obra; otros más, vendidos como esclavos para el trabajo minero en Charcas o a las expediciones portuguesas que se arrimaban a la región en busca de mercancía humana.

Con diferentes ritmos de consumación y grados de crueldad, con métodos que oscilaban entre la persuasión ideológico-religiosa, el engaño y la guerra —que a veces era de conquista, a veces defensiva y a veces de exterminio—, éste fue el sentido general de este proceso histórico. Una orientación hacia el genocidio que se justificó por el carácter “bravo” y a la vez “taimado” de los chiriguanos, o por su condición “indómita”. Adjetivos como estos abundaban en las crónicas históricas, desde las de Indias hasta las actuales. Inclusive una antropóloga contemporánea tan seria y meritoria como Isabelle Combés ha calificado a los guaraníes, en Una etnohistoria del Chaco boliviano, de “recalcitrantes”.

Tales definiciones de este pueblo, que varios testimonios consideraban, por el contrario, “dulce”, cumplió un importante papel legitimador de su fatal destino. Luego de clasificarlo como amante de la guerra e incapaz de firmar un acuerdo de paz sin traicionarlo, se postuló estas características violentistas como la causa de lo que finalmente le sucedió, en lugar de responsabilizar a la entrada en escena de los civilizadores que, en último término, ambicionaban su territorio y su fuerza de trabajo.

Pensemos que ocurriría hoy si los bolivianos fuéramos invadidos por foráneos interesados en apropiarse de nuestras cosas y ponernos a trabajar para ellos. ¿Reaccionaríamos entonces por “chúcaros”, “belicosos”, “valientes”, o porque sería normal que lo hagamos?

El tratamiento especial que se daba a los guaraníes-chiriguanos (es decir, a los guaraníes de la cordillera, en el territorio que luego sería boliviano), o, como dice Pifarré, el mito de su temperamento, aunque podía suponer una cierta apreciación admirativa de las “virtudes viriles” de este pueblo, al final lo quintaesenciaba como irracional, pues no se quería someter a la lógica de la historia, la cual mandaba sin discusión que las civilizaciones superiores se impusieran sobre las demás.

Este esquema establecía, implícitamente, que los chiriguanos no tenían derecho a luchar por una causa perdida; ni a sentir la rabia que sintieron, porque al fin y al cabo era suicida. Lo único estratégico para estos indios, entonces, hubiera sido plegarse con docilidad, cumpliendo pactos que sabían que no les convenían, a la voluntad de los blancos. En este esquema, éstos, los “karai”, ocupaban el consabido puesto de superioridad ya no por razones raciales, sino de filosofía histórica. Eran portadores del “ascenso” civilizatorio que, en último término, conducía inevitablemente a parecerse a Europa.

Las misiones jesuitas y franciscanas que “redujeron” a los indígenas de los llanos bolivianos tuvieron un papel, y no el más insignificante, en esta trama general de aplastamiento de la singular humanidad que preexistió a la Conquista. La tesis de la película de Roland Joffé, La misión (1985), de que algunos sacerdotes se identificaron con los indígenas al punto de enfrentarse al mecanismo colonial de exterminio, aun siendo cierta en algunos pocos casos, no cambia que el propósito general de la obra misional fue lograr con métodos educativos lo mismo que los colonos buscaban por medio de la vaca, la violación de indias y el arcabuz —luego el fusil—, es decir, hacer que lo “indómito” fuera domado, que lo incomprendido y diferente fuera normalizado, que lo irreductible quedara reducido.

La utopía misionera de una comunidad de siervos de Dios que compartieran todo y fueran iguales a los apóstoles, es decir, a los sacerdotes que los representaban, era más peligrosa, en este sentido, que la evangelización jerárquica que se realizó en occidente, que rara vez pretendió cambiar los hábitos laicos, los lenguajes y la corporalidad de los indígenas que, por otra parte, eran de un número inmensamente superior al de los colonizadores. 

A los gobiernos bolivianos de la última parte del siglo XIX les cupo la triste “gloria” de dar culminación a este proceso “reduccional” de cuatro siglos. En enero de 1892, 400 años después de la llegada de Colón, la última confederación de indios chaqueños insubordinados fue aniquilada por el ejército nacional.

Solemos recordar el periodo 1880-1900 como el primer periodo relativamente democrático e institucional de la historia del Estado, en el que no hubo golpes militares y la oposición pudo llegar al parlamento, aunque no a la presidencia. En realidad, fue un tiempo negro para los indígenas bolivianos. Tiempo de exvinculación agraria en el occidente y en el que se aniquiló, en el sureste, a los últimos hombres y mujeres que no se rindieron.

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