Las puertas abiertas del mundo digital
Hay mucho por hacer en materia de la obligatoria educación financiera que los reguladores exigen a los bancos
La tendencia al traslado de nuestra vida cotidiana al espacio digital era ya una tendencia antes de la pandemia; actualmente podemos hacer pedidos de comida, pagar compras desde el exterior por internet, gestionar cuentas bancarias y cuentas de inversión en línea, ver cámaras de seguridad de empresas y domicilios remotamente, pasar clases en plataformas de aprendizaje de las más prestigiosas universidades del mundo, y decenas de otras actividades más, gracias al Internet de las Cosas (IoT, por sus siglas en inglés).
Reconozcamos, entonces, que la digitalización de los servicios que usamos en nuestra vida cotidiana nos ha facilitado enormemente la vida, podemos asistir a reuniones virtuales de trabajo gracias a las plataformas creadas para tal fin, contamos ya con firmas digitales para ciertos trámites públicos y firmas electrónicas para muchos procesos organizacionales; los correos electrónicos son, en muchos ámbitos, tan válidos como una nota firmada. Podemos prescindir de llamar un radiotaxi porque contamos con apps de transporte urbano, que nos permiten hacer seguimiento casi al minuto de los tiempos de llegada; pagar el trámite de nuestro carnet de identidad por QR, decidir comer en uno u otro restaurante de acuerdo con la calificación y a las reseñas que hacen otras comensales en las apps especializadas e, incluso, esas mismas apps nos indican con bastante precisión el lugar exacto donde ir e incluso cómo llegar.
Transferimos dineros desde nuestro celular, usando la conexión a nuestro banco y usando esa misma cuenta pagamos nuestras facturas de servicios básicos sin hacer las colas de antaño; nuestro certificado de antecedentes de la Policía es digital ahora y hasta las entradas para los shows y conciertos se venden por internet.
Dicho lo cual, desde el momento que nos conectamos al internet, abrir las puertas de nuestra casa; activistas en favor del derecho a la privacidad nos han advertido en decenas de oportunidades distintas de los riesgos de entregar nuestra información a las redes sociales, que esa información deja de pertenecernos e incluso que lo que borramos en las redes sociales se queda en los servidores de las empresas propietarias de las RRSS por tiempo indeterminado y que usan absolutamente toda la información que captan de nosotros —incluso el rastreo de los lugares donde vamos— para hacer publicidad personalizada.
En el ámbito político, cada opinión que emitimos, cada noticia que leemos y cada comentario que hacemos es un punto de información que va construyendo una matriz de conocimiento, una especie de holograma de nuestra ideología, que permite a las empresas de RRSS y a cualquier cliente que tenga el dinero suficiente para pagar, tener una buena idea acerca de nuestros gustos y disgustos políticos y el grado al cual somos susceptibles de cambiar de opinión en función de qué disparadores de “indignación política” tenemos en nuestra emocionalidad. En nuestro país, todavía no tenemos legislación que decida qué hacen las empresas comerciales con nuestros datos que son captados cuando compramos servicios en línea. ¿A quién pertenecen esos datos?
Un tema aparte es el uso de las aplicaciones por internet para toda la gama de transacciones bancarias que realizamos. Convengamos en que mucha gente considera hacer cola en el banco como la cosa más aburrida e improductiva que les puede pasar. Aún con pasos tímidos pero decididos, la banca en nuestro país está haciendo esfuerzos por mejorar la experiencia de las usuarias y usuarios y expandiendo sus plataformas de internet para facilitarles la vida. Pero de nuevo, la manera en la que nos abrimos a las redes sociales, al comercio por internet, al simple correo electrónico o a las apps de delivery o transporte urbano implican una serie de riesgos, que debemos mitigar con la misma diligencia con la que cerramos la puerta de nuestras casas con llave cuando salimos a trabajar, o con el mismo cuidado con que escogemos la persona que se queda temporalmente a cargo de nuestras hijas menores y, definitivamente, cuando se trata de nuestras cuentas digitales de dinero, con mucha más atención a la que le ponemos a la pequeña discusión de regateo con la casera del mercado.
El hecho de que las interacciones digitales están intermediadas por una pantalla, no implica que algún internauta malintencionado no conozca nada de usted. De hecho, mientras más información, fotos, opiniones y tags publiquemos en las redes sociales, más transparente será nuestra información. En esta época en la que los dólares se han vuelto más preciados, mucha gente ha caído en estafas de personajes malintencionados que han suplantado la identidad de amigos cercanos de las redes sociales, simulando conocer a alguien que vendería la divisa a “un buen precio”. La novedad es la capacidad y paciencia de los estafadores para hacer ingeniería social en las redes y crear todo un circuito de simulación de gente de confianza para quedarse con el dinero ajeno. No es suficiente con decirle a la gente que “se cuide”. Hay mucho por hacer en materia de la obligatoria educación financiera que los reguladores exigen a los bancos. Las mismas herramientas que hoy hacen tan fácil y entretenido aprender a hacer un flan casero en tres minutos o menos, son las que se deben utilizar para informar y asesorar a la gente para que proteja su dinero de las nuevas modalidades de estafa digital. No es una opción, es una obligación.
Pablo Rossell Arce Pablo Rossell Arce es economista.