La nueva ley de amnistía de España, en camino a los estatutos después de ser aprobada por el Congreso en diciembre, ha provocado un gran revuelo. Decenas de miles de personas han salido a las calles para protestar contra la ley, que proporciona un indulto general a cientos de políticos, funcionarios y ciudadanos comunes y corrientes atrapados en el referéndum ilegal sobre la independencia catalana en octubre de 2017, y una mayoría de españoles se opone. Muchos comentaristas y políticos, principalmente de derecha, han argumentado que la amnistía debilita el Estado de derecho en España e incluso pone en peligro la democracia del país.

Gran parte del enfado surge de cómo se llegó al acuerdo de amnistía. El primer ministro socialista Pedro Sánchez prometió durante su campaña electoral que no habría una amnistía general, a pesar de que había indultado a nueve separatistas catalanes en 2021. Pero después de que un resultado electoral no concluyente dejó a Sánchez necesitando el apoyo de los partidos separatistas de Cataluña para asegurar mayoría parlamentaria, cambió de rumbo e introdujo la ley. El hecho de que también se aplique al enemigo público número uno de España, Carles Puigdemont, el exlíder catalán que autorizó el referéndum y ha estado prófugo de la justicia española desde 2017, solo intensificó el mal presentimiento.

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Sin embargo, a pesar del hedor a oportunismo político que flota en torno al acuerdo de amnistía de Sánchez, éste es un intento audaz (incluso valiente) de poner fin a la crisis catalana y ofrece una salida a un estancamiento perjudicial para España. También da testimonio del papel positivo que las amnistías pueden desempeñar en las democracias. En nuestra era actual, definida por la impunidad y el retroceso democrático, la amnistía podría parecer un paso atrás. Pero siempre debería ser una opción disponible para los líderes políticos para afrontar momentos de crisis. Nada se acerca remotamente a la promoción de la paz y la reconciliación.

Es desalentador que muchos de los que se beneficiarán de la ley de amnistía catalana no hayan mostrado ningún remordimiento por sus acciones. Puigdemont sigue sin arrepentirse y su partido, Juntos por Cataluña, o Junts, no ha descartado la celebración de otro referéndum ilegal. Pero los beneficiarios más importantes de la nueva ley no son los separatistas radicales que violaron la Constitución española sino la gran mayoría de los catalanes y españoles que quieren dejar atrás el drama separatista. Esta amnistía es para ellos, aunque tal vez no lo vean así ahora.

Por un lado, es probable que la ley de amnistía refuerce la estabilidad política en Cataluña. Socava el argumento entre algunos separatistas de que Madrid es incapaz de clemencia y compromiso, privándoles de un grito de guerra, y seguramente fortalecerá el ala moderada del movimiento separatista catalán, que ha abrazado la negociación como la única ruta viable para asegurar la independencia. A medida que disminuye el apoyo a la independencia catalana, la amnistía también permitirá a España mostrar al mundo, consternado por la violencia que acompañó al referéndum, que está avanzando.

El acuerdo de amnistía de Sánchez contrasta notablemente con lo que propone su oposición. El manual para derrotar al separatismo en Cataluña desplegado por el conservador Partido Popular y el ultraderechista Vox gira en torno a procesar a personas por delitos no violentos, prohibir los partidos separatistas y movilizar al electorado español contra Cataluña. Es difícil ver cómo de ese enfoque puede surgir algo más que rencor y división. La amnistía, con todo su desorden, imperfecciones y compromisos, ofrece un mejor remedio para la coexistencia democrática en España (y tal vez en otros lugares).

(*) Omar G. Encarnación es profesor de política y columnista de The New York Times