La evacuación del Papa teólogo
Joseph Ratzinger se subirá a un helicóptero a las 5 de la tarde del jueves 28 de febrero. Tres horas después, su Pontificado habrá caducado. Deja tras de sí, los despojos de la Teología de la Liberación, a la que combatió tenazmente para curarse del espanto que le ocasionó aquel turbulento mayo del 68.
Toca empaparse y no es para menos. El Papa elegido en sólo 26 horas tras la muerte de Juan Pablo II ha decidido jubilarse. Rompiendo olímpicamente con la tradición de toda gerontocracia, Benedicto XVI se negó a retar a la biología y se ha propuesto lo que el común de los mortales: esperar la inevitable muerte, sin cargar sobre sus espaldas el peso de las responsabilidades laborales. Tras seis centurias, habrá alguien que se dirija a los feligreses como ex Papa, una especie de voz autorizada, aún viva, proyectando incómoda sombra sobre su sucesor.
Nadie esperaba vivir tanto como para presenciar algo semejante y, sin embargo, es un hecho normal en los demás estados del mundo, donde los expresidentes tienen aún mucho que aportar en el debate de los asuntos públicos.
Tomo la palabra para tratar de dibujar el paso de Benedicto XVI, a 11 días de su evacuación del mando de una de las transnacionales más poderosas que el mundo ha visto: la Iglesia Católica.
El Papa bávaro. Joseph Aloisius Ratzinger, el Papa renunciante, nació en abril de 1927, en un hogar sencillo del sur de Alemania, aquella región católica conocida como Baviera. Es, pues, el Papa número 264 y el primer alemán del elenco.
Su vida está marcada a fuego por su cuna. Y es que el catolicismo alemán fue siempre un destacamento de pelea, en un país donde una mayoría protestante impuso a cañonazos la unidad nacional alrededor del jurista Otto von Bismarck, el canciller de acero que erigió lo que hoy conocemos como el país más poderoso de Europa. Y es que el corazón de Ratzinger late en bávaro, como él mismo gusta decir. Hay entonces un sello guerrero en tal anatomía.
Cuando el futuro Papa cumplía seis años, Hitler ascendía por las escalinatas palaciegas para arrastrar al mundo a una guerra devastadora. Ratzinger fue incorporado a la juventud hitleriana y luego al ejército, donde cumpliría, sin entusiasmo, funciones auxiliares bajo el castigo de las bombas aliadas. No, señores, el joven Ratzinger no llegó siquiera a profesar la ideología nazi, varias veces enfrentada al catolicismo bávaro a pesar de haber sido gestada dentro de una cervecería de Múnich. Ya como Benedicto XVI, Ratzinger visitaría el campo de exterminio de Auschwitz, cumpliendo su deber natural de repudiar el Holocausto.
Los que lo conocen aseguran que su interés por la política es raquítico. Benedicto XVI es y ha sido, sobre todo, un teólogo más que un líder religioso; un intelectual de fuste antes que un buscador de aplausos. El 11 de octubre de 1962, ataviado como tal, asistió junto a 2.540 cardenales, obispos y laicos ilustrados a la procesión que precedió el despegue de deliberaciones del Concilio Vaticano Segundo. Tenía 35 años y llegaba a Roma como joven promesa, asesorando a Joseph Frings, el obispo rebelde de Colonia. Durante los extenuantes debates en latín, que duraron hasta 1965, Ratzinger conoció a Hans Küng, otro joven teólogo, cuya recomendación puso al futuro Papa como profesor de la
Universidad de Tubinga. Küng sigue siendo hasta hoy el crítico más implacable de su amigo de juventud y todavía principal pastor del rebaño.
Lo interesante es que Ratzinger servía en esos años en las filas de los reformadores. Su intelecto estaba a disposición de quienes aspiraban a una Iglesia que tuviera una relación positiva con el mundo. El obispo Frings y sus seguidores se enfrentaron a la curia italiana pugnando por eliminar el uso del latín en las misas. Hablaron fuerte sobre la idea de extender puentes hacia otras religiones, sobre la necesidad de abrazar la democracia y la defensa de los derechos humanos y sobre la necesidad de que el Papa sea acompañado por un cuerpo colegiado que lo ayude a decidir (un rasguño contra la idea de que es infalible). Del lado de esas herejías estaba el mismo joven teólogo, que hoy es descrito como el capitán de las huestes ultraconservadoras.
El viraje. ¿Qué colocó a Ratzinger en el bando opuesto? Sus biógrafos recuerdan que tras el Concilio, el futuro Papa se sumergió en la vida universitaria. Desde allí contempló aterrado cómo la Iglesia que se había propuesto integrarse al mundo, lo encontraba en un estado de total insubordinación. Si uno de los logros del Concilio había sido autorizar, por ejemplo, el matrimonio entre católicos y protestantes, los jóvenes de 1968 corrían mucho más lejos, practicando el amor libre y distribuyendo pastillas anticonceptivas.
Ratzinger optó entonces por restablecer mentalmente los muros que separaban al clero del resto de la Humanidad. La Iglesia debía seguir siendo una reserva intacta donde se protegieran los sacramentos de un modo hermético y receloso. Se propuso dar marcha atrás y restaurar lo superado.
En ese entonces dos aparecían como los principales enemigos de la fe, el secularismo liberal y el marxismo. Ratzinger empuñó entonces las armas de la filosofía para declararles una guerra en simultáneo. Doctrinario y erudito, rápidamente fue detectado por la jerarquía. Los mismos clérigos italianos a los que habían combatido a sus 35 años se asomaron ahora como sus futuros aliados. En el mundo imperaba la Guerra Fría y eran días para lidiar con el campeón de los ateísmos: el comunismo soviético. Ratzinger puso entonces a la llamada Teología de la Liberación a merced de su gatillo ideológico.
En 1981, hizo maletas y partió para Roma. El sistema lo colocó muy cerca del primer Papa polaco, Juan Pablo II, esa figura ideal para perforar a aquel otro andamiaje transnacional y gerontocrático dirigido desde Moscú. Desde la Prefectura de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Ratzinger disparó decenas de escritos para disolver todo atisbo marxista en el seno de la Iglesia. La pinza Reagan-Thatcher-Wojtyla alcanzó, en los años 80, lo que los misiles almacenados no pudieron lograr: la capitulación del comunismo. Ratzinger fue quizás el principal gestor religioso de aquel derribo.
Todo iba bien hasta que en abril de 2005 la mayoría de los cardenales escribieron su nombre en las papeletas de voto. El teólogo se convertía en Papa o, mejor dicho, se ponía la vestimenta papal para seguir produciendo ideología. Ofuscado por el brillo de su predecesor, llegó a comparar su nombramiento con una ejecución. Pues le acaba de poner fin, dejando perplejos a todos.
Sus tres encíclicas lo retratan de cuerpo entero. Su oficio filosófico se traduce en un mar de claridades. En Deus Caritas Est, Benedicto XVI plantea que la justicia es tarea de la política y los estados, y no de la Iglesia. En Spe Salvi critica a Marx por haber enseñado cómo destruir, pero no haber explicado qué construir. Son los tiros de gracia a una teología nacida en América Latina y finalmente purgada a lo largo de tres décadas.
En Caritas in Veritate relanza la Doctrina Social de la Iglesia y se ocupa de fustigar al enemigo que no pudo ni podrá destruir: el secularismo liberal. Si de algo puede quejarse el Papa restaurador evacuado es de no haber podido derrotar al mundo moderno, ése en el que, sin permiso de Roma y en buena hora, los homosexuales se casan ayudados por un gran alboroto callejero.