Thursday 16 May 2024 | Actualizado a 11:35 AM

Sorata, las entrañas de la caverna

El escritor Ignacio Vera de Rada comparte su recorrido por las cavernas de San Pedro.

/ 20 de febrero de 2019 / 04:00

Pintábase de un vivo verde el paisaje a medida que el coche avanzaba, levantando grandes nubes de polvo por detrás, y los peñascos, áridos y duros en las crestas, daban imponencia y esplendor al panorama. Abajo, muchos metros más abajo, sonaba el bramido producido por las aguas impetuosas del río San Cristóbal.

Los paisajes vallunos de Sorata —capital de la provincia Larecaja, a 150 km de la ciudad de La Paz— contrastaban en gran medida con los contrafuertes graníticos de los Andes.  Todos los tonos de tierra se matizaban ante nuestra vista: el camino era rojizo, la quebrada plomiza y los montes del frente se coloreaban de un gris oscuro. El cielo presentábase ceniciento, las nubes opacaban el horizonte y el aire diáfano, limpiado por las lluvias, estaba tan húmedo como las corolas de las plantas, las cuales en sus extremos ostentaban el rocío de la madrugada.

Abordamos el coche en la plaza principal de Sorata a las 10.20. Subimos en el vehículo y éste comenzó a deslizarse por las empinadas y retorcidas callejuelas del valle en el que estábamos. Habiendo salvado la calle en que se encuentran vendedoras de frutas por doquier y el mercado popular, llegamos a la carretera de tierra que conecta la ciudad de Emeterio Villamil de Rada con otras comarcas y cantones no muy alejados. Una vez en ella, el coche tomó gran velocidad y comenzó a recorrer el camino de una tierra mojada, pero que ya estaba secándose con los rayos de un sol que caía son toda su fuerza.

En todo el trayecto se veían personas extranjeras, con las cabelleras rubias, las frentes humedecidas por el sudor y las mejillas chaposas por la temperatura del ambiente, caminando entusiastas hacia la gruta. A cada instante había algo pintoresco y, por tanto, algo que fotografiar. Un colibrí, un árbol frondoso, las ruinas de una antigua casa de finca, una ovejita propagando sus balidos, una montaña forrada de verde intenso, los sembríos de un maizal fecundo, la contemplación penetrante de un gato montés, la caída precipitada de una cascadita situada en la curva del camino, la mirada de una zagala atractiva; cada cinco metros se podía ver algo que maravillaba.

Como un antro de nácar de la mitología griega, la cueva se presentaba magnífica e intimidante; pero a la vez incitaba a entrar en ella: llamaba y convidaba.

Las piedras filosas y cortantes son como una invitación categórica. Los murciélagos que hay dentro, los que quedan todavía, otorgan a la cueva innumerables leyendas y, además, son un atractivo para el zoólogo y el medioambientalista. La cueva está en un lugar que se llama San Pedro, y la entrada es como si realmente fueran esas las puertas a un reino de otra dimensión.

A las 11.00, después de haber salvado los 6 km de distancia, se aparcó el vehículo en la entrada y se nos dio una hora para ir, entrar y volver. Bajamos de él y comenzamos a subir una montañita de tierra rojiza que conducía a una meseta en que, anunciada por un arco de cemento, se hallaba la puerta al complejo turístico. En ese arco había pintado un anuncio que daba detalles de la altitud del lugar, la fauna y algunas especificaciones en geología y, principalmente, espeleología.

En ese informe se decía que hay más de 100 tipos de murciélago en todo el mundo, y que en esa gran caverna solo habitan unas cuantas variedades que no ingieren sangre —ni animal ni humana— para vivir, sino solamente néctar y pulpa de algunos frutos silvestres que prosperan en los lugares circundantes.

La entrada al antro rocoso era parecida a la boca de un anfibio gigantesco. Es como si para entrar uno tuviera que descender varios metros cual si estuviese en la veta de una mina del occidente americano. ¿Cómo hizo la naturaleza tal formación de rocas? Al igual que en las más profundas vetas de las minas, la temperatura ahí dentro era primero tibia, luego caliente y al final, sofocante. La humedad se insinuaba en gotas que caían de las rocas más altas. Ya no se veía nada y nos tuvimos que ayudar con nuestras linternas.

Una caverna umbrosa

Se dice que antes, hace algunos años, la experiencia era más tétrica y, por lo mismo, más apasionante. La adrenalina de los exploradores se liberaba al entrar en una cueva en que la única luz que podían tener sus ojos era la de la llama de una antorcha de kerosén. Ahora, hay faroles de luz artificial que alumbran el sendero y dan pauta segura al caminante.

Las paredes internas eran húmedas. Cada forma lapídea presentaba una particularidad que la hacía distinta de las demás. Además, cada piedra exhibía diferentes colores —como plomos y negros—, como si éstos definieran las particularidades de la tierra. Los estratos rocosos mostraban una secuencia de sedimentación muy variada, y la superposición de los estratos, por consecuencia, no se podía reconocer con facilidad. Las capas se pintaban con tonalidades distintas: unas eran cafés, otras, negras, y algunas incluso azuladas. Algunos tipos de piedra se fragmentaban con facilidad, mientras que otros no se quebraban ni con varios golpes.

Varios mitos encendió el lugar en la mente de los lugareños. Se dice, por ejemplo, que la laguna que hay al fondo del socavón gigante se conecta con el lago sagrado de los incas, con Mapiri, Yungas e incluso con Cuzco.

Cuando ingresamos, vimos a nuestro lado pasar un par de personas que, seguramente, iban con fines investigativos, pues sostenían cámaras de alta resolución, libretas y una grabadora que captaba el sonido de los murciélagos.

Comenzamos a caminar rápido, pero luego bajamos el ritmo, ya que los guijos del suelo estaban como envueltos en una capa de musgo que hacía que se volvieran piedras resbaladizas. Mis ansias de captar el panorama con ojos de mera recreación se fueron y más bien fui adquiriendo criterios de observación científica: me puse a fotografiar los detalles y a analizar las piedras con que nos topábamos a cada paso.

Como un espejo reluciente de aguas verdeazuladas, al fondo se dibujaba el lago del que se ha dicho mucho y que ha despertado la imaginación de los lugareños. Era un agua limpia y translúcida. La temperatura era estándar: ni fría ni caliente. Unos botecitos había en la orilla en los que algunas familias navegaban. La laguna no debió tener más de tres metros de profundidad en su parte más honda.

Continuamos penetrando en el interior. Se veían rocas tan extrañas que parecían esculturas hechas por una mano humana. Los colores también eran impresionantes y confusos. La caminata, a pesar de ser exhaustiva, no era dificultosa debido a que el camino está flanqueado por escaleras de hierro. Hay gradas y senderos artificiales. Se estima que esta gran abertura de la roca se formó en el periodo Paleozoico, hace centenares de millones de años.

El fin del recorrido

Faltaban ya solo unos 30 metros de recorrido para terminar el trayecto y decidimos seguir caminando hasta tocar el final. La cueva se hacía a cada paso más estrecha y más abrupta; la luz de los faroles ya no llegaba allí; no había gradas, ni escaleras, ni el sendero artificial que había en los otros lugares más próximos a la entrada; había que andar a veces agachado y otras, con el cuerpo de perfil. Teníamos que avanzar a tientas y palpando las paredes para no chocar con alguna piedra inadvertida. Tras unos resbalones, y de uno que otro tropezón, pudimos distinguir el final. El término de la gruta de San Pedro es como la cola de una lagartija en comparación con su cuerpo: delgadísimo.

Al emprender el retorno seguimos tomando fotografías. Cogimos en nuestros bolsillos algunas piedras que presentaban formas y colores extraños y observamos atentamente la conformación de la tierra que teníamos a nuestros pies. Al salir de la caverna, sentíamos de distinta manera el entorno y la naturaleza.

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Festín de sinfonías sacras del barroco indígena chiquitano

El XIV Festival Internacional de Música Renacentista y Barroca Americana ‘Misiones de Chiquitos’ se celebró con 130 conciertos

/ 12 de mayo de 2024 / 06:59

En el siglo XVIII, la música se usó para atraer y mantener en la fe católica a los indígenas americanos. Esto fue una constante en la historia misionera, pero además, como en cualquier iglesia de la época, la música también cumplió la función de alabanza y dedicación a Dios. Este puñado de historia no solo está registrado en el Museo Misional de San Javier, en el departamento de Santa Cruz, sino también en el quehacer y la vida diaria de sus habitantes.

Esta cultura fue reflejada en la primera ópera indígena chiquitana presentada la noche del martes 23 de abril en la Iglesia de San Javier. Antes del evento, una gran cantidad de personas se encontraba en las afueras esperando poder ingresar. Algunos minutos después se escuchaba a lo lejos el sonido de instrumentos de viento y cuerdas que se aproximaba poco a poco desde la plaza principal hasta la iglesia. El público esperó dividido en dos columnas dejando el espacio central vacío para la entrada triunfal de los artistas.

Danzantes con plumas en sus cabezas y máscaras de tela, cuya faz se asemejaba a la de los pájaros precedían al Coro y Orquesta Misional de San Xavier, quienes interpretaban instrumentos nativos. Se trataba de la danza de los yarituses, un ritual de los indígenas piñocas, antiguos habitantes entre el Gran Chaco y la Amazonía, que creían que el piyo (ñandú o avestruz americano) era un ave sagrada o un ser supremo, al que le atribuían el hecho de tener buena temporada de cosecha, cacería y pesca. Este ritual era celebrado en lugares altos porque el piyo es un ave que no puede volar, pero sí correr a mucha velocidad: precisamente yarituses, el nombre de la danza, significa “los que adoran en cerros y colinas”.

Este rito fue la antesala de la Ópera San Xavier, que gira alrededor de una conversación entre San Ignacio de Loyola y San Francisco Xavier en busca de la esperanza y la fe, siendo la primera ópera en lengua nativa. “El bésiro chiquitano es un idioma que ya solo los viejitos lo hablan y que se va a perder”, señaló Eduardo Silveira, director del Coro y Orquesta Misional San Xavier. “Durante la preparación de la obra, en lo que tardamos un poco más fue en la pronunciación porque tuvimos que trabajar con las solistas y con los mensajeros también. Es harto trabajo porque no es un idioma común, ya se ha perdido un poco, pero creo que el resultado valió la pena”.

La ópera estaba escrita para violines, violonchelo y dos solistas, así que Silveira tuvo que hacer los arreglos para darle más fuerza al canto del coro, contratar a un coreógrafo e insertar instrumentos nativos que formaron parte de la puesta en escena. “Se hizo revivir esos instrumentos ancestrales que estaban en el olvido como el sananá, el pachechise, el secu secu, que son instrumentos que había cuando llegaron los jesuitas, pero la gente ya no los utiliza, van olvidando y la ópera los ha hecho revivir”. Silveira apuntó que con esta ópera se resalta lo que sucedió hace más de 300 años que es cultura viviente, algo que no es comparativo con el barroco europeo. “Es un barroco indígena, pues son obras de 1740 hechas por un indígena”.

El alcalde de San Javier, Dany Añez Montalván, expresó su satisfacción luego de terminada la presentación de esta ópera. “Como alcalde de mi pueblo, siento una emoción grande al poder disfrutar la ópera. Los chicos vienen trabajando ya hace más de siete meses, no han tenido vacaciones en noviembre, diciembre ni enero. Han estado netamente metidos en su trabajo y hoy vimos el fruto del trabajo, que ha sido una ópera muy buena, muy bonita, completa. Y lo que pedimos es que esto se muestre a todo Bolivia y al mundo. Queremos que esta ópera se la pueda exhibir en otros departamentos del país y, por qué no soñar con llevar la ópera a exponerla a otros países de Europa, Estados Unidos y de todo el mundo”.

Por su parte, Percy Añez Castedo, presidente de la Asociación Pro Arte y Cultura (APAC), organizadora de este festival, dijo que “Chiquitos chiquitanizó la cruceñidad” porque Santa Cruz encontró su identidad resiliente gracias a esta cultura tan rica, por lo que seguro también llegará a chiquitanizar toda Bolivia. APAC además promociona una producción audiovisual que rescata los mejores momentos del festival y de la cultura chiquitana que empezó a grabarse en esta gestión.

El Festival ‘Misiones de Chiquitos’

Esta ópera, acompañada por el Coro y Orquesta Misional de San Xavier, fue una de las principales atracciones del XIV Festival Internacional de Música Renacentista y Barroca Americana “Misiones de Chiquitos”, fiesta que se lleva a cabo cada dos años gracias al Padre Piotr Nawrot, fundador y director artístico del festival hace más de tres décadas. “El festival explora sobre todo la música de nuestro pasado musical indígena chiquitano. El mundo no sería tan bello, ni tampoco podríamos sentirnos bien si estos tesoros, que son  universales, se hubiesen quedado dormidos en los archivos. Esta cultura musical tiene que ser parte de nuestras vidas”.

Es por ello que la belleza musical encerrada en estas partituras nativas lo llevó a hacer la primera tesis doctoral en el mundo sobre el manuscrito mismo. “Tanto me ha seducido esta música y esta historia que dejé todo y vine a vivir en este país”, enfatizó el sacerdote y musicólogo polaco.

Este festín musical —propagado por toda la ruta misionera chiquitana— se ha convertido en un gran atractivo no solo para los lugareños, sino también para los turistas nacionales e internacionales amantes de la música sacra.

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Estos conciertos bianuales son materializados gracias a los músicos, que llegan desde las diversas geografías locales, así como desde distintas latitudes del planeta. Entre el viernes 19 y el domingo 28 de abril se llevaron a cabo 130 conciertos —a cargo de elencos de 15 países— que se ejecutaron en Santa Cruz de la Sierra y en ciudades y pueblos provinciales del departamento, además de Tarija.

En la capital cruceña hubo recitales en los templos Los Huérfanos, San Roque y Jesús Nazareno, en el Centro de la Cultura Plurinacional (CCP)  y la iglesia San Agustín (Plan 3000). En provincias, se realizaron conciertos en Porongo, Santa Rosa del Sara, Cotoca, San Julián, San Xavier, Ascensión de Guarayos, Concepción, San Ignacio, Santa Ana, San Miguel, San Rafael, San José, Roboré, Chochís y Santiago.

Conciertos de música antigua

Fueron 10 días de conciertos; en cinco de ellos ESCAPE estuvo presente. El  sábado 20 de abril se presentó Helvetia Baroque, de Suiza, que tocó junto con el Coro y Orquesta Misional Santiago de Chiquitos en la Capilla Los Huérfanos, de Santa Cruz de la Sierra. Una de las integrantes del grupo suizo, Nina Lecocq, quien aseguró tocar una variedad de más de 10 flautas, dijo que para preparar la coproducción con el Coro y Orquesta Misional Santiago de Chiquitos vivió durante tres meses en la comunidad. “Fue realmente suficiente tiempo para conocer a la gente de allí que ahora son amigos con quienes no solo tocamos juntos. Por medio de ellos conocí una nueva cultura totalmente diferente a la mía, por eso tocamos la música tradicional de Suiza y de Santiago de Chiquitos, para combinar estas dos culturas”.

El mismo día, más tarde, en la Iglesia San Roque esuvo el grupo de la escuela de música Juilliard415 de Estados Unidos junto con el Coro Urubichá. Dani Zanuttini-Frank, estudiante de esta escuela que toca la guitarra barroca, contó que esta era la tercera vez que el grupo se presentaba en el festival y que para tocar junto con el coro habían practicado con ellos durante una semana. Otra estudiante de Juilliard415, la peruana Jimena Burga Lopera, resaltó el hecho de que la orquesta estaba compuesta tanto por estudiantes como por exestudiantes específicamente elegidos para los conciertos de este festival en la Chiquitanía. Por su parte, Mercedes Papu, directora del Coro Urubichá, expresó su emoción por esta maravillosa puesta en escena y por dirigir el coro en este su segundo festival consecutivo.

El domingo 21 de abril fue el turno del grupo francés Les Passions, en la Capilla Los Huérfanos de la capital cruceña. Jean-Marc Andrieu, director de la orquesta constituida hace 34 años en Toulouse, señaló que es su cuarta vez en este festival, la primera fue en 2014. “El estilo barroco me parece muy rico. Hay mucha música para descubrir y hay una libertad para interpretarla. Se puede tocarla de diferentes maneras, solo hay que elegir una propia con mucha libertad. Y esto en la música barroca me parece interesante. La segunda cosa es que es una música rítmica que combina muy bien la energía del ritmo de la danza y melodías que me parecen lindas”. Andrieu remarcó que su grupo dio más de 800 conciertos en 17 países diferentes y tiene grabados 14 discos.

Les Passions (Francia), Juilliard415 (EEUU) y el Coro Urubichá, Bach Society (Brasil), Helvetia Baroque (Suiza) y el Coro y Orquesta Misional Santiago de Chiquitos, y el violinista japonés Ryo Terakado junto con la clavecinista coreana Sungyun Cho.

El mismo día, en la Iglesia San Roque, actuaron el violinista japonés Ryo Terakado y la clavecinista coreana Sungyun Cho, quienes se presentaron junto con la Orquesta Barroca de Santa Ana. Terakado, quien nació en la colonia San Juan de Yapacaní, pero se fue a Japón al cumplir cuatro años de edad, dijo que siente un amor muy especial por la música barroca porque transmite simplicidad y emoción al mismo tiempo. Enfatizó que la primera vez que participó en este festival fue en 2004, hace ya 20 años.

El lunes 22, martes 23 y miércoles 24 de abril la música se escuchó en San Javier, municipio en la provincia Ñuflo de Chávez del departamento de Santa Cruz. Los tres días las presentaciones se realizaron en la iglesia del pueblo.

El 22 tocó la violinista alemana Nadja Zwiener con la Orquesta de Cámara Urubichá. “En total es más o menos una semana el tiempo que hemos ensayado juntos, pero la orquesta y yo practicamos por separado desde nuestro primer encuentro en febrero hasta el momento del concierto”, dijo Zwiener. “Para mí es muy importante este ritmo de música, ya que el Estado donde vivo en Alemania, Thüringen, es  donde nació Johann Sebastian Bach. Entonces tuve un contacto directo con ese tipo de música debido al bachillerato, y para mí ha sido muy importante seguir con la tradición de música barroca”.

El director de la Orquesta de Cámara Urubichá, Lisandro Anori, quien la comanda desde hace dos festivales, resaltó el hecho de que a pesar de no hablar el mismo idioma con Zwiener, llegaron a entenderse a la perfección musicalmente.

El 23 fue el turno de la mencionada Ópera San Xavier y el Coro y Orquesta Misional de San Xavier y el 24 subió al escenario el grupo brasilero Bach Society Brasil. Fernando Cordella, director y encargado del clavecín, explicó que su grupo forma parte de Bach-Stiftung, una fundación internacional que tiene sedes en varios países. “La sociedad Bach Brasil tiene alrededor de cuatro años. En la pandemia comenzamos los conciertos con músicos que se dedican a la investigación  histórica y la interpretación de la música barroca, especialmente de Bach”.

Por su parte, el Ministro Consejero, jefe del área cultural de la Embajada de Brasil en Bolivia, Paulo Azevedo, se mostró muy alegre al escuchar un concierto de “un grupo brasileño que se dedica a la difusión de la música de Bach, en el corazón de las misiones, en la Chiquitanía”.

Todos y cada uno de los intérpretes coincidió no solo en su amor por la música renacentista y barroca, sino también en su admiración por el público cruceño y boliviano que logró cumplir el objetivo de este encuentro: mantener vivo, latiendo en los corazones de la gente, el espíritu de la música antigua.

Texto y fotos: Mitsuko Shimose

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La Crêperie: El Atelier de los Sentidos

Por Fernando Cervantes

/ 12 de mayo de 2024 / 06:50

Crónicas gastronómicas

Paola Andrea Herrera ha sido la pionera en introducir las tradicionales crêpes francesas en el mercado paceño, allá por 2014, proponiendo un concepto de experiencias donde todos los detalles juegan un papel muy importante:  la decoración, la música, el sabor, los libros, el aroma y el arte en general. Prueba de ello es que, en cada mesa de La Crêperie – El Atelier de los Sentidos, junto a bonitos floreros, se encuentran lápices de colores que invitan a dibujar y dar rienda suelta al artista que habita dentro de cada persona.

En su surtido menú se pueden encontrar delicias dulces y saladas como el crêpe Suzette (con salsa de naranja); las tortas crêpe (con 16 pisos de dulce de leche o Nutella); el Bretonne, a base de jamón, queso y huevo cocido sobre la plancha, hierbas a elección y  pimienta recién molida, y el caprese o la pizza crêpe, con jamón, queso, pesto rojo, hierbas italianas y  champiñones. También se ofrecen brownies  de naranja, clásico y menta,  minipancakes con el topping que más prefieras, diversa cafetería, jugos de frutas, cervezas, vinos y cócteles.

Este lugar además ofrece constantemente diversas actividades culturales abiertas a todo público, como por ejemplo, intercambio de libros, tertulias, yoga en su jardín, pintado en lienzo, tardes de cerámica, bandas musicales en vivo, etc.

La cita motor de este establecimiento pertenece a Goethe: “ningún disfrute es pasajero, ya que lo que queda y para siempre, es la experiencia”. Es por ello que Andrea está sumamente feliz de poder amalgamar colores, sabores y texturas donde el arte es el único protagonista.

La Crêperie – El Atelier de los Sentidos

  • Dirección: Calle René Moreno K 21, San Miguel  
  • ☎ Teléfono: 78917000 
  • Rango de precios: Bs 25 – 45
  • Productos estrella: Crêpe Suzette, tortas crêpe, galette bretonne y brownies.
  • Opciones vegetarianas:
  • Horarios de atención: Martes a domingo de 15.00 a 21.00.

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El arte y la cocina francesa son parte de la propuesta de este espacio.

Contáctenos:

Fernando  recomienda, Fernandorecomienda @fernandorecomienda, Correo: [email protected]

Texto: Fernando Cervantes

Fotos: La Crêperie – El Atelier de los Sentidos

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CHACHACOMANI 36 millones de metros cúbicos de agua menos en cuatro años

Un equipo de voluntarios del Servizio Glaciologico Lombardo de Italia y de la Unidad Académica de Peñas de Bolivia estudió este nevado de la cordillera Real

Por Marco Fernández Ríos

/ 12 de mayo de 2024 / 06:41

Las balizas clavadas en las faldas del Chachacomani demuestran algo preocupante: en cuatro años, el cerro ha perdido 17 metros de espesor de nieve, lo que equivale a 36 millones de metros cúbicos de agua que ya no regarán los campos del departamento de La Paz.

En el viaje hacia el lago Titicaca es inevitable no admirar la larga hilera de montañas de la cordillera Real, entre el imponente Illampu-Ancohuma en Sorata, el Condoriri de las alas extendidas y el casi inexpugnable lado norte del Huayna Potosí alteño. Ahí, en esa mezcla de ponchos blancos, se encuentra el Chachacomani, un cerro escondido que, de a poco, está siendo conocido principalmente para practicar montañismo.

El reto de ascender esta montaña de Los Andes fue lo que atrajo al país al italiano Alessandro Gallucio, glaciólogo aficionado, integrante del Servizio Glaciologico Lombardo, una organización de voluntariado que se dedica a la investigación y al seguimiento del entorno glaciar de Los Alpes. Al quedar encantado con este nevado de 6.074 metros sobre el nivel del mar (msnm), a Gallucio le surgió la idea de iniciar un estudio sobre los niveles de hielo en este achachila oculto.

¿Por qué es importante hacer esta medición? Davide Vitale —un belga que eligió Bolivia como su lugar de residencia hace varios años y ahora es instructor de la Unidad Académica de Peñas, en la provincia Los Andes— explica: “Si queremos evaluar los recursos hídricos del glaciar, no son tan importantes los metros lineales o las superficies. El dato más importante, para el consumo humano, es el balance de masa equivalente a  agua, es decir el espesor perdido en la zona baja más el espesor ganado en las zonas altas, donde se acumula la nieve, multiplicado por la densidad zona por zona”. Es decir, lo que más interesa es calcular cuál es la cantidad de agua que pierde este cerro de manera definitiva.

De acuerdo con un estudio de Álvaro Soruco y otros especialistas del Instituto de Investigaciones Geológicas y del Medio Ambiente de la UMSA, los glaciares de la cordillera Real aportan con el 15% del agua que se consume en las ciudades de La Paz y El Alto, mientras que en época seca aumenta al 27%. Por esa razón, el estudio en Chachacomani es importante, ya que el hielo derretido se transforma en agua que da vida a parte de la población de la zona lacustre.

Sin apoyo privado ni estatal, Gallucio buscó respaldo en su país para adquirir los equipos científicos y reclutar a más personas con el fin de hacer realidad el proyecto que había iniciado cuatro años antes. Como resultado, en 2018, llegaron 15 voluntarios del país europeo.

Durante ocho gestiones, el equipo —auspiciado por el Servizio Glaciologico Lombardo, la Unidad Académica de Peñas, la parroquia también de Peñas, además del Consulado de Bolivia en Milán, con la agilización de la importación de algunos equipos de medición — llevó a cabo un trabajo arduo de medición.

En el tiempo de investigación, tanto italianos como bolivianos tenían el mismo ritual con la montaña: caminatas extenuantes de dos a tres días para subir a las faldas del cerro, oxígeno insuficiente, bajas temperaturas, sueños entrecortados y botas de goma necesarias pero incómodas. En contrapartida tenían el acompañamiento de vizcachas curiosas, algunos tímidos venados, zorros astutos y un panorama que muy pocos han podido conocer.

Era también un ritual que antes de que aparecieran los primeros rayos solares en el horizonte, algunos derritieran hielo para el desayuno, mientras otros alistaban los equipos de seguridad y los últimos cargaban las coordenadas del GPS. A los pocos minutos, con el sol también llegaban las tazas con mate caliente y marraquetas, ideales para que los italianos, los cinco estudiantes bolivianos y los cinco guías de montaña recobren sus energías.

Durante ocho años, en las faldas del nevado, el equipo técnico se dividía en dos: el primero trabajaba con una vaporella —equipo que lanza agua caliente por una manguera para introducirse en el hielo—. En un buen día se podía perforar 12 metros, profundidad suficiente para colocar las balizas —un objeto largo que sirve como señalizador—, que sirvieron para medir cuánto hielo perdió el Chachacomani en determinado periodo. El otro equipo se dedicaba a medir la franja que divide la roca y el hielo, y la altura de los acantilados, con el objetivo de tener datos fidedignos sobre el espesor de la masa de hielo.

“Cuando volvías después de un año notabas que la baliza que habías plantado hasta la cabeza sobresalía dos metros, porque se habían perdido dos metros de hielo”, rememora Vitale. De acuerdo con este montañista e instructor, los estudios se llevaron a cabo desde 2018 hasta 2023, para lo cual utilizaron, además de balizas y una vaporella, un dron, cintas métricas, un GPS referencial y otros equipos de medición.

El resultado de estas mediciones es preocupante: durante cuatro años, el Chachacomani ha perdido, de manera definitiva, 36 millones de metros cúbicos de agua. “Para que un glaciar tropical esté en una condición de equilibrio, es decir que ni crezca ni rebaje, necesita que el 70% de su superficie esté cubierto con nieve nueva del año, para que se genere el hielo. Vemos que año tras año, al final de la época seca, está cubierta entre el 40% y 50%, pero nunca la cantidad suficiente”, revela Vitale.

¿La conclusión? “Si el clima se mantiene como está ahora, el nevado de Chachacomani perderá más de cobertura. Si la temperatura sigue subiendo, el cerro puede llegar a perder todo su hielo”, añade.

 “Muchos glaciares bolivianos, como el Chachacomani, nunca han sido estudiados y no cuentan con ningún programa de seguimiento; sin embargo, desempeñan un papel muy significativo para comprender el alcance del cambio climático global y local, pero sobre todo representan una importante reserva de agua. Muchos centros urbanos del altiplano boliviano, como El Alto y La Paz se abastecen de agua procedente de los glaciares en un porcentaje considerable que es importante conocer (…). Las reservas de agua para consumo humano se reducen cada vez más debido a la creciente demanda estimulada por el crecimiento demográfico debido a la migración desde el interior del país. Este aumento, sumado a los efectos de la vulnerabilidad y el cambio climático, anuncia una tendencia que reducirá cada vez más la disponibilidad de agua”, indica parte del informe del Servizio Glaciologico Lombardo.

“Hemos analizado los datos meteorológicos de la estación de Ichucota (en el municipio de Batallas), la más cercana y que tiene un clima comparable. Si bien las precipitaciones en los últimos 30 años se han mantenido, las temperaturas han aumentado cuatro décimos de grado, eso corresponde a casi 100 metros de elevación de desnivel en el límite de los hielos persistentes”, explica Vitale. Ello quiere decir que, si bien las precipitaciones pluviales se mantienen, el aumento de temperatura —resultado del calentamiento global— hace que Chachacomani y otros nevados pierdan nieve que no se recuperará, y que el manto blanco que embellece el camino al lago Titicaca, tal vez, en unos años vaya a desaparecer.

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¿Qué se puede hacer? De acuerdo con la ONG española Oxfam Intermón, una de las soluciones para reducir los efectos del calentamiento global consiste en incentivar la economía agraria, un sistema sostenible anterior a la capitalización de la producción, y lograr acuerdos entre Estados para reducir los gases de efecto invernadero.

Pero no todo depende de los ámbitos gubernamentales, sino también desde la individualidad, como la generación de menos basura, desplazamientos en transporte público, en bicicleta o a pie y el consumo de menos energía eléctrica o combustible fósil, aconseja la Organización de Naciones Unidas (ONU).

Por lo pronto, este deshielo está ocasionando que animales silvestres como las vizcachas, venados, zorros y cóndores emigren para hallar mejores condiciones, y que en ese movimiento estén condenados a su extinción. Por otro lado, poblaciones como Achacachi, Huarina y otras por donde pasan las aguas del deshielo corren el riesgo de quedar secas y convertirse en parte de un triste final del escondido Chachacomani.

Texto: Marco Fernández Ríos

Fotos: UAC Peñas

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LLAKI

El realizador boliviano Diego Revollo trae un filme, en clave experimental, sobre la cultura kallawaya

Por Pedro Susz K.

/ 12 de mayo de 2024 / 06:33

Anoto de entrada que esta desafiante producción boliviana dista mucho de ser una película convencional, lo mismo que de aprehensión sencilla. Lo cual no equivale a decir que carezca de antecedentes en nuestra filmografía. Desde ya puede emparentársela con Vuelve Sebastiana, aquel documental dirigido en 1953 por Jorge Ruíz, el cual marcó una definitiva línea divisoria entre el documental entendido como una mera postal animada que mira desde fuera y, a menudo, desde lejos aquello que muestra, frente al documental concebido en el modo de una inmersión en la realidad retratada, intentando escuchar a quienes protagonizan desde su día a día los eventos abordados, apreciados asimismo desde su particular visión de la vida y el mundo. La filmografía boliviana reciente ha venido retomando últimamente aquella indeleble huella, si bien no en el ámbito del documental estricto. Tal el caso, para citar al vuelo alguno títulos, de Cuidando al sol (Catalina Razzini/2021) o Utama (Alejandro Loayza/2022). 

En Sol, piedra, agua (2016), su primer largometraje, Diego Revollo (Niteroi/1986) había ahondado su obstinada exploración, despuntada en sus cinco cortometrajes previos, de aquellas vertientes culturales mayormente de los pueblos originarios, encarados a la modernidad occidental desde sus propias concepciones de la relación entre los humanos y el entorno natural. Preceptos aquellos divergentes del homocentrismo que encarama a los sapiens en un sitial privilegiado desde donde se hallan empoderados para someter a las demás especies a sus designios depredadores vinculados a un concepto ya deshilachado del progreso concebido básicamente como una acumulación material enfocada en el beneficio inmediato, desechando por ende cualquier advertencia acerca de las averías futuras que pudiesen sobrevenir del uso acrítico de las primicias tecnológicas, del saqueo intensivo de los recursos naturales y del exterminio de todas las demás especies.

La referida opera prima de Revollo, alusiva a la biografía del escritor y poeta Guillermo Bedregal García, escarbaba en las incertidumbres precipitadas por la inminente progenitura del protagonista, llevándolo a interrogarse acerca de sus raíces, identidad y tropiezos en una relación familiar marcada a fuego por la ausencia de su madre, representada en el film por el agua. Buscando reencontrar el propio sentido de su vida emprende entonces un viaje hacia las montañas y el mar.

Otro periplo, con el mismo sentido exploratorio, que adhiere a las connotaciones de las realizaciones inscritas en el género de “películas del camino”, en sus mejores ejemplos enfocadas sobre un paralelo desplazamiento: en el espacio y los intersticios del ser que se busca a sí mismo, es el patrón básico de este segundo largo de Revollo, al cual se añade la perentoriedad de un diálogo con esas diversas culturas que perviven aferradas a sus costumbres y saberes donde residen las respuestas inhallables en el occidentalocentrismo cada vez en mayor medida extraviado en el laberinto de sus sinsentidos.

Llaki —vocablo quechua alusivo indistintamente a la pena, la aflicción, la dolencia, el padecimiento— arranca con la imagen, tomada de espaldas, de una persona, presuntamente el propio director de la película, mirando hacia La Paz desde una ventana, entretanto reflexiona, según dejan leer los textos incluidos al pie de la toma: “Unos meses antes de cumplir 33 años sufrí una pérdida auditiva severa, lo cual derivó en una parálisis facial en el lado izquierdo del rostro. La medicina alopática aseguró que mi sordera era irreversible”.

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Enseguida el relato da un salto temporal hacía diez años atrás, cuando en procura de una alternativa al diagnóstico de la medicina basada en la administración de sustancias químicas e invasivas intervenciones quirúrgicas, el relator emprende, en compañía de su hija Amaya, el primero de sus recurrentes viajes a Lunlaya, comunidad de la Nación Kallawaya situada a casi una hora a pie desde Charazani, tramo que recorrió guiado por un niño en bicicleta con su perrito. Las imágenes del peregrinaje, que el sonido acompaña con una suerte de ruido difuso como el casi sordo viajero seguramente percibía, van alternando con las fotografías rescatadas de algún cajón. Esa alternancia entre las escenas en movimiento del presente, y los retazos de memoria conservados en las imágenes fijas, se irá repitiendo a lo largo de la narración, con una previsibilidad que le va restando al efecto buena parte de sorpresa y/o alcance significante. 

Ya en Lunlaya, tierra de sanadores y brujos a 3200 metros de altura sobre el nivel del mar, como informa un cartel, el afligido protagonista toma contacto con Aurelio Ortiz, kallawaya que allí mora con sus todavía pequeños hijos, su suegro y su esposa, atenido a una íntima interrelación con su entorno según le va explicando al visitante a medida que le reitera la necesidad de no renunciar a ese contacto a riesgo de extraviar su origen. Los sucesivos reencuentros entre ambos alternan con los viajes de Aurelio a La Paz, donde se encuentran sus otros, ya adultos o casi, descendientes: Fernando, estudiante de odontología; Valentín, el mayor de todos, abogado y a su vez padre también, Iván, camino a cumplir con su año de servicio militar.

Esos desplazamientos son utilizados a fin de contrastar la paz que se respira en las modestas condiciones de vida de la familia Ortiz García y sus vecinos con la agresiva agitación urbana. Pero asimismo para significar, dejando de lado los subrayados verbales, en qué medida estar rodeado de aparatos de última generación, o de cientos de frascos de medicamentos —como ocurre cuando Aurelio y su esposa Justina Ramos acuden a una cualquiera de las ferias urbanas—, no comporta garantía alguna de eficiencia si no se comienza por partir de las raíces y de la clara certidumbre de la proveniencia de cada quien. O de la perseverante preocupación por el “alma pequeña” del individuo, como Aurelio intenta convencer a su flamante amigo/paciente.

Pero Revollo se abstiene de satanizar los aparatos en sí mismos: uno de sus hijos manipula un vetusto celular; en su habitáculo una radio divulga las últimas noticias —escena que de igual manera sortea la falsa idea de hallar en el aislamiento de las culturas la pócima idónea para ponerlas a buen resguardo de la contaminación—, todo pasa en cambio por utilizar cualquier aparejo críticamente, sin renunciar a la propia cosmovisión.

Y tal apunte cobra especial relevancia en la escena en la cual la hija del kallawaya cuenta haber decidido acudir a la fiesta de graduación en la escuela vestida con el atuendo típico de la comunidad, mientras sus compañeras optan por la minifalda. De tal suerte el realizador acentúa la idea vertebral de su emprendimiento: es al efecto invasivo, colonizador, de los bienes y costumbres llegados de afuera al que toca combatir atrincherados en los saberes y procederes originarios.  

Eso mismo es puesto sobre la mesa cuando gentes de muy lejanas filiaciones llegan a Lunlaya movidas por una curiosidad, que muta en asombro, respecto a esa cultura de la cual, de alguna forma, se enteraron. Fue el caso de Ina Rösing, investigadora alemana autora de un libro sobre su experiencia en el sitio y su amistad de larga data con los Ortiz Ramos, a cuyo patriarca, narra Aurelio, invitó al viejo mundo con el propósito de mostrarles a sus connacionales que sí es posible transitar el tiempo y las circunstancias sin perder de vista el punto de partida.

Al bajar el telón la película vuelve a la escena que vimos cuando lo levantó. Con una diferencia: ahora el personaje ya no mira hacia una ciudad muda, más bien percibe el caótico e ininterrumpido bullicio citadino. Ergo, sin necesidad de apelar a un diálogo altisonante, Revollo devela que aquello que a los doctores diplomados y con acceso a los aparatos de última generación se les antojaba incurable, fue resuelto con las recetas naturales transmitidas por cada generación a la siguiente, sin estar empero a buen resguardo definitivo la pervivencia de esos saberes al quebrarse la respetuosa interacción con la naturaleza. Esto es sentenciado en una escena previa donde Aurelio pasea con su interlocutor urbano por la montaña que le provee de los ingredientes: “900 especies de plantas medicinales. Esa es nuestra economía, por eso somos Nación Kallawaya y no necesitamos escombrar todo el cerro”.

Así es dable encontrar en Llaki  no pocos insumos conceptuales ciertamente atendibles y oportunos. Encuentro empero una discordancia entre tal puntería y el modo como están desperdigados a lo largo de una puesta en imagen con notorios altibajos en todos sus rubros. A los escollos técnicos detectables en las deficiencias de sonido e iluminación se agrega una innecesaria insistencia en incluir de tanto en tanto las antes mencionadas fotografías del álbum familiar del realizador, o aquellas vistas de caracoles marinos, semejantes en algunos casos al oído interno, coclear, del sistema auditivo humano que dan la sensación de ser  una, igualmente innecesaria, autoreferencia al primer largo de Revollo.

Contrariamente a lo que podría suponerse el cine experimental, o radical si se prefiere, y, ya dije, el trabajo de Revollo se inscribe de lleno en dicha corriente, no se halla dispensado de cualquier obligación en tanto aspire a establecer algún tipo de diálogo con el espectador, claro. Y si hay una frontera, que por muy experimental que se quiera, ninguna realización puede, ni debe, traspasar aquella en la que el exceso acaba derivando en un hermetismo cortocircuitador de todo flujo de ida y vuelta.

A los tropiezos dramático/narrativos debe añadirse un errático montaje, responsable de ir entremezclando en esas idas y venidas de una idea a otra, ciertos recursos visuales meramente de relleno con aquellas imágenes indudablemente pertinentes al objetivo de abogar a favor del imprescindible diálogo intercultural, real ejercicio útil para encontrar esa identidad a medio hacer que nos vuelve apetecibles presas de los asedios colonizadores siempre a la pesca de sujetos —en el sentido literal del término— permeables a la manipulación.

Si el abordaje del encuentro (¿colisión?) no solo entre dos hombres sino entre dos mundos dejaba lugar a esa objetividad definida por alguien como un “término medio entre medios términos”, para  la radicalidad la respuesta es de entrada negativa, como lo es aquella relativa a la obligación de seguir las pautas instituidas relativas al tramado dramático.  Ahora, cuando caigo en cuenta, que todas estas interrogaciones fueron activadas luego de ver, no sólo de mirar, Llaki me resulta claro que con todo y sus peros, el emprendimiento de Revollo es, en resumen, un esfuerzo merecedor de paciencia y atención, al que usted también debiera hincarle el ojo y la mente.

Ficha Técnica  

Título Original: LlakiDirección: Diego Revollo – Idea original: Diego Revollo – Fotografía: Miguel Nina, Mauricio Ovando – Montaje: André Blondel, Diego Revollo – Foto fija: Vassil Anastosov, Andrea Martínez, Miguel Nina, Sergio Suxo, Fernando Revollo, Diego Revollo – Corrección de color: André Blondel, Juan Pablo Urioste – Sonido Directo: Omar Corrales, Manuel Pérez – Música: Jorge Zamora – Producción: Miguel Nina, Harold Céspedes, Morelia Eróstegui, Fernando Revollo – Intérpretes: Aurelio Ortiz, Juan Ortiz, Melisa Ortiz, Valentín Ortiz, Justina Ramos, Apolinar Ramos, Fernando Revollo, Amaya Revollo – BOLIVIA/2023

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: transbordador audiovisual

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Ran Kurosawa, una muestra bajo el influjo del ‘Sol Rojo’

La exhibición se presenta en la Casa de la Cultura de La Paz hasta el 20 de mayo

La muestra de Ran Kurosawa está dividida en tres partes, que tienen el uso del color rojo como eje unificador.

Por Miguel Vargas

/ 12 de mayo de 2024 / 06:22

Sol Rojo es la tercera exposición individual del artista plástico Ran Kurosawa (Reynaldo J. González). Reúne cerca de 40 obras en dibujo, pintura y collage realizados los últimos años por este artista ganador del Gran Premio del Salón Municipal de Artes Plásticas Pedro Domingo Murillo 2023 y  galardones como el Concurso Nacional de Dibujo Fernando Montes Peñaranda y el Premio Plurinacional Eduardo Abaroa.

Este muestra — que estará abierta al público en la Sala María Esther Ballivían de la Casa de la Cultura hasta el 20 de mayo—está conformada por tres series de obras elaboradas en técnicas diversas. “La primera es un conjunto de casi una veintena de retratos figurativos de personajes del cine, mi gran afición”, señala el artista.

La segunda incluye una serie de figuras femeninas en retratos de medio cuerpo. Y la tercera es una serie de obras abstractas elaboradas en técnicas mixtas.

“El elemento común entre todas las obras es el uso predominante del color rojo, debido a su alta expresividad y sus connotaciones relacionadas con una alta emotividad. Asimismo, las series de figuras femeninas y obras abstractas tienen en común una vocación por la experimentación y combinación de materiales y técnicas”.

Entre los retratos en exposición pueden encontrarse las series Cinefilia e Iluminaciones, con imágenes de directores de cine como el chino-hongkonés Wong-Kar wai, el italiano Pier Paolo Pasolini o el japonés Akira Kurosawa, así como efigies de actrices como Maria Falconetti, Maggie Cheung y Eva Green. Las obras abstractas incluyen experimentaciones en tinta china y acuarela, así como pinturas expresionistas próximas al informalismo.

“La muestra pretende ante todo transmitir al espectador su gusto personal por la práctica del dibujo y de la pintura sin ninguna pretensión conceptual o de lucimiento técnico. Por ese motivo, las obras figurativas se caracterizan por el estudio de la figura humana y la incidencia de la luz sobre los volúmenes, mientras que en las obras abstractas destacan cualidades opuestas como la elaboración rápida, la combinación de materiales, y la expresividad de la mancha y las pinceladas”.

El título de la exposición —Sol Rojo— se relaciona con las connotaciones negativas del verbo “asolar”. “Pueden combinarse con algunas de las obras exhibidas, desde retratos con ciertos detalles expresionistas hasta abstracciones que pueden evocar lo derruido, lo seco, lo áspero”.

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La muestra de Ran Kurosawa está dividida en tres partes, que tienen el uso del color rojo como eje unificador.

Artista plástico, investigador en arte y periodistacultural, Ran Kurosawa (Reynaldo J. Gonzáles) nació en La Paz, estudió en la Carrera de Artes de la Universidad Mayor de San Andrés y desde 2011 exhibió su obra en más de 15 exposiciones colectivas y múltiples concursos nacionales. Esta es su tercera exposición individual.

Esta exposición forma parte de las actividades del Salón Pedro Domingo Murillo, premio ganado por Kurosawa en 2023, con una activación especial a realizarse el 18 de mayo en el marco de la Larga Noche de Museos.

Texto: Miguel Vargas

Fotos: Ran Kurosawa

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