Zamba para no morir
Estamos rodeados de muerte, y todas las muertes duelen. Algunas nos duelen de lejos, por empatía humana, porque aun sin conocer a quien falleció entendemos que lo amaban.
Otras nos duelen en la mente, porque sabemos que quien se fue era enorme. Como El Mallku, que no necesita nombre ni apellido porque es pura palabra y puro desafío. Muchos nunca compartimos con él un café, una charla, ni siquiera una mirada. Pero sentimos su muerte como un desgarro, porque su presencia cambiaba algo fundamental en el país entero: era el recordatorio constante de lo que en el fondo somos. Él siempre supo que era esencial, y por eso lo predijo: “Incluso de muerto, debajo de la tierra, voy a seguir gritando”. La historia lo recordará, vivo.
Otras muertes nos duelen en el pecho, en la garganta, en los planes que nunca se cumplieron. Como la partida del sociólogo Juan Carlos Pinto, que duele mucho porque mucho era lo que él le daba al mundo. Sin ser tan visible, era tan consecuente y tan necesario como El Mallku. Porque Juan Carlos reflexionaba, enseñaba, escribía, inspiraba. Durante los meses duros de la dictadura no dejó nunca de resistir, en la acción y en el pensamiento: siempre solidario, siempre amable, siempre sereno. Sus reflexiones acerca del Proceso de Cambio y lo que debemos hacer para consolidarlo son ahora más necesarias que nunca. La muerte lo sorprendió a medio camino, cuando tenía delante suyo el campo, el fruto y la miel. Pero ha dejado tanto dicho y escrito que el olvido no lo va a vencer. Seguirá creciendo en el sol, vivo.
Hay muertes que, no por esperadas, son menos tristes. Personas que vivieron una vida larga, añosa, llena de frutos, brotes, semillas que se esparcieron con el viento y dieron a su vez vida a nuevos árboles. Como don Chechi Nogales, leyenda de la prensa en Cochabamba y papá de mi mejor amigo en la adolescencia. Su historia de vida y sus anécdotas cubriendo la muerte del Che fueron fuente e inspiración de una de mis películas. Sus enseñanzas formaron a varias generaciones de periodistas, que ojalá sigan su ejemplo de ética, de rigor y de profundidad reflexiva. El vacío que deja no es tal: está lleno de historias. Y su voz, repetida en ondas de radio y televisión, impresa en ejemplares de prensa, se quedará repartida en el aire, siempre.
Y la que duele más hondo, más intenso, es la muerte de Gil Imaná. Un maestro del arte, un creador de mujeres-montaña, de munachis de amor, de grupos campesinos organizados y desafiantes. Muchos conocen su obra, pero pocos saben de su enorme dulzura. Era un ser de luz, un suave viento, él mismo una montaña ocre y amparadora. Ahora va de camino por el agua, descalzo, desnudo, siguiendo los pasos de su amada Inés que se le adelantó por el camino. Inés Córdova y Gil Imaná son ya eternos, y están juntos en esa eternidad líquida que es el Lago sagrado, donde juraron re-encontrarse. Nos dejan una estela de colores, de trazos, de textiles, de metales y de piedras que a pesar de su belleza todavía no alcanzan para darnos consuelo.
Estamos rodeados de muerte. Pero ¿no estamos así desde que empezamos a vivir, desde que existimos como especie? En la escuela nos dicen, con toda claridad, que los seres vivos nacemos, nos reproducimos y morimos. Sobre cómo, cuándo y dónde nacer no tenemos control alguno. Simplemente sucede. Lo mismo pasa con la muerte. Lo que está al medio de esos dos momentos es lo que vale. Algunos se reproducen en hijos, nietos, columpios, humintas, navidades. Otros eligen las ideas, las palabras, el arte. Todas son maneras de vencer a la muerte, porque hacen que quien se va en realidad se quede. Pero ninguna evita que, para los que se quedan, la muerte cale hondo y duela.
Verónica Córdova es cineasta.