Frío
Hay lugares en el mundo donde en invierno hace mucho más frío que acá. Oslo, por ejemplo. Fargo. Nuuk. Vladivostok. Pero en ninguno de esos sitios la gente sale a la calle para calentarse al sol. Al contrario: se quedan adentro y encienden una chimenea, una estufa o la calefacción.
En La Paz, en cambio, cuando ya no aguantamos las heladeras que llamamos oficinas salimos a la terraza, al patio o hasta a la calle para calentarnos un poquito. Por lo menos los potosinos —que tienen un problema parecido al nuestro— son precavidos y no van a ningún lado sin su frazadita a cuadros colgada del brazo. Los orureños no cuentan, porque ellos hacen trampa: toman api a cada rato.
En el invierno paceño nos abrigamos poco porque bajo el abrigo no se ve la corbata o el trajecito sastre con el que nos gusta presentarnos al trabajo. Utilizamos estufas que llenan el ambiente de gas. Tecleamos la computadora con guantes de lana. Enjuagamos las tazas con agua hirviendo antes de servir en ellas el café. Hace unos años quemábamos en San Juan las sillas viejas y los periódicos y nos alegrábamos tomando ponche y saltando sobre el fuego. Ahora ni eso hacemos.
Los paceños vivimos el invierno con un estoicismo parecido a la estupidez. Sufrimos el frío como si no hubiera forma alguna de controlarlo. Habiendo ahora gas domiciliario en muchos barrios ¿cómo puede ser que no se le ocurra a alguien instalar calefacción central, no ya en las casas, pero por lo menos en los hospitales y las escuelas? ¿Cómo puede ser que se siga construyendo viviendas sin aislamiento térmico?
En lo que va de este invierno, ya hemos visto dolorosos casos de personas sin techo (o con exceso de tragos) que mueren de hipotermia. Hemos visto también casos de familias que intentan calentarse con hornillas o estufas poco seguras, se duermen con estos aparatos encendidos y terminan intoxicadas por monóxido de carbono. El frío, si bien es un fenómeno natural, recurre cada año con regularidad y existen herramientas meteorológicas que nos permiten prever su agudeza y su duración. ¿Cómo es posible que lo único que se nos ocurra para evitar sus consecuencias dañinas sea retrasar una hora el ingreso a la escuela o la oficina? ¿Y todos los que empiezan su jornada a las 4 o 5 de la mañana, que son la mayoría? ¿Y todos los que deben hacer cola desde esa hora inconcebiblemente fría para acceder a servicios públicos como una inscripción en Derechos Reales o una cita con el cardiólogo?
Y, siendo La Paz una ciudad de inviernos fríos, de viviendas sin calefacción central ni aislamiento térmico ¿cómo puede ser que se permita una suerte de ley de la selva, donde cada nuevo edificio le quita el sol —y por ende, el calor— al edificio de al lado, a la casa de abajo, al parque del frente y a la vida de todos los que tuvieron la mala suerte de vivir allí antes que el edificio recién llegado?
Por lo menos tenemos el consuelo de saber que los ladrones de sol tendrán poco tiempo para disfrutarlo.
Porque en el terreno de al lado se está planificando ya otro edificio.
Verónica Córdova es cineasta.