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El ciempiés humano y otras historias

En la comunidad de Pampa Grande, en la Reserva Nacional del Tariquía, un camino precario condiciona la vida de los lugareños.

/ 17 de noviembre de 2013 / 04:00

En las inmediaciones de la frontera boliviana con Argentina, la ambulancia que hace el trayecto entre la comunidad de Pampa Grande y Emborozú —una pequeña población a orillas de una vía asfaltada— es humana: una especie de ciempiés compuesto por un nutrido grupo de hombres en sandalias que en este instante avanza al trote y hace turnos para cargar una camilla precaria. En ella, Donato López, un octogenario castigado por la próstata que no logra mear desde hace una semana, se retuerce debajo de una manta. El combustible que anima a los valientes que llevan al enfermo es un poco de aguardiente que toman en botellitas plásticas. Matan el cansancio acullicando hoja de coca. Y lucen angustiados: quieren que el viejito aguante, que no se muera antes de conseguir auxilio.

Aquí, en el corazón de la Reserva Nacional de Tariquía, en mitad de un paisaje de postal, el camino que conecta con la carretera es sólo apto para caballos, mulas y personas. Y salir de Pampa Grande para llegar a Emborozú es desde hace décadas una aventura complicada. Por acá, jamás ha circulado un auto y a duras penas se podría abrir paso una moto. Ríos, quebradas, una vegetación abundante y el barro, una trampa difícil de sortear en época lluviosa, son el escollo natural que impide a los habitantes de la zona una comunicación fluida con lo que algunos han llamado “mundo civilizado”, con los lugares en los que proliferan los escaparates, los bares, las discotecas, los hospitales.

Ramón Civila, de 46 años, es uno de los que forman parte hoy del ciempiés humano. Tiene un bigote escueto y un sombrero sucio y descuidado estilo cowboy. En sus terrenos, a más de 40 kilómetros de aquí, cuida vacas y gallinas y cultiva la tierra, como muchos de los otros miembros de la ambulancia improvisada.

Ninguno de ellos es político, artista, estrella de rock o economista. Ninguno tiene un apellido ilustre. Seguramente, ninguno se ha abierto una cuenta en Facebook. Y su hazaña no aparecerá en ningún noticiero. Pero todos, en momentos complicados como éste, se vuelven imprescindibles.

“Éstos son unos machos”, comenta a su paso Nicolás Ruiz, más conocido en el área como Nico, 37 años, pelo corto y negro, chompa sobre los hombros, pantalón remangado hasta la espinilla.

Nico es profesor itinerante del Centro de Educación Técnica, Humanística y Agropecuaria (CETHA) de Emborozú y recorre ahora el mismo trazado que la ambulancia, pero en sentido inverso, rumbo a Pampa Grande, donde transmitirá sus saberes en matemáticas, agronomía y gestión de proyectos. En los arroyuelos, salta de una piedra a otra con el equilibrio de un monje Shaolin, las manos en los bolsillos y la espalda levemente inclinada; y es capaz de atravesar un vado repleto de lodo sin ensuciarse una sola uña.

“Despacito se avanza lejos”, dice con el tono pausado de un maestro zen que alecciona a sus pupilos sobre la serenidad, aparentando calma. Su reloj, sin embargo, le contradice: está 40 minutos adelantado porque no le gusta llegar tarde a ningún sitio.

La anfitriona

AA buen paso, Nico dice que es capaz de completar todo el trayecto en 11 o 12 horas; y cada vez que arriba a Pampa Grande, la primera vivienda que visita es la de Erlinda Mendieta, de 70 años. Hoy es miércoles, ha caído ya la noche y Erlinda prepara café para que Nico se caliente mientras su esposo, Mauro Civila, mira acostado desde su cama una telenovela en un reproductor de devedé portátil con pantalla incorporada que se ilumina gracias a unas placas solares que acumulan energía en los días de cielo raso.
“Antes, nos distraíamos con la vitrola”, cuenta divertida Erlinda, ojos claros, aretes lindos. “La casa de su dueño siempre estaba llena porque era la única que había”.

De vez en cuando, mientras conversa con Nico, Erlinda también echa un vistazo a la telenovela en un ambiente que es a la vez sala de estar y dormitorio y que no está decorado ni con muebles importados ni con cuadros de corte costumbrista, sino con clavos de acero de los que se deslizan chicotes, camisas, poleras, machetes y cuchillos.

Las más de 70 familias de Pampa Grande se dedican fundamentalmente a su ganado y a la siembra de productos como el maíz, el maní y la yuca. Erlinda y Mauro atienden además una tiendita en la que venden refrescos, cervezas, chocolates, gomitas y algunas otras chucherías. Traer la mercadería hasta aquí fue una odisea: supuso un viaje de ida y vuelta con mulas y caballos por el sendero que conecta con Emborozú, que la pareja conoce tan bien como Nico. Según Erlinda, la excursión se repite casi todos los meses.  

“¿Y cómo le has visto a don Donato?”, le pregunta a Nico, pensando quizás en la posibilidad de que algún día le toque a ella ser evacuada en la ambulancia humana.

“Da pena lo que le pasó”, dice acto seguido, antes de que Nico le conteste.

Y poco después, se despide y se acuesta.

“Pampa Grande es lindo”, comenta al día siguiente, a la hora del desayuno. “Pero no hay trabajo y los jóvenes se van para ganar al menos para poder comprar ropita”.

Luego, mientras da unos cuantos granos a sus gallinas y azuza con entusiasmo el fuego para empezar a alistar el almuerzo, Erlinda trata de pegar su oído a una radio que sintoniza más emisoras de Argentina que de Bolivia. La usa normalmente para escuchar las últimas noticias. Y dice no  importarle estar mejor informada del país vecino que del suyo, pues, como muchos acá, también tiene familia más allá de la frontera. Algunos se marchan para ocuparse como jornaleros durante las épocas de siembra; y los hay que emigran y nunca más retornan.

Ninguno de los hijos de doña Erlinda —ocho varones, tres mujeres— radica hoy en la comunidad; y ella, que parió a los 11 sin que le atendiera un médico y los conoce mejor que nadie, considera una quimera que alguno decida volver para quedarse.

“Vivir en Pampa Grande siempre ha sido duro —trata de justificarles—. Sobre todo, porque nunca hemos disfrutado de una carretera. Cocinamos, por ejemplo, a leña. Trasladar una garrafa de gas hasta aquí cuesta 100 pesos (casi cinco veces más de lo que vale en otros puntos de Bolivia). Y eso no se lo puede permitir nadie”.

La enfermera

Pampa Grande es una aldea dispersa, conformada por llanuras con abundante pasto en las que las construcciones se levantan distantes entre sí, como si fueran plantas que buscan dónde echar raíces. Una especie de paraíso bíblico perdido en una esquina del mapa. Pero como todos los edenes terrenales tiene su trampa.

Puertas hacia fuera, se trata ciertamente de un paraje idílico: con ovejas que campean a sus anchas luciendo unos mechones punk de color rosado —que permiten al pastor diferenciarlas de las que no han sido vacunadas—, atardeceres cinematográficos y un molino de piedra con varias décadas encima. Puertas hacia dentro, en cambio, la realidad es otra: cuartos en los que duermen cuatro, cinco, seis personas, rincones invadidos por el polvo, espacios mínimos en los que conviven a menudo niños, gatos, perros, abuelos, niñas y gallinas.

Nadie sabe cuál es la edad exacta de Pampa Grande: se calcula que tiene entre 200 y 300 años. Y son varias las personas que aseguran que esto apenas ha cambiado con el tiempo. Una de ellas es Emelda Mendieta, 46 años, bata blanca, brazos robustos, flequillo a un lado. Cuando ella nació, ya estaban en pie muchas de las casas de adobe y también la iglesia. Ahora hay además un colegio, un internado en el que entre semana se alojan los estudiantes de las poblaciones vecinas, una cancha de fútbol que a primera vista parece más grande que las reglamentarias y una posta de salud con forma de ovni que inauguraron en 2009.

Emelda, que es la enfermera auxiliar del ambulatorio y la empleada más antigua, indica que recientemente ha visto pasar por aquí a muchos compañeros. “Algunos no logran aguantar y piden su traslado al de un año o año y medio”. La razón es simple: no sólo tienen la obligación de velar por el bienestar de los que les rodean, sino también por el del resto de los pobladores de la reserva del Tariquía, que con sus 2.469 kilómetros cuadrados tiene la misma superficie que un país chiquito, del tamaño más o menos de Luxemburgo.

“Somos una especie de consultorio móvil”, dice Mendieta, quien una vez al mes agarra medicamentos contra el resfrío, contra los males digestivos y de vesícula y contra los dolores musculares y la diarrea y se traslada a otras comunidades que necesitan de sus servicios, como Volcán Blanco, San Pedro, Puesto Rueda, Cambarí, Chillahuatas o Acheralitos.

“Y no es nada fácil moverse por el camino. Como a todo el mundo acá, nos perjudica. Cuando hay emergencias, sufrimos mucho. El año pasado tuve que sacar a una embarazada que se puso mal y corría peligro. Pensé que no resistiría”, recuerda.

En casos extremos, como ése, la evacuación es casi la única posibilidad para evitar la muerte. Quizás por eso, la última solicitud de material que se ha tramitado —que incluye cuatro ponchos medianos para la lluvia, cuatro pares de botas número 38 y dos bicicletas de montaña— parece más adecuada para un guía de turismo que para un centro médico.   

La curandera

Cuando a Guadalupe Mamani —profesora del colegio— no le dan buen resultado ni las inyecciones ni los remedios que le recetan en el dispensario, recurre a Sergia Flores, una de las curanderas más veteranas de Pampa Grande. Sergia, de 75 años, luce dos trenzas bien amarradas que resbalan por su espalda, camina como si tuviera un clavo torcido incrustado en la columna —totalmente encorvada— y está a punto de examinar al hijo de Guadalupe, que tiene un año y medio y el estómago suelto desde hace varios días.

“No sé qué le pasa. Las pastillas que me dieron no le hicieron efecto alguno. A mí me parece que se asustó. Cuando los niños se asustan, se enferman y vomitan.

Se sienten incómodos por la noche: saltan y lloran todo el rato. Y para que se recuperen, para que vuelvan en sí, tiene que llamarles alguien que sepa”, comenta Guadalupe.  

Sergia, que apenas ha pronunciado una o dos palabras, le toma luego el pulso al hijo de Guadalupe para descubrir lo que le pasa, como si los latidos en su muñeca diminuta fueran una nítida radiografía o el análisis de sangre más completo. Y después, le soba la cabeza y las articulaciones haciendo fuerza con sus dedos chuecos.

“Ella suele friccionar a los bebés con vinagre o licor de caña”, dirá Guadalupe otro día. Ahora, sin embargo, calla; y quien da las explicaciones es la pareja de Sergia, Delfín Civila, quien a sus 78 años es uno de los más longevos del pueblo.

«A veces, llama al ánima del niño con agua bendita o con crucifijos”, puntualiza Delfín sentado a pocos metros con dos chompas, una camisa y una polera encima.

Delfín, que tiene un bigotito canoso y recto y fuma como un gánster, sin dejar caer la ceniza al suelo, dice estar cansado: “El frío está grave. Yo quisiera morir pronto. Otros, para no seguir aquí se ahorcan, ¿no ve?” (se ríe, arquea las cejas). Según Delfín, esto antes era muy agreste y había muchos tigres y muchos pumas. “Arrasaban con todo: potros, terneros. A un joven de otra comunidad lo devoraron y nos dio miedo. Fue así hasta que algunos abrimos el monte a machete y hasta que otros mataron ocho de esas bestias para que dejaran de atacarnos. Yo no podría enfrentarme con esos animales.  Yo no soy valiente. ¿Qué será bueno para criar valor? ¿Comer un pollo?” (de nuevo, risas).

A Delfín le gustaría conseguir unos lentes para distraerse leyendo un poco. Pero aquí no hay forma de hacerse con un par y él ya no se atreve con el camino. Le han contado que están construyendo una carretera que desembocará dentro de poco en Pampa Grande. Pero es lo que todos llevan escuchando desde hace mucho. Por eso, Delfín, que fue testigo, entre otras cosas, de cómo el correo llegó aquí durante años a lomos de burro, con los últimos rumores y su kepi con papel, no alberga demasiadas esperanzas de verla.

El facilitador

Para Silverio Llanos, 36 años, gorra blanca, tez aceitunada, la nueva carretera será fundamental para que entren los vehículos y la gente pueda vender lo que produce. “Y también, para que todos puedan abastecerse. Ahora, cuando se acaban los víveres, uno tiene que salir a pie para traer arroz o fideo por quintal.

Para los jóvenes, es algo bastante sencillo. Pero a los mayores, como mis papás, los años les pesan. A ellos les cuesta mucho, demasiado”.

Silverio, como Nico, es un nómada circunstancial acostumbrado a recorrer a pie las comunidades intentando implementar mejoras en la calidad de vida de los lugareños. Acaba de terminar sus clases con un grupo de mujeres en el invernadero que el Cetha —la organización de educación alternativa a la que ambos dedican su tiempo— tiene en Pampa Grande y se dirige ahora a los terrenos de otros vecinos, a media hora del centro del pueblo. Avanza a pasos cortos, con una radiecita colgada en el cuello que escupe un canto gregoriano. “Siempre está conmigo —aclara—. Nunca la dejo. Me hace compañía”.

Después comenta que ha perdido la cuenta de los kilómetros que ha caminado  en toda la comarca. Y luego dice que para él eso no es un sacrificio. “Yo, como facilitador (así llaman a los del CETHA), tengo el compromiso de devolver los conocimientos que he aprendido”. Esos conocimientos buscan apuntalar el desarrollo productivo; y han permitido a los pampagrandinos, por ejemplo, poner en marcha un proyecto de apicultura para comercializar miel de abeja nativa en otros lares.

Silverio nació en Motovi, otra población del Tariquía, y hasta los 20 ayudó a su padre con las tareas del campo. “Sembraba, pastoreaba —cuenta—. Él me enseñó a trabajar fuerte. Y para mí fue el mejor aprendizaje posible”. Luego, por intermediación del CETHA, Silverio consiguió sacar el bachillerato. Lo hizo tarde, a la edad en la que uno suele estar casado y con wawas. Y hoy está tan familiarizado con Pampa Grande que hasta es capaz de impartir  lecciones de geografía local mientras conversa.   

“Esa de ahí es pampa La Paja. Esta otra, pampa El Valle. Y aquella, pampa Grande, la que le da nombre al pueblo”, señala con el dedo. Todas parecen iguales: planicies color menta que se pierden en un racimo de arbustos o en el horizonte.

“Y ésta, la pampa de aterrizaje”, ríe.

Aquí, hace varios años, parece ser que descendió con éxito una avioneta.

De retorno a las oficinas del CETHA en Pampa Grande, Silverio menciona otra vez la nueva carretera, pero ahora lo hace con vocación crítica. “Traerá explotación sobre la tierra. Se expandirá la frontera agrícola. Sacarán madera. Erosionarán los suelos, se eliminarán fuentes de agua y muchas parcelas subirán de precio. El impacto será grande. Y quizá, con los años, desaparezcan incluso todas estas pampas”.

Por el momento, los que ya han desaparecido son los peces. “Antes, uno podía encontrar diferentes especies a 10 o 15 minutos de distancia. Pero la pesca con dinamita acabó con todas ellas poco a poco. El pescado es un gran manjar, un alimento sano para los niños, muy bueno. Y ahora uno debe caminar seis o siete horas para hallar un río en el que haya ejemplares”.

Para Jaime Ríos, uno de los 15 guardaparques del Tariquía, el talón de Aquiles de la región es la falta de conciencia ambiental entre los pobladores. “La basura se quema al aire libre. Hay caza indiscriminada: a menudo, me toca incautar cueros de tigre en las mismas comunidades. Y se tala, pero luego no se reforesta. Las condiciones no son las más apropiadas y para nosotros es difícil afrontar las labores de preservación con garantías. Aquí hay riquezas inimaginables: más de 26 variedades de orquídeas, helechos arborescentes de la era de los dinosaurios, hojarasca petrificada de la época de los glaciares. Y a veces pienso que lo mejor es que nadie sepa todavía bien dónde queda todo esto”.

Para él, la ignorancia es el mejor arma para que estos tesoros permanezcan.    

El hombre volador

Hoy es sábado y Pampa Grande está de fiesta. Hay festival y se han reunido en torno al colegio muchos de los vecinos del pueblo. Llevan camisas de domingo, blusas sin arrugas, peinados perfectos. La actuación estelar viene de la mano de Evelio García —51 años, cara redonda como un queso, violinista autodidacta, tío de Silverio—, que acaba de llegar de Volcán Blanco con una mochila al hombro como único equipaje y su peculiar instrumento.

Cuentan que Evelio, hace algunos años, durante otro evento similar —aquella vez, en la comunidad de San Pedro— quiso terminar con broche de oro su interpretación y se subió a lo más alto de uno de los árboles de los alrededores con unas alas de cartón que él mismo había hecho. “Voy a volar”, anunció con solemnidad a la concurrencia. Y se lanzó al vacío como si se tratara de una pluma traviesa. Según él, logró volar. Otros aseguran que acabó con sus huesos en el río, maltrecho. Y Silverio dice ahora que seguramente la anécdota es una leyenda que de tanto que la repitieron unos y otros se volvió cierta. Desde entonces, su tío es conocido como el “hombre volador”. Desde entonces, es famoso en toda la reserva.

Cuando Evelio baja de la tarima, algunos aplauden. Y luego, animado por un vino blanco que se vende con mucho éxito en un práctico envase de cartón, Evelio toca sin parar e improvisa algunas coplas junto a una banca de madera donde se acaba de acomodar parte de su público.

“Tú ya estás viejo, Evelio. Deberías dejar paso a los jovencitos”, le jode un borracho con sombrero chapaco y un enorme bolo verde de coca en uno de sus carrillos.

“Pero si siempre vengo con músicos nuevos para lucirme”, bromea Evelio.

La historia del primer violín de Evelio, como casi todo acá, también está vinculada con el camino. Lo compró en Tarija su hermano mayor, durante una travesía que hicieron juntos. En lugar de hacerse de provisiones para un mes, tal y como les encargaron, la pareja prefirió gastar la plata en el instrumento. “Al menos, volvieron más livianos”, dice Silverio. Y luego, Evelio se convirtió en un músico de primera fila.

El sonido más característico de Pampa Grande, sin embargo, no es del violín —entre otras cosas, porque Evelio no pertenece a la comunidad—, sino el del teléfono.     

El teléfono —el único que funciona acá, ya que no hay señal de celular— queda en casa de Agustina Civila, 45 años, madre de ocho hijos.

Agustina dice que el aparato suena a cualquier hora del día o de la noche, que a veces le despierta, que trae buenas, pero también malas noticias, que ella sólo gana dos pesitos de las llamadas que hacen los vecinos desde Pampa Grande, y que no suelen reconocerle nada de nada por las que recibe de fuera. “Cuando llaman de fuera —explica—, me toca ir a avisar a la persona que buscan, a veces cerca, a veces lejos. Se trata de una carga extra que tengo que compatibilizar con las tareas del hogar, de un servicio que hago a la comunidad”.

­­Cuando hace viento, está nublado, hace frío o llueve, la conexión telefónica con el exterior suele fenecer durante horas. A veces, durante días o semanas enteras. Y el patio de Agustina se ve envuelto en un silencio extraño. Entonces, el único cordón umbilical que queda con las tierras que hay más allá de la reserva es el camino, como hace 100 años.

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El violinista que toca para combatir el ruido

El cronista Álex Ayala retrata la protesta musical de Joseba Olazabal contra el ruido

/ 31 de julio de 2019 / 00:00

Frente al dormitorio de Joseba Olazabal —pelo entrecano, camiseta a rayas, ojos marrones, 55 años— pasan todos los días camiones cisterna, coches de alta gama, camiones frigoríficos, furgonetas, camiones ligeros, semipesados y extrapesados, coches compactos, motos, caravanas. Donde antes había caseríos y animales y huertas ahora hay una autopista que conecta dos grandes ciudades del País Vasco en España: Bilbao y San Sebastián. Joseba dice que el ruido de los vehículos que la atraviesan es insoportable y que viene ligado a una serie de efectos colaterales: insomnio, ansiedad, nervios. Algunas noches, por culpa de las luces de los automóviles, la ventana de su cuarto “parece una discoteca”.

En la revista peruana Etiqueta Verde, el periodista Eliezer Budasoff comentaba que el sonido de un grifo que gotea es capaz de mantener en vela a un insomne, y que un sonido constante mayor de 65 decibelios puede generar hipertensión y elevar el ritmo cardíaco. En la casa de Joseba, una de las cosas que quiso saber su madre tras estrenar el audífono fue de dónde venía el ruido que se colaba por el aparato. Para resolver la incógnita, bastaba con abrir la puerta.

Joseba a veces protesta tocando el violín muy cerca, en la curva de Mendaro, su pueblo, en un camino a la vista de los choferes. Y a veces lo hace desde una plataforma que ha improvisado entre dos árboles, donde se mimetiza ligeramente con el paisaje.

Sus quejas comenzaron en 2015 por los accidentes viales. “En 2016, solo entre enero y marzo, conté 38”, recuerda. La empresa que está a cargo de las infraestructuras locales colocó franjas sonoras en los arcenes para tratar de evitarlos. Al poco tiempo, los choques y las salidas de carretera disminuyeron, pero los ruidos se incrementaron.

Joseba, que por aquel entonces estaba desempleado, se animó a enfrentar los problemas relacionados con la autopista mientras escuchaba el Opus 10 Nº 3 de Chopin, más conocido como Tristeza. Aunque todavía no es muy ducho tocando porque está aprendiendo, ha convertido el instrumento en una manera de hacerse oír, en una especie de Twitter; y está convencido de que la música amansa a las fieras. Algunos camioneros le saludan con bocinazos, y más de una vez le han fusilado a fotografías desde los autobuses turísticos. “Me vienen a ver como si fuera el museo Guggenheim. Deberían declararme Patrimonio Inmaterial de la Humanidad”, bromea y se ríe. La paradoja es que toca para pedir la instalación de unos paneles que se utilizan para absorber los sonidos. O lo que es lo mismo: para reivindicar su derecho al silencio.

Joseba suele levantarse a las 6.30. A las 7.00, dice, ya está cansado del tráfico y pone rumbo a un costado de la autopista. A veces toca de pie y a veces su púlpito es una banqueta de patas largas o una silla de pícnic que coloca al lado de una mesita y una lámpara. Entre las melodías de su repertorio hay folk irlandés y canciones que han sido reproducidas en Youtube miles de veces, como Despacito, que él toca para incitar a los coches y a los camiones a rodar más lento.

Algunos días repite “concierto” al mediodía y a la tarde, y en los ratos libres ayuda a su madre y cultiva tomates, lechugas y puerros.

Una de las señas de identidad del violinista son sus carteles. “Help Trump”, dice en uno de ellos porque el presidente estadounidense es experto en construir muros y eso es justo lo que él necesita. “El ruido no me deja soñar”, “I have a dream”, “Agosto no cerramos”, decían otros que utilizó en el pasado. Entre ellos, había uno que era un reclamo directo a las autoridades: “La vida es bella, a pesar de Bidegi y Diputación”.

Diputación y Bidegi son los organismos que no han resuelto aún las peticiones del violinista y otros vecinos. Según Joseba, le prometieron una medición de los decibelios, pero le han negado una copia de los estudios que supuestamente hicieron en los alrededores. “Además, han retirado varios de mis carteles, me han restringido el acceso a parte de mis terrenos con un enmallado y han amenazado con denunciarme porque dicen que despisto a los conductores”, lamenta mientras un gallo canta a lo lejos.

Como respuesta a lo que considera un amedrentamiento, hay días en que se acerca a la curva y pasea con un paraguas abierto y una cinta aislante en la boca para denunciar que quieren callarle y a veces se protege del sol con un sombrero de paja con el que parece un Quijote de nuestra época.

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Una compradora compulsiva hace limpieza

La vida de las cosas

/ 16 de noviembre de 2015 / 04:00

Daniela O., una psicóloga de 35 años con el cabello siempre bien cuidado (como si acabara de salir de la peluquería) y las uñas relucientes de una manicurista, es seguidora de más de una decena de grupos de Facebook de compra y venta: de “Fashionistas”, de “Guerra de subastas”, de “Subastas express”, de “Shopping online”, del “Club de las divas”. Su favorito es “Compradoras compulsivas”: “lo mejor del universo”, me dice. A menudo, solo husmea.

A veces, hace trueques. En ocasiones, se anima y vende algunas de sus pertenencias a través de estas plataformas virtuales inagotables. Y de vez en cuando se enamora de algún ítem de esa enorme feria que es el ciberespacio. Hace poco se antojó unos zapatos de diseñador, de segunda mano. Pero aún no los ha comprado. 

Cuando el sueldo se lo permite, Daniela O. es capaz de hacer al menos una compra a la semana en alguna de las tiendas de moda de La Paz: compra joyas, compra accesorios, compra calzados. Guarda sus collares y sus manillas más preciadas (las de plata, por ejemplo) en una caja de herramientas. Y últimamente ha tomado conciencia de la importancia de hacer limpieza y se ha dado a la tarea de vaciar armarios.

Cuando intentamos poner algo de orden en nuestros cajones y baldas con aroma a madera prensada nos solemos reencontrar con nuestro pasado. Hace unas semanas Daniela O. halló un contrato de servicios que firmó con una operadora telefónica hace 15 años —y ya lo ha botado—. Hace algunos años tuvo que “exiliar” a un peluche de un exnovio a casa de su empleada doméstica para que otro de sus enamorados no hirviera de celos. Entre las cosas que conserva hay un mono de juguete de cuando era niña que “está igual de blanco” que el día que se lo regalaron; y lo sorprendente es que aún no se ha deshecho de su envoltorio original de fábrica, de color violáceo y letras verdiazuladas.

“Siempre he sido bastante cuidadosa con todo lo que he ido adquiriendo” —asegura mientras me sirve un flan casero—. Mis Barbies están en sus cajitas y parecen nuevas”. Y algunos de sus zapatos se ven como si recién los hubieran desempaquetado. 

El cuarto de la ropa

Daniela O. tiene una habitación de paredes color crema que ha bautizado como “el cuarto de la ropa”, que está repleta de blusas, pantalones y vestidos, que es una continuación del armario de su dormitorio; y además se ha acostumbrado a no tirar las bolsas en las que le entregan cada capricho: una chompa apretada, un anillo que brilla, poleras de marca. “No sé muy bien por qué las guardo —piensa en voz alta—. Luego, esas bolsas casi nunca las uso.

Pero ahí están” (en varios rincones de su departamento, haciendo bulto). A continuación me dice que buena parte de su ajuar no ha salido de su ropero nunca. Y después comenta que, cada vez que considera que es hora de cambiar de rumbo, agarra las prendas que ya no le quedan —de cuando estaba demasiado gorda o demasiado flaca— y les busca un nuevo destino: se las vende a amigas o desconocidas, las dona a una organización benéfica o se las obsequia a algún miembro de su familia. 

Hay momentos en los que es más radical. Jornadas malditas en que prefiere meterlo todo en un tacho de basura para que un camión lo recoja y lo lleve hasta un vertedero. Sobre todo, cuando se trata de algo que perteneció antes a sus exparejas.

Según el protocolo imaginario de Daniela, cuando hay una ruptura, lo mejor es deshacerse de los cepillos de dientes, de los regalos furtivos y de los pijamas.

Un objeto es, a su manera, la fotografía de un instante (o de muchos de ellos). Y para la psicóloga es imprescindible dejar atrás aquellos que duelen y arañan, aquellos que son una mezcla de olores sencillos (de fragancias que se introducen inevitablemente en el pensamiento).

Entre las cosas más raras que ha rescatado durante sus limpiezas a fondo, hay media docena de vasos con forma de candelabro. Entre las más elegantes, relojes con manecillas pequeñas.

Alguna vez se ha vuelto loca buceando entres sus más de 100 pares de zapatos para escoger el más adecuado para salir de casa. Y sus amigas suelen recurrir a ella cuando les falta algo. “Yo soy como un buen supermercado. Tengo todo lo que puedas imaginarte: desde pestañas postizas hasta papel higiénico.

Casi siempre compro por docena”, me dice y sonríe. Y lo que no dice es que acumular es a menudo como recordar: un ejercicio en el que entran en juego la cabeza, el corazón y el cuerpo.

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Cartografías del desastre

Las botellitas de ron Terremoto eran una especie de antídoto con sabor a coco para que no olvidáramos.

/ 7 de diciembre de 2014 / 04:00

Cartografía uno: cuando conocí a Augusto Guzmán en Totora (Cochabamba), le crujían todos los huesos, pero no por culpa del terremoto que destrozó el lugar en 1998, sino a causa de una caída que tuvo lugar tiempo después, cuando intentaba alimentar a su mascota. La noche en la que el piso se movió bajó los pies de los vecinos del pueblo, que fue descrita por algunos como “la más oscura y más larga”, Guzmán perdió una valiosa colección de tragos que había elaborado siguiendo las recetas familiares. Y cuando lo visité en su destilería casera, pensé que ya no hallaría nada, pero había un calendario con fotos subidas de tono en la pared, unas banquetas que parecían haber sido colocadas ahí para los descarriados y unas muestras de su nuevo ron, el ron Terremoto, que nació en homenaje a los litros y litros de los “elixires mágicos” que se derramaron allí mismo a finales del siglo pasado. Como suero fisiológico para que aquel recuerdo temblara de nuevo. Como antídoto con sabor a coco para que no olvidáramos.  

Cartografía dos: para salvar algunas de sus pertenencias tras las lluvias que anegaron Trinidad en 2008, Marta Bejarano, que tenía 37 años, se adentró sin pensarlo mucho por una calle que ya no lo era —que se había transformado en río—, sin intuir siquiera lo que se encontraría en el camino. Se metió en la torrentera sin desvestirse, con una blusa holgada y una falda que le llegaba hasta las rodillas. Y avanzaba muy despacio, como buzo de profundidad, sumergida hasta la altura de los sobacos. De su cuarto, rescató dos catres, un armario, varias sillas, un espejo, una batería de cocina y un cajón con ropa mojada. Algunas casas a su alrededor lucían vacías. Otras estaban cerradas a puro candado. Mientras retornaba, una gran serpiente de cuero grueso pasó al lado de la balsa que le colaboraba (una mordedura suya seguramente la habría matado).

Cartografía tres: en la misma ciudad, en las mismas fechas, pero en un barrio distinto, los miembros de la familia Hurtado García improvisaron un puente con unos tablones para no enfangarse. Por aquel entonces, estaban preocupados por una olla vacía que habían ubicado sobre la mesa: no sabían con qué llenarla para alimentarse. Cerca de allí —a metros nada más, en la misma cuadra—, Ángel Chávez tosía con el torso descubierto, sin polera, recostado sobre una cama que se apoyaba en unos ladrillos para que la inundación no alcanzara a manchar las sábanas.

Tosía mientras miraba fijamente al frente, hacia esa nada con poder hipnótico que es la línea del horizonte. Tosía mientras me contaba que horas atrás había sacado todo lo que pudo al patio de su vivienda (porque el muro de una habitación se había derrumbado). Tosía mientras me mostraba un refrigerador apagado que yacía en el suelo como si se tratara de un féretro.

Cartografía cuatro: un taburete, un colchón, unos cartones, unos papeles de la Iglesia Presbiteriana, dos pares de calzado y una taza de café.

Eso es lo único que pudo recuperar Pedro Huayhua cuando su casa se vino abajo en 2007, tras un deslizamiento de tierra. En aquel momento, sumaba 74 años y se protegía del frío con una chompa vieja. En el campamento que lo acogió tras la desgracia, una lista recogía las normas de convivencia: “no consumir bebidas alcohólicas; no acumular comida; mantener las áreas comunes y los baños en condiciones; y a los animales, lejos de las carpas azules”, decía.

Cartografía cinco: Cuando murió mi madre, yo era todavía un adolescente al que se le trababa la lengua a cada rato —aún se me traba, pero menos—. El cáncer que la invadió (en un pestañeo) fue casi fulminante: le producía un dolor intenso en un costado, le encharcaba los pulmones permanentemente y le dejaba sin aire. La noticia de su deceso me llegó en mitad de clase, durante mi último año de colegio. No hizo falta que me dijeran nada: hay momentos en los que sobran las palabras —en los que están de más las frases hechas—. Días antes de que se marchara, sin que pudiera decirle ni siquiera adiós, me regaló un CD que todavía conservo con una recopilación de los cantautores del momento. En el velorio, preferí no verla muerta, quizás para que la memoria no me traicionara en el futuro como una mala mano de cartas. Cuando falleció mi padre, en el mismo hospital, también de cáncer, fui yo quien le agarró de la muñeca cuando ya no se podía hacer nada. Su cadáver me pareció el de un hombre tranquilo. Y sentí que se cerraba un círculo. A ambos los quemamos en un crematorio último modelo. Las cenizas las botamos en el mar, en un pueblito pesquero del País Vasco con arcos de piedra. Y el cementerio que visito ahora cada vez que puedo es la inmensidad: el océano, cualquier gran masa de agua, cualquier playa apacible en la que pueda esperarlos sin agobiarme, como quien aguarda mensajes perdidos dentro de una botella.

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La caja roja

Iván casi siempre vuelve de Alemania con alfombras que otros botan y que él reutiliza en su casa.

/ 30 de noviembre de 2014 / 04:00

La caja roja de Iván Nogales probablemente todavía existe, pero ha desaparecido. Su primer dueño fue Indalecio Nogales, su padre, uno de los miembros de la guerrilla boliviana de Teoponte —que defendió los ideales del Che Guevara tras su muerte—. Indalecio también se esfumó del mapa, como la caja. Se despidió entre lágrimas dos días después del nacimiento de su segunda hija y no volvieron a verlo. “Suponemos que lo asesinaron           —suspira Iván—. Hasta el momento nadie ha podido encontrar el cuerpo”.

La caja roja era un gran cubículo de madera de casi metro y medio de altura que Indalecio usaba casi a diario. “Era su mesa oficial de trabajo.

Como todo perseguido político, mi padre se vio en la necesidad de hacer un poco de todo para sobrevivir. Y gracias a ella, se convertía en carpintero, mecánico, pintor o plomero”, comenta su hijo.

Iván heredó la caja roja a los seis años —cuando Indalecio decidió unirse a los combatientes guevaristas—. Por aquel entonces, era muy pobre.

Vivía junto a su madre y sus dos hermanas en un cuarto con una única cama que ocupaba la mayor parte del espacio que había. Y agarró la costumbre de revolver en un vertedero para buscar cosas con las que distraerse: piedras llamativas, envases chiquititos para guardar fósforos, pedacitos sueltos de cacharros rotos. El botín recolectado lo metía luego en la famosa caja. Y él también solía introducirse en ella para jugar alumbrado por la luz de una vela.     

Cuando creció, Iván estudió sociología, y cambió los estercoleros por la Feria 16 de Julio, uno de los mercados de pulgas al aire libre más vigorosos de América Latina. “Me convertí en un cachivachero —piensa en voz alta—. Algunos me tomaban por un loco y me llamaban el rey de la basura porque acumulaba lo que me compraba o me regalaban casi a la intemperie, bajo algunas calaminas. Pero en el fondo lo que hacía  y lo que sigo haciendo es recuperar tesoros perdidos en medio de supuestos desperdicios”.

Teatro Trono

Entre los objetos que Iván ha ido acopiando hay gorras, sombreros, monedas antiguas, faroles, muñecos, campanas, dados, obras de arte que a veces cuelga en horizontal en el techo, paraguas. Y también, puertas de autobús, molduras y ventanales.

Esas molduras, esas puertas, fierros, chatarras y otros materiales forman parte ahora de una emblemática construcción de siete pisos de Ciudad Satélite, uno de los barrios más dinámicos de la ciudad de El Alto. Iván se instaló aquí junto a siete chicos de la calle cuando esto era apenas una humilde vivienda, y convivió con ellos alrededor de siete años. “Fue maravilloso, muy duro, complicado, bueno, tragicómico, poético, un poco de todo”, recuerda. Juntos montaron el teatro Trono. A veces, salían a una esquina a actuar sólo para alimentarse. Querían convertirse en reyes de la imaginación y lo consiguieron.

Hoy, el estrambótico edificio, diseñado por el propio Iván, es una fundación —Compa— que da cobijo a artistas populares; que imparte talleres regularmente; que cultiva (junto a un grupo diverso de visionarios) la que ha sido bautizada como cultura viva comunitaria; que recorre pueblos en un camión que se convierte en escenario; que también se mueve a países lejanos; y que acumula alrededor de 300.000 kilómetros en viajes, una distancia equivalente a dar siete vueltas y media a la circunferencia terrestre.    

Cuando les invitan a Alemania, Iván casi siempre regresa con alfombras que otra gente bota. “Las empleo para envolver el resto del equipaje, para armarlo a modo de atado”, explica. “Y después las reutilizo: son las que ahora estamos pisando” (se sonríe).

Su casa, que ocupa todo una planta de la institución, es un garzonier enorme en el que las habitaciones las conforman los propios muebles y los artefactos apilados como si fueran muros. Un decorado imposible en el que hay un retrato de Lenin, una máscara del Circo del Sol, imanes para refrigerador, un viejo brasero que modificó para volverlo velador, máquinas de fotos de la época del daguerrotipo, marcos sin cuadro, marcos sin espejo, cuadros sin marco, un rincón muy cotidiano con los trastos de su hija de seis años, relojes, revistas, sillas, timbres. Y además, una maleta con separaciones para acomodar casetes, portadocumentos, carteras, chuspas, bolsones de tela y de cuero.

Iván me muestra su colección de chucherías con la cara emocionada de un astronauta cuando pasea lejos de nuestro planeta, y se toma unos segundos para extraer de una de sus bolsas un libro que le dio su padre —Mi amigo el Che, seguramente lo único que salvaría en un incendio—.

Después me dice que su hogar es como la caja roja que se le extravió. Y luego asegura que no ha dejado de ser un niño en todo este tiempo.

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Dejar todo y largarse

Wicho es oriundo de Ciudad Juárez, el lugar donde muy probablemente comenzó a joderse México

/ 23 de noviembre de 2014 / 04:00

La luz del semáforo, en verde para los peatones. Los autos, como búfalos antes de una estampida. El asfalto hierve, vibra. Y Wicho, tocado con un gorro enano de mariachi que lo identifica como mexicano y con una nariz chata de payaso que le ilumina la cara, se desespera y hace muecas para que una joven de pelo largo, cuerpo menudo y no más de 20 años le tire bola y acepte su antebrazo para cruzar la calle. La muchacha apura el paso y trata de llegar a la otra acera sin aferrarse a él ni perder el ritmo ni la elegancia, con el cuello estirado hacia delante, como las gallinas cuando caminan, y la mirada perdida de los condenados a muerte. En el siguiente intento, Wicho le pone más empeño, tiene algo más de suerte con una señora que le sonríe, y recibe unas moneditas.

La luz del semáforo, en rojo como un sol naciente. En su mochila de batalla, Wicho, que se ve a sí mismo como un artista nómada, transporta lo mínimo (una vida a cuestas): unos aros de colores para hacer malabares frente a las vagonetas y los minibuses, unos guantes para proteger las manos, su sombrero minúsculo, que compró aquí mismo, en La Paz, en mitad de la avenida Buenos Aires, un traje con tirantes y colores desgastados que le regaló un clown que ya no lo necesitaba, una polera blaugrana con el número 17 que dice “zapatería El Negro”. Antes, Wicho llevaba además pelotas —“porque son pesadas y no vuelan con el viento”, me aclara— y el instrumental necesario para botar fuego: combustible, un encendedor y, a veces, unos trapos viejos. Pero ya no. “La gasolina te enferma, te quema por dentro poco a poco, los pulmones, el organismo”.

La luz del semáforo, nuevamente en verde, pero esta vez para los carros, que hacen sonar sus claxon para abrirse sitio. Wicho pasa aquí unas seis horas al día. En una buena jornada hace entre 200 y 300 bolivianos —entre 30 y 45 dólares al cambio—, lo suficiente para pagarse el alojamiento, que comparte con un colombiano, y la comida. Su fortuna depende de personas a las que seguramente no volverá a ver nunca: de rostros somnolientos, de rostros amargados, de rostros risueños, de rostros agradables, de rostros complicados. “Pero yo no vengo acá por la plata —me explica—, sino para divertirme. Disfruto muchísimo de la sátira: mostrar emoción ante los más callados, imitar a los que siento tristes, jugar con todo el mundo. Y trato de estar en constante movimiento. Mi show es bastante rápido: una peli que dura únicamente unos segundos”. 

Wicho es oriundo de Ciudad Juárez, un lugar en el que la historia se escribe con sangre y a sangre entra, un difícil territorio de frontera en el que muy probablemente comenzó a joderse México. Allí estudiaba Psicología y se ganaba el pan como pinche de cocina y como mesero. Allí fue testigo del surrealismo macabro que hoy invade titulares en los periódicos y en los portales de noticias. Allí, sin salir siquiera de su propio barrio, presenció un sinfín de situaciones violentas —“a veces, dormía con el sonido de fondo de las balaceras”, recuerda—. Allí, a los veintipocos años, decidió dejar todo y largarse.

De costa a costa

Durante una larga temporada (casi un lustro), Wicho recorrió su país de costa a costa. Aprendió malabarismo y mímica gracias a otros colegas que lo colaboraban. Después, tomó un avión que lo dejó en Colombia. Atravesó Ecuador y Perú. Y cuando estaba rumbo al Mundial de fútbol de Brasil, llegó a La Paz y cambió de planes repentinamente. Hoy, en su semáforo de la zona Sur, que se acaba de poner en ámbar y parpadea, es el dueño y señor, el mero mero. “No me gusta compartirlo porque prefiero ser el centro de atención, tener mi propio espacio, robarme el espectáculo”, se confiesa.

En el pequeño universo que suele instalarse en torno a los semáforos hay a menudo una fauna muy dispar en efervescencia: vendedores de periódico, indigentes, mochileros trashumantes, chiquitos que en menos de un minuto son capaces de “lavar” con agua ocre las lunas delanteras de los vehículos. Y mientras serpentea de un lado para otro de la calzada —a veces solo, a veces rodeado de todos ellos—, Wicho ha aprendido a darse mañas incluso para seducir a las chicas tímidas, que bajan la cabeza cuando las observa. “Conocí a muchas en esquinas como ésta —me dice—, metiendo un poquito más de sabrosura a mis movimientos”.  A tantas que ya ha perdido la cuenta.

Según el periodista Ander Izagirre, “el caminante elimina siempre lo superfluo”. Y Wicho, que ha convertido su manera peculiar de andar en parte de su propio oficio, cuenta que cada vez que se mueve a un nuevo destino suele desprenderse mayormente de ropa. Entre lo que no dejaría nunca, hay una foto de su madre. “De la jefa”, bromea, y luego me mira y asegura que ella se preocupa mucho cuando no la llama por teléfono.

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