El cartero no tiene quien le escriba
‘A veces, algo se pone a vibrar o un paquete te habla y deduces que se trata de un juguete’, dice Rubén.
Recorre alrededor de ocho kilómetros al día y no es deportista ni guía de montaña. A menudo, lleva encima varios kilos de papel y de mercadería, pero ni es comerciante ni recicla. Suele sujetar un sacón enorme —sin fondo a la vista— y no es ni un remedo de Papá Noel ni ladrón de bancos. Aunque no es oficinista, su escritorio quizás sea uno de los más ordenados de Bolivia. Lleva siempre un bolígrafo a la mano y circula por la ciudad con los ojos abiertos como dos platos de postre, pero no es ni escritor ni periodista. Y hace años que no recibe ni siquiera una postal, a pesar de ser el encargado de repartirlas.
Rubén Manríquez, de 34 años, baja estatura y lentes fotocromáticos, es cartero y de lunes a viernes manipula correspondencia ajena desde las ocho y media de la mañana hasta las cuatro y media de la tarde, o hasta las seis cuando se amontonan las tareas. Su oficio debe de ser uno de los pocos que existen en los que uno no sabe a cabalidad con qué trabaja realmente: cada jornada, entre sus manos menudas, se deslizan entre 30 y 40 cartas y alrededor de cinco y diez bultos entre grandes y pequeños, y casi siempre es un misterio lo que llevan dentro. “A veces, algo se pone a vibrar o un paquete te habla y deduces que se trata de un juguete —se ríe—. Pero no es lo habitual”. Y lo máximo que uno llega a saber es de dónde proviene el envío: Singapur, Estados Unidos, Dinamarca.
Golpes imprevistos
El punto de partida de cada nueva aventura laboral es un ambiente del tamaño de un departamento lleno de casilleros idénticos con los nombres de las calles y avenidas más importantes de los barrios de La Paz. Algunas de estas divisiones tienen pinta de bodegón: a veces, muestran un pedazo de pan duro encima, un vaso de plástico vacío o una imagen del papa Francisco. Pero la mayoría son exac- tamente iguales: cubículos anodinos en los que se acumulan sobres rectangulares que no pesan mucho más que una pluma de ganso y que Rubén registra en una planilla que usa después para armar su ruta.
Un empleado de correos es el chasqui del siglo XXI: un portador, tanto de buenas como de malas noticias. En sus diez años de servicio, Rubén entregó un vestido de boda con un mes de retraso y tuvo que aguantar los lamentos de la madre de la novia acto seguido; llevó amenazas de muerte a un empresario sin saberlo; se salvó de dejar una bomba en un edificio con nombre de objetivo terrorista —Las Dos Torres— porque se hallaba unas cuadras más allá de su cuadrícula asignada; y le alegra a una señora cada vez que toca su puerta con un giro que ella espera siempre con ansiedad mal disimulada.
Hoy, Rubén sumará ocho horas más a su currículum y lo más interesante que ha acarreado hasta el momento —son las 10.30— han sido tres cajitas para un señor canoso que arregla cámaras fotográficas. “Seguramente, con algún repuesto”, especula.
Por lo general, maneja cantidades ingentes de publicidad, documentación de instituciones y extractos bancarios. Y, a veces, maravillas tecnológicas y revistas de colección que no puede ver, pero que imagina. “Por el peso, uno adivina”, me explica. El e-mail sustituyó al intercambio epistolar, “pero las compras por internet han ido en aumento”, advierte luego. Y lo que no dice, aunque es evidente, es que sin personas como él, el comercio global a escala chica estaría muerto (o cuando menos: moribundo).
En una bolsa negra con el logo de una farmacéutica que Rubén suele ajustarse al cuerpo con una correa, y que usa para meter las cosas más livianas, un mensaje casi subliminal se come buena parte de la tela: “para esos golpes imprevistos”, se lee en ella. El cartero es el punching-ball del transeúnte moderno. Rubén comenta que a menudo le empujan mientras trata de hacerse hueco a lomos de sus zapatillas deportivas en aceras repletas, que algunos no quieren darle paso a pesar de que parece un burro de carga, que otros le insultan. Y asegura que, a veces, vuelve a casa con dolor de hombros y de rodilla.
Rubén conoce de memoria el callejero y, además, es un buen fisonomista, pero no suele relacionar los rostros con un apellido específico, sino con algún destino: el número borroso de una puerta vieja, el hall de un consultorio médico, el mostrador de un hotel concurrido o un lugar con patio en el que hay un perro de malas pulgas. Odia las esperas para tomar el elevador en los complejos de oficinas. Ama la cara de felicidad de las personas cuando él aparece con lo que desean. Asume como cierto el título del libro de James M. Cain que luego se convirtió en película: El cartero siempre llama dos veces. “Incluso cuatro o cinco. Las que haga falta”, aclara. Y recuerda que en una ocasión buscó a un tipo hasta el aburrimiento, hasta que le avisaron de su fallecimiento.