Los exterminadores
Gino Nery, de 37 años, jamás pensó que un ratón momificado se convertiría en su mayor trofeo.
Para aniquilar ratones en una baulera infestada, Gino Nery (37) —cabello negro, gafas de sol, overol de color amarillo patito y pose de cazafantasmas— utiliza un cebo impregnado con una sustancia afrodisíaca que les impulsa a fornicar como conejos. Al aparearse, el ratón que tragó el manjar maldito intoxica a sus pares de encías sangrantes y colas delgadas, y la invasión de roedores suele desaparecer en menos de una jornada. “Lo bueno es que el producto que empleamos no afecta ni a las mascotas ni al hombre —dice Gino mientras observa a sus empleados, que hoy caminan por el jardín de un condominio buscando alimañas—. Es una especie de anticoagulante que actúa en los ratoncillos como si se tratara de una enfermedad venérea, que los deshidrata y los hace ver como si fueran un pedazo seco de corcho”.
El exterminador, que lleva alrededor de cinco años eliminando bichos, jamás pensó que un ratón momificado se convertiría en su mayor trofeo. Antes de dedicarse a este negocio, importaba mercadería de China, Canadá y los Estados Unidos. Sobre todo, celulares y laptops, pero también antiplagas de vez en cuando. Tras poner un anuncio en un periódico para deshacerse de un stock de remedios contra las ratas, las arañas y las cucarachas, comenzaron a llamarle para que él mismo los aplicara. “Aprendí a hacerlo y poco después decidí montar una empresa especializada”, relata.
Entre sus clientes hay supermercados, ministerios, domicilios particulares, clínicas, fábricas y restaurantes. En una ocasión escarbó entre los cimientos de una mansión con un tractor para sacar a un felino muerto que quedó atascado en los conductos de aire, que desprendía un olor nauseabundo que no dejaba dormir a sus habitantes. A menudo tiene que enfrentarse a abejas kamikazes que defienden su colmena como si fueran guerrilleros protegiendo un campamento en la selva. Y una vez tuvo que correr a un hospital para que le pusieran la vacuna antirrábica (después de que decenas de murciélagos escaparan de su reflector planeando sobre su cabeza).
Antes de cada masacre (de cada nuevo insecticidio), Gino y sus operarios se colocan guantes, rociadores que se ajustan a la espalda y también máscaras.
“No te olvides de que los líquidos que usamos acaban con hormigas y moscardones”, me comenta. “Y aunque en cantidades pequeñas no son nocivos para la salud humana, a la larga, si no nos protegiéramos, podrían causarnos problemas respiratorios serios”.
Ají molido
Para Gino, una invasión de sabandijas del tamaño de un grano de arroz o de un sobre de azúcar siempre es sinónimo de buenas noticias: trabajo a la vista. Él sabe mejor que nadie dónde se esconden y cómo hacerles frente si se pasan de la raya, y a la hora de la verdad es un verdugo implacable: el azote de las tijeretas, las avispas, las termitas y los escorpiones. En su casa, sin embargo, es incapaz de aplastar una mosca. “Yo sólo les hago daño a los bichitos cuando me contratan. Entenderás que vivo gracias a ellos”, se ríe. “Y cuando veo uno, hasta me dan ganas de alimentarlo”.
A pesar de que está acostumbrado a combatir ratones, Gino todavía suele acercarse a ellos con una mueca de asco. “Son portadores de más de una treintena de enfermedades. Cuando se sienten amenazados, te atacan. Y cuando son muchos te arriesgas a recibir una dentellada y a que te transmitan cualquier macana”, advierte con voz templada y cara de funerario. Y a continuación me dice que en ocasiones le solicitan la pena capital para animales más grandes, como el perro chinchoso de un vecino que lo deja suelto o un gatito que maúlla sobre un tejado desierto noche tras noche. “Pero siempre me he negado a eso, ni por mil dólares me animaría”. Palomas tampoco mata, pero sí las espanta. Para que abandonen un entretecho, recomienda esparcir ají molido en abundancia: “eso les hace picar las patas y al rato se marchan”.
Lo más terrible que encontró hasta ahora este exterminador de ojos rasgados fue un cadáver rodeado de moscas y desperdicios, pero no de una viuda negra o de un coleóptero pisoteado salvajemente por algún niño travieso, sino de una persona con todos sus huesos. “Ocurrió hace dos años —recuerda—.
Un señor nos llamó muy tarde para que desinfectáramos una habitación sin luz donde no veías absolutamente nada, nos topamos con un borracho muerto mientras alumbrábamos con las linternas y salimos de allí espantados”. Poco después, llegaron los agentes de Homicidios para interrogar al dueño de la vivienda y para el levantamiento oficial del cuerpo. “Y al final dejamos la tarea a medias y nunca nos pagaron por nuestros servicios”, lamenta.