Una compradora compulsiva hace limpieza
La vida de las cosas
Daniela O., una psicóloga de 35 años con el cabello siempre bien cuidado (como si acabara de salir de la peluquería) y las uñas relucientes de una manicurista, es seguidora de más de una decena de grupos de Facebook de compra y venta: de “Fashionistas”, de “Guerra de subastas”, de “Subastas express”, de “Shopping online”, del “Club de las divas”. Su favorito es “Compradoras compulsivas”: “lo mejor del universo”, me dice. A menudo, solo husmea.
A veces, hace trueques. En ocasiones, se anima y vende algunas de sus pertenencias a través de estas plataformas virtuales inagotables. Y de vez en cuando se enamora de algún ítem de esa enorme feria que es el ciberespacio. Hace poco se antojó unos zapatos de diseñador, de segunda mano. Pero aún no los ha comprado.
Cuando el sueldo se lo permite, Daniela O. es capaz de hacer al menos una compra a la semana en alguna de las tiendas de moda de La Paz: compra joyas, compra accesorios, compra calzados. Guarda sus collares y sus manillas más preciadas (las de plata, por ejemplo) en una caja de herramientas. Y últimamente ha tomado conciencia de la importancia de hacer limpieza y se ha dado a la tarea de vaciar armarios.
Cuando intentamos poner algo de orden en nuestros cajones y baldas con aroma a madera prensada nos solemos reencontrar con nuestro pasado. Hace unas semanas Daniela O. halló un contrato de servicios que firmó con una operadora telefónica hace 15 años —y ya lo ha botado—. Hace algunos años tuvo que “exiliar” a un peluche de un exnovio a casa de su empleada doméstica para que otro de sus enamorados no hirviera de celos. Entre las cosas que conserva hay un mono de juguete de cuando era niña que “está igual de blanco” que el día que se lo regalaron; y lo sorprendente es que aún no se ha deshecho de su envoltorio original de fábrica, de color violáceo y letras verdiazuladas.
“Siempre he sido bastante cuidadosa con todo lo que he ido adquiriendo” —asegura mientras me sirve un flan casero—. Mis Barbies están en sus cajitas y parecen nuevas”. Y algunos de sus zapatos se ven como si recién los hubieran desempaquetado.
El cuarto de la ropa
Daniela O. tiene una habitación de paredes color crema que ha bautizado como “el cuarto de la ropa”, que está repleta de blusas, pantalones y vestidos, que es una continuación del armario de su dormitorio; y además se ha acostumbrado a no tirar las bolsas en las que le entregan cada capricho: una chompa apretada, un anillo que brilla, poleras de marca. “No sé muy bien por qué las guardo —piensa en voz alta—. Luego, esas bolsas casi nunca las uso.
Pero ahí están” (en varios rincones de su departamento, haciendo bulto). A continuación me dice que buena parte de su ajuar no ha salido de su ropero nunca. Y después comenta que, cada vez que considera que es hora de cambiar de rumbo, agarra las prendas que ya no le quedan —de cuando estaba demasiado gorda o demasiado flaca— y les busca un nuevo destino: se las vende a amigas o desconocidas, las dona a una organización benéfica o se las obsequia a algún miembro de su familia.
Hay momentos en los que es más radical. Jornadas malditas en que prefiere meterlo todo en un tacho de basura para que un camión lo recoja y lo lleve hasta un vertedero. Sobre todo, cuando se trata de algo que perteneció antes a sus exparejas.
Según el protocolo imaginario de Daniela, cuando hay una ruptura, lo mejor es deshacerse de los cepillos de dientes, de los regalos furtivos y de los pijamas.
Un objeto es, a su manera, la fotografía de un instante (o de muchos de ellos). Y para la psicóloga es imprescindible dejar atrás aquellos que duelen y arañan, aquellos que son una mezcla de olores sencillos (de fragancias que se introducen inevitablemente en el pensamiento).
Entre las cosas más raras que ha rescatado durante sus limpiezas a fondo, hay media docena de vasos con forma de candelabro. Entre las más elegantes, relojes con manecillas pequeñas.
Alguna vez se ha vuelto loca buceando entres sus más de 100 pares de zapatos para escoger el más adecuado para salir de casa. Y sus amigas suelen recurrir a ella cuando les falta algo. “Yo soy como un buen supermercado. Tengo todo lo que puedas imaginarte: desde pestañas postizas hasta papel higiénico.
Casi siempre compro por docena”, me dice y sonríe. Y lo que no dice es que acumular es a menudo como recordar: un ejercicio en el que entran en juego la cabeza, el corazón y el cuerpo.