Indiana Jones y el dial del destino
Imagen: Internet
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Cuando trascendió que 15 años después del paréntesis de la saga puesta a circular por George Lucas y Steven Spielberg en torno al arqueólogo más famoso del cine, pronto subiría a las pantallas el quinto episodio de aquella, los pronósticos cobraron un tono mayormente sombrío. No estaban descaminados. Y no es que esta despedida de Indiana, “Indy” para los amigos, carezca de secuencias (pocas) divertidas o convulsas, es que, al igual como acontece con buena parte de las reincidencias tan en boga por momentos (muchos) uno siente estar apresado a bordo de una calesita que gira, sin parar, sobre sí misma mientras nos va agobiando la pregunta ¿y esto para qué?, o ¿cuál es el sentido de una nueva, forzada, vuelta de tuerca a una historia que ya dio buen tiempo atrás todo lo que podía dar?
Al parecer la idea era ofrecerle a Harrison Ford la oportunidad de despedirse de sus seguidores, escarbando en la nostalgia por sus recordables personificaciones de aquel Indiana Jones siempre afanado en procura de encontrar alguna mítica pieza del pasado. Pero ocurre que la añoranza termina siendo justamente el mayor escollo con el cual tropieza esta caprichosa rehechura de los cuatro anteriores andanzas del protagonista, todas armadas por Spielberg (Indiana Jones y los cazadores del arca perdida/1981; Indiana Jones y el templo de la perdición /1984; Indiana Jones y la última cruzada/1989; Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal /2008) dando cuenta de una inobjetable pericia para refrescar las ya añejas fórmulas del cine de aventuras y acción, si bien el cuarto de los títulos citados ya permitía advertir un marcado desgaste, y en todos ellos quedaba evidenciado que estábamos frente a un hábil fabricante de sucesos fílmicos mas no de un autor en el alcance que, en aquellos años 80, había cobrado el denominativo.
De allí la colacionada desconfianza respecto a lo que podría suceder en otro intento de revivir aquellas correrías, suspicacia inflada por añadidura merced a los dimes y diretes provenientes de los entretelones de la producción, dando cuenta de la supuesta resistencia de Spielberg a permitir que otro realizador tomase entre o manos a un personaje al cual siempre consideró una suerte de hijo pródigo parido por su imaginación con la ayuda en el parto, no más que eso, de Lucas. Aquellas dudas también fueron alimentadas por rumores de supuestos cambios de guion, a consecuencia de los cuales debieron rodarse secuencias adicionales aparte de modificarse varias veces el final.
Tal vez por haber conseguido hacerse de un nombre en tanto correcto hacedor de films de cierta calidad para adultos (ejemplo: Logan/2017) James Mangold pudo convencer a Spielberg de cederle en la oportunidad el timón con la seguridad de que, a lo sumo, no haría otra cosa sino salir ganando en la equiparación entre el quinto bis y sus precedentes, regresándoles así una vigencia que en gran medida han perdido.
Ateniéndose al esquema de su antecesor el director da inicio a la búsqueda por Indy de la lanza que fuera clavada a Cristo durante la crucifixión y, de paso, del Antikythera, un aparato imaginado por el filósofo y físico Arquímedes en el siglo II antes de Cristo, aparejo que vendría a ser el antecedente más lejano del ordenador y que permitiría, una vez acopladas sus dos mitades, manipular a discreción el dial del tiempo de la vida. Tal prólogo se encuentra atestado de efectos generados por CGI, donde Ford, digitalmente rejuvenecido y acompañado de Basil, timorato profesor de Oxford, enfrenta a bordo de un tren que se desplaza a toda velocidad, supuestamente en plena segunda guerra mundial, a sus antagonistas de siempre: los nazis. Es adicionalmente la primera colisión de Indiana con Jürgen Voller, alocado científico al servicio del régimen hitleriano, quien será más tarde reclutado por la NASA en complicidad con la CIA. No es que esa introducción carezca de momentos interesantes, pero sí deja al descubierto el desconocimiento por Mangold del más mínimo sentido del tempo dramático, falencia que irá erosionando al avanzar el relato todo el posible interés del asunto.
Pasaron los años, un flash forward (salto adelante) temporal nos pone en presencia, allá por 1969, de Indy mutado en un viejo alcohólico, solitario —su esposa Marion se mandó a mudar— de muy pocas pulgas que se las pasa gritando a sus vecinos hippies que bajen el volumen del televisor donde se transmite al alunizaje de la Apolo 11. En la heladera ya no queda casi nada para consumir. Por añadidura, ha debido jubilarse de su cargo de profesor universitario en una clase de adiós donde los alumnos prestan escasa atención y ninguna de las alumnas ya le guiña el ojo en señal de sintonía cómplice. Es la decadencia total de alguien que supo disfrutar a pleno cada segundo de una vida llena de momentos escalofriantes y no encuentra modo alguno de sintonizar con aquel contexto donde las Panteras Negras y otros movimientos insurgentes agitaban las aguas de la sociedad norteamericana.
De pronto su ahijada Elena Show, hija de Basil, con la cual había perdido todo contacto, resucita de la nada instándolo a retomar la búsqueda de la segunda mitad del Antikythera —la otra mitad se encuentra en el archivo de la oficina de Indy—. Venciendo su inicial reticencia, este vuelve a calzarse el sombrero de fieltro y desempolvar el látigo que siempre llevaba consigo para acompañar a Elena en esa flamante andanza que, tiene la esperanza, le devolverá algo de sentido a su vida. Da inicio entonces el viaje, que ya acompañamos antes hasta el empacho desde la butaca frente a la tetralogía inicial, de Indiana y compañía por Tánger, Siracusa (Sicilia) y Grecia, seguido de cerca por Voller, quien también delira con recobrar el referido pedazo faltante del aparato, habilitándose para reciclar la historia y así volver a la que, considera, gloriosa era del III Reich. Excusión adicionalmente devenida ya en el cuarto episodio, desde el punto de vista narrativo, en algo así como una deambulación turística sin norte dramático.
La refleja reacción emocional que Mangold manipula, no con poca habilidad más sí con la colacionada inocultable falta de sentido del tempo dramático —falencia que se tornará cada vez más notoria con el transcurrir de los minutos y las horas—, está apuntada a tres tipos de receptores/interlocutores presuntamente entremezclados en la platea. 1) Aquellos que invitados a sufragar lo harían sin dudar a favor de extender la saga por el tiempo que fuese, no obstante la indisimulable falta de cualquier novedad residual exprimible en las reincidencias. 2) Quienes, es dable conjeturar, se sentirán transportados a esos conflictivos, por ello mismo apasionantes y desafiantes años 80 que se perdieron aceleradamente y sin que cayéramos siempre en cuenta, en la noche de los tiempos, llevándose no solo nuestra juventud sino las esperanzas que entonces agitaban nuestras inquietudes. 3) Por, último los adherentes incondicionales del primer Spielberg —no me cuento entre ellos—, resueltos a rever una y otra vez aquellos eslabones iniciales de su filmografía, muy disímiles, en todos los aspectos, de los ulteriores, mucho mejor articulados, trabajos de aquel. Ejemplos: El puente de los espías (2015) o Ready Player One (2018).
Apuntaba antes que Mangold no deja ver ninguna sapiencia de la importancia de los secretos del ritmo narrativo. Endeble, insípido, el guion no ofrecía tampoco ninguna base consistente para una puesta en imagen, ayuna asimismo de vuelo creativo, según es constatable en el modo utilizado para el tratamiento de las situaciones de acción, encajonadas en un esquema que las torna adivinables: algún peligro aparece en el camino de los protagonistas, estos lo sortean con mayor o menor esfuerzo, pero al final siempre zafan. La repetición mecánica, rutinaria, de tal fórmula las vacía de cualquier suspenso. Muy distinto era el tratamiento dispensado a la acción en las idas y venidas de Indiana cuando detrás de la cámara operaba Spielberg, encontrando siempre la manera de esquivar lo predecible, así fuese apelando a giros narrativos jalados de los pelos, pero en cualquier caso útiles para mantener focalizada la atención de los espectadores retados a preguntarse dónde desembocaría cada evento.
Por el contrario, dado que Mangold, quien no ha sabido esquivar tampoco el contagio del virus del alargamiento injustificado del metraje, hasta sobrepasar los 150 minutos de duración del film, en la oportunidad para el espectador mantener la atención pasa a doblar en dificultad con las que Indy va topando. Si a lo dicho sumamos la abundancia de diálogos inconsistentes, con los personajes sentados parloteando a propósito de cómo salir del atolladero de incidencias que debían haber sido parte de la acción o de otros tópicos que no vienen al caso, vamos entendiendo las causas por qué Indiana Jones y el dial del destino fue duramente zarandeada en ocasión de su estreno en la edición 2023 del Festival de Cannes.
Harrison Ford hace lo suyo con aplicada corrección más sin conseguir en su interpretación la emoción que el libreto tampoco propone, limitado, quedó puntualizado, a sumar repetitivos momentos de movimiento, desperdiciando de paso la presencia en el elenco de Antonio Banderas, incluido no se entiende con qué fin, salvo el de agregar su nombre como gancho para los potenciales espectadores. Tampoco Voller, el malo de turno, aporta nada al voltaje del relato, componiendo el villano más estereotipado de la franquicia. Sí destaca en cambio Phobe Waller-Bridge en el rol de la ahijada Helena, una compañera de aventuras, que a diferencia del tratamiento conferido por Spielberg a sus personajes femeninos, invariablemente reducidos a un rol secundario, es atractiva por su desenfado y sostenido desacato a las reglas sociales, y cuyas apariciones consiguen imprimir un tanto de ritmo a un relato ayuno de ese ingrediente esencial para sostener el interés de cualquier trama de acción.
Y el déficit mayor de todo el asunto está, ya se anotó también, en el innecesario alargamiento de la historia, al igual que en la sobredosis de efectos computarizados. Ambos yerros son perceptibles en el prólogo mismo, estirado al doble de lo necesario y donde en la escena en la que Indy camina sobre el techo de los vagones del tren en marcha la verosimilitud del rejuvenecimiento, CGI mediante, del protagonista se va por el caño, transformándolo en una caricaturesca figura de animación. Igual de sobrante resulta el flashback abocado a la infancia de Helena, incluido un encontronazo del protagonista con el padre de esta, que ya fue contado antes en un diálogo entre ella e Indiana. Ni se diga la secuencia focalizada en Teddy, el niño cuya relación con Indy no se entiende y cuya presencia pareciera responder tan solo a la urgencia de encajar en algún lado del relato a un personaje que permita subrayar la crueldad de los villanos mediante un rapto. No son esas las únicas fisuras narrativas, apenas un par de ejemplos de la absoluta sinrazón dramática de este postizo adiós a la criatura que Spielberg aposentó en el imaginario colectivo y Mangold no alcanzó a revivir de manera convincente, pese a su pretenciosa declarada intención, de que “Este Indiana Jones es la exploración poética de la huella del tiempo en la vida”. En buenas cuentas, un resbalón de este realizador cuyas faenas precedentes fueron acogidas, no con gran delirio, pero con respetuosas ponderaciones a su profesionalismo.
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Texto: Pedro Susz K.
Fotos: Internet