Blue Beetle
Imagen: Internet
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El superhéroe latino de DC aterrizó en las salas de cine bajo la dirección de Angel Manuel Soto.
A estas alturas, la indigerible trifulca —que se remonta al desembarco en las pantallas de X-Men y El Hombre Araña (Sam Raimi/2002)—, por la taquilla entre DC Studios (Warner) y Marvel (Disney), cuya principal víctima es el espectador bombardeado por la de nunca acabar sucesión de precuelas y secuelas dedicadas a exprimir a los superhéroes de sus respectivas franquicias, últimamente no le fue nada bien a la primera de las citadas. Fácticamente, Black Adam (Jaume Collet-Serra/2022), The Flash (Andrés Muschietti/2023) y Shazam!: La Furia de los Dioses (David F. Sandberg/2023) devinieron rotundos traspiés creativos y financieros. Esto último fue interpretado por algún sector de la crítica como el bienvenido anuncio del hartazgo de los fans de cara a hechuras cada vez más repetitivas y enredadas en el afán de conectar a los espectadores con los precedentes de cada nueva acometida dedicada a los mismos personajes, en ocasiones protagonistas y en otras secundarios, de historias armadas con idéntico patrón dramático y narrativo. Pero es probable que, por ahora, esa sea apenas una ilusión acicateada por el empacho de los propios recensionistas.
Sea como fuera a la vista de los balances de los tres títulos mencionados, DC Studios resolvió dar de baja a su anterior jefe creativo, reclutando en su lugar a James Gunn, proveniente de la productora marginal Troma, donde aquel había alentado la producción de títulos tan bizarros como Tromeo y Julieta (1996) y que no bien desembarcar en su nueva empresa anunció el inminente lanzamiento del DCEU (universo extendido de DC). Probablemente haya sido entonces Gunn a quien se le ocurrió focalizar el inicial experimento de la flamante etapa sobre la platea latina, llevando a primer plano a cierto personaje que ya figuraba desde 1939 en las viñetas, pero siempre en un plano secundario y de relleno, sujeto que además fue cambiando de nombre hasta ser bautizado como Jaime Reyes, quien vendría, en resumen, a ser el primer superhéroe hispanoamericano de la historia del cine.
A la referida estrategia marketinera respondió de igual manera la elección del realizador puertorriqueño Ángel Manuel Soto (San Juan/1983) para hacerse cargo de la dirección, así como la prevalencia de nombres, igualmente latinos, en el elenco. Opciones, todas ellas, que invitaban a desconfiar de entrada de lo que pudiera resultar del experimento, conociendo los mamarrachos en que suele incurrir el cine made en donde sabemos cuando mira hacia el “patio trasero” de los Estados Unidos, basculando entre la caricatura y la condescendencia con fórceps.
Detalle no menor: de arranque este emprendimiento estaba destinado a la pequeña pantalla en HBO Max, pero alguien, Gunn probablemente, entendió que el resultado ameritaba llegar a los cines. Contó al efecto con el respaldo de los seguidores de DC que llenaron las redes sociales de propaganda sobre la película, machacando sobre la pertinencia, la urgencia, de mostrarla en pantalla grande, opinión ciertamente discutible por los motivos que se expondrán más adelante.
Jaime Reyes acaba de completar su carrera universitaria. Entonces resuelve regresar a casa a reencontrarse con su familia de indocumentados inmigrantes mexicanos. Embebido de ilusiones, pronto hechas flecos por la ríspida realidad que confrontan aquellos en la ficticia ciudad de Palmera City, Texas, donde al igual como acontece en las metrópolis reales, impera la así denominada gentrificación, proceso que comporta la expulsión de los sectores menos favorecidos de la sociedad de las zonas urbanísticas en las que habitaban y sobre las cuales avanzan los grupos pudientes y la especulación inmobiliaria. De hecho, el forzado traslado de los Reyes provocó que Alberto, padre de Jaime, debiera cerrar el taller mecánico donde desde incontables años atrás se procuraba los garbanzos.
A la cabeza de quienes avanzan a la mala sobre los terrenos donde los grupos acomodados planifican levantar “modernos” edificios, opera Victoria Kord, personificada por Susan Sarandon, actriz de larga y exitosa carrera marcada por su cuidado en la elección de las ofertas que le llovían, lo que conduce inexorablemente a preguntarse en la oportunidad ¿qué diablos hace aquí?, cada una de las veces que asoma en pantalla. Sarandon/Kord es directora ejecutiva de Kord Industries, obsesionada ella desde muchos años atrás en dar con un bioartefacto alienígena de color azul resplandeciente del cual, no bien finalmente encontrado, piensa valerse a fin de potenciar al infinito la capacidad destructiva de las tropas de robots fabricadas por la industria bajo su administración hasta conseguir el dominio total sobre el planeta.
Así, de arranque, la historia parece prometedora al provocar la sensación, pronto diluida, de estarse encaminando hacia la puesta en cuestión del poder de las grandes tecnológicas. Claro que el punto de partida, con su esquemática división entre buenos y malos, también deja asomar el sesgo hacia la utilización indiscriminada de estereotipos, que finalmente prevalecerá, en el desarrollo de la trama.
Volviendo a la trama. Los planes de la perversa Victoria pudieran quedar en el basurero cuando Jenny, su sobrina pacifista, lanzada a ponerles atajo, encierra el temible adminículo, suerte de Inteligencia Artificial cuyo funcionamiento queda en el misterio al igual como otros múltiples aspectos de la historia, en la caja de comida destinada a Jaime, ahora encargado de lavar los servicios higiénicos en Kord Industries. Jenny le advierte dejar de lado toda tentación de mirar dentro del paquete, recomendación previsiblemente desoída por el muchacho precipitando el adosado del enigmático artilugio a la espalda y sistema nervioso de su involuntario anfitrión, obligándo así a mutar en un reticente superhéroe. Entretanto la villana amasa los planes para recuperar su tesoro, encomendando a Carapax, antiguo mercenario de las tropas desplegadas en la frontera sur con la misión de evitar su traspaso por los inmigrantes y en el presente sicario remunerado con algunos centavos, traerla de vuelta a cualquier precio.
El deslavado guion del mexicano Gareth Dunne Alcocer, atiborrado, reitero, de lugares comunes, en último análisis, un licuado, o si gusta un copy paste, sin sonrojos entre los ingredientes de los diversos capítulos de Iron Man y El Hombre Araña constituye un endeble soporte para esta deslavada y predecible historia cuya puesta en imagen, no obstante algunas pocas propuestas figurativas dignas de mención, bordea el desgano.
Esto último se pone de manifiesto en la torpeza con la cual, a medida que pasan los minutos y se suceden las acciones típicas del género, se va contradiciendo la supuesta insinuada intención de hincarle el diente al destino de los inmigrantes mexicanos fascinados por las primicias de la tierra de promisión, con el modo de acercamiento a la intimidad de ese grupo familiar aparentemente blindado al dolor o la preocupación, es más, invariablemente alegre, risueño, ruidoso y proclive a festejar en vez de esforzarse por mejorar su vida. Es la reproducción en vivo de la añeja parodia animada de Disney con los ratones bautizados como Speedy González y Lento Rodríguez.
El resultado: los Reyes son indigentes porque se lo merecen. Para colmo, tal caricaturesco retrato se ve acentuado con el innecesario spanglish prevaleciente en las conversaciones entre Alberto, el padre desocupado y maltrecho a consecuencia de un infarto pero siempre afable; Rocío, la cariñosa pero apocada madre; la insoportable hermana menor Milagro; Rudy, el tío Rudy enfrascado en convencer al resto de la parentela de la validez de sus disparatadas elucubraciones conspirativas, y por último Nana, la risueña abuela a la que no se le borra la sonrisa ni segundos después del trágico óbito de uno de los personajes, acicateada por las “bromas” del resto del grupo.
Nos les cabe responsabilidad alguna en el desbarre a los intérpretes, cuyo notorio esfuerzo en el intento de darles credibilidad y espesor a sus personajes no basta para sobreponerse a las falencias del libreto y de la realización.El déficit es notorio, sobre todo en el infructuoso empeño de Xolo Maridueña en Jaime —a despecho de la cantidad de secuencias en las cuales se ve obligado a gritar por razones que permanecen en la penumbra, a imitar a Peter Parker, y a proferir sesudas sentencias del calibre de «todo el mundo tiene un propósito» o «mi familia es lo que me hace feliz»—. La insipidez del producto tampoco puede endilgarse a las faenas técnicas, pues si bien la fotografía de Pawel Pogorzelski y el montaje de Craig Albert no pasarán a la historia, se mantienen en un margen de corrección, pese a la sobredosis de secuencias en cámara lenta. No es posible decir lo mismo de la banda sonora que acumula a discreción fragmentos de populares canciones pop en español, en otro desorejado intento de acentuar la “latinidad” del emprendimiento.
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A lo largo de la primera mitad Blue Bettle coquetea, a despecho de sus errores de continuidad y emotividad, con un tono ligero que no le viene nada mal pese a las humoradas muy poco graciosas —con guiños hacia El Chapulín Colorado y la telenovela María Mercedes— encajadas, es otro de los tics del género, con la fallida idea de aligerar la solemnidad de emprendimientos condenados de antemano a la falta de sentido y originalidad. El resto picotea de todo un poco, deambulando con destino impredecible, abusando de las manipulaciones digitales lo mismo en el tratamiento de la imagen como del sonido. De tal suerte, a diferencia del grueso de los engendros superheroícos, a la hechura de Soto no es necesario augurarle un pronto envejecimiento, pues ya nació senil en un parto que demandó 120 millones de dólares, aspecto blandido asimismo en el modo de promoción del producto, insistiendo en que dicho monto viene a ser una bicoca para los estándares vigentes en Hollywood y alrededores.
Tal vez Soto abrigaba en el precalentamiento la ilusión de conseguir un golazo haciendo una película acerca de los orígenes y la identidad —démosle el beneficio de la duda—, pero al no atreverse, por temor o pereza, a romper a la hora de la verdad con los moldes, nada de eso resulta perceptible en el producto final donde acaba perdiendo por goleada frente a las imposiciones de quienes financiaron el emprendimiento.
El acomodo de Soto a los tropos del mainstream queda, entre otras señales, evidenciado con el caprichoso estiramiento del metraje hasta alcanzar las 2 horas 20 minutos, de los cuales al menos una media hora podía habérsele dispensado al público.
Por último me aventuro a pensar que si al haberse mantenido el título original en inglés no se apostó a confundir a quienes podrían suponer, como me pasó incluso a mí, que el asunto tiene alguna relación con los Beatles, cuando Bettle viene a ser escarabajo, o sea era sencillo traducir la película de Soto a Escarabajo azul ¿verdad? Conociendo la creciente inescrupulosidad de los procedimientos activados por la industria del entretenimiento para engrosar sus ingresos, la duda quizás no parezca tan jalada de los pelos.
Texto: Pedro Susz K.
Fotos: Internet