Juan Alvarez-Durán, aprender a mirar
Imagen: Ricardo Bajo y Juan Álvarez-Durán
Imagen: Ricardo Bajo y Juan Álvarez-Durán
Hablamos de cine, de imágenes, de racismo, de la Cinemateca, de La Paz y Santa Cruz con el cineasta a propósito del estreno de su última obra, ‘Maisman’
El cineasta, videasta y productor Juan Álvarez-Durán ha estrenado esta semana su última obra, Maisman. La última frase del cortometraje es: “¿por qué te has cambiado de apellido, papá?”. La pregunta es un disparo a quemarropa, como las oraciones de Lucho Espinal. El padre (interpretado por Freddy Chipana) no se apellida Blanco, es Mamani. La hija (una solvente Sasha Salaverry), que pregunta tras descubrirlo recién, dice llamarse ahora Mayra Mamani.
Juan Álvarez-Durán (junto al guionista Gabriel Mamani Magne) no aporta ninguna respuesta. La respuesta es un fundido en negro y silencio. Ya lo dijo Jesús Urzagasti, somos el país del silencio. Y el país de los Mamanis (el 10% del pueblo boliviano se apellida así). La obra artística (comenzó haciendo videoarte) y cinematográfica de Álvarez-Durán no ha dejado de girar sobre la identidad, el racismo, el cine indigenista de los años 20 del siglo pasado, la memoria. Su otro “leit motiv” son el registro directo y los archivos, el apropio de las imágenes de ayer para contar cosas sobre el mañana. Esta charla con este autodidacta en cine tuvo lugar mirando la ciudad, de norte a sur, desde este a oeste, desde Killi Killi.
— Comenzaste haciendo un trabajo audiovisual para la universidad que luego fue usado también para una videoinstalación sobre los miradores de La Paz. ¿Qué son estos espacios?
— La Paz es un lugar para mirar, cualquier recodo es una posibilidad para mirar, pero en la paradoja es también una ciudad en la que no queremos mirar. Grabar los miradores fue un descubrimiento, en Jacha Apacheta (Alto Munaypata) había una representación en tamaño natural de lo que es el Dios indio, hay una descripción en la Máscara de Piedra de Fernando Montes. Hoy es un fofo mirador con una imponente cruz cristiana. Hemos perdido los lugares para mirarnos adentro.

— Toda tu obra tiene como principal anclaje el trabajo y el pensamiento crítico sobre la imagen en un mundo saturado por ella.
— Es un posicionamiento político, las imágenes se toman mucho como la realidad, y somos poco predispuestos a dudar de lo que vemos. Me interesa trabajar esa posibilidad, hacerla evidente; la manipulación, el sesgo, el recorte. Entiendo el cine político como un reto para crear formas diferentes, y eso necesita partir desde una reflexión sobre la imagen, en un mundo que está plagado por la monoforma, como dice Watkins. Necesitamos aprender a mirar.
— Tus obras reflexionan sobre la identidad boliviana (irresuelta) y el racismo (tu último corto Maisman), sobre las escrituras indígenas aymaras/andinas (Nosotros los bárbaros). ¿Nos podemos mirar de nuevo viajando al fondo de nuestras culturas ancestrales? ¿Por qué necesitamos mirarnos por primera vez?
— Porque es una manera de reconocernos. Todos tenemos algo de indio, todos tenemos que aprender a equilibrar nuestro ser indio con la otra tradición que nos forma. Hace poco leí El Legado Indígena: de cómo los indios americanos transformaron el mundo, del antropólogo norteamericano Jack Waetherford. Y ves que nuestro presente es —en buena parte— gracias a los logros indígenas.
En el cine necesitamos dialogar y reflexionar con sus manifestaciones tomando en cuenta que son instrumentos, herramientas que no hemos subordinado a su forma de entender el mundo. Si al igual que el tejido o la cerámica, dejando de lado el fetiche europeo por la escritura, haríamos video o cine, otra sería la manifestación, pero vamos décadas queriendo que nos cuenten sus penas. O para ganar reconocimiento, contar sus penas y avatares.

— Hablando de combatir el cine boliviano miserabilista, paternalista, ¿qué te enseñó el rodaje de tu tercer largometraje Nosotros los bárbaros (2020) y esas comunidades aymaras que te miraban como “extraterrestre”? Decía Luis Brun en una crítica a esta tu penúltima película que “intentamos purgar la culpa de nuestros hipotéticos ancestros colonizadores, idealizando, reivindicando y rescatando una cultura que no terminamos de entender”. Y con una herramienta, el cine, en manos de una clase media-alta (Lucrecia Martel dixit).
— Aprendí mucho de todo el proceso. Escribí la crónica de todo lo que paso desde mi paso por Colquiri hasta poder poner en una película todo lo que había sentido y pensado en un principio sobre la búsqueda en el altiplano boliviano y chileno de un tipo de escritura desaparecido que se había investigado en los años 40 del siglo pasado. Un viaje para no encontrar nada. Tengo un texto que se llama Nosotros, los bárbaros: reverso de una película con aymaras, publicado en la Revista de Historia de la Universidad de los Andes, Mérida (Venezuela). Ahí digo: “El asumir que uno puede tomar una imagen que dé cuenta de la complejidad y diferencia, no perteneciendo a ese grupo social y con una interpretación y medios diferentes, presentarla como verdad me parece desleal, sentía que esa fascinación había creado toda una tradición engañosa y bastante rentable. Sanjinés está sobrevalorado”.
— Hay ciertos sectores de la sociedad que ven peligrar sus privilegios, que hablan con altavoces poderosos de “racismo a la inversa”. ¿Es una perversidad?
— El racismo a la inversa no existe. Los cambios sociales, el que las mayorías asuman un rol protagónico, son ley de vida. El racismo siempre ha sido un argumento de posicionamiento y diferenciación (Deborah Poole dixit). Lo perverso es que con un Estado que se autodenomina plurinacional no hayamos trabajado para crear condiciones sociales para valorar lo indígena. Que el idioma esté en la escuela pero no esté en tu cocina su conocimiento es perverso y dañino.
— Tu primer trabajo de videoarte fue Cosas que repito (2007) donde el sonido (una respiración en “primer plano”) juega un rol esencial. ¿Hacer cine/arte es como respirar para ti?
— Hacer cine, video, arte es mi vida. Cosas que repito fue mi respuesta a un momento álgido para saber si funcionaba. La respuesta —más bien— fue una beca al Talent Campus en Buenos Aires. Ahí pude encontrar un lugar de pares, un mundo del cual sigo aprendiendo y disfrutando, no sin penurias.

— El documental está viviendo desde hace años un momento intenso/clandestino dentro del cine boliviano, ajeno a las pantallas comerciales pero con mucha fuerza, con muchas ganas de decir/mostrar cosas. ¿Hacia dónde camina?
— Como todo país en conflicto siempre habrá documental de tipo cine directo, con nuestros pocos medios disponibles para proponer otras cosas. El formato periodístico es una vía posible. Creo que el documental boliviano va dando tumbos. Estamos muchos cineastas haciendo, pero el Estado no nos acompaña. La última propuesta que puse llegó a estar preseleccionada en el programa Ibermedia pero fue desechada acá por el Adecine, que solo apoya ficciones. Eso molesta y decepciona. Nos falta agremiarnos. Nos falta exigir que tengamos presencia en los cines, que tengamos mejor formación, que tengamos mejores propuestas, que tengamos la misma oportunidad de encontrarnos con el público.
— Eres un crítico del papel que juega la Cinemateca Boliviana como impulsora del cine nacional y repositorio del archivo nacional cinematográfico. Dime tres cosas que harías/cambiarías si estuviera en tu mano.
— Cambiaría la gestión del archivo: necesitamos que el Estado se haga cargo de su rol de cuidado y preservación del material fílmico y electromagnético. Dejemos de asignarle un rol protagónico a la mediocridad privada. Necesitamos ser activos en el cuidado y recuperación del material que se ha producido en el país, pero con un control social inteligente.
Necesitamos cambiar la manera en que entendemos el archivo. Seguimos en la lógica del museo. Hoy la Cinemateca es un galpón de latas, no tenemos un catálogo actualizado, un plan de restauración de corto, mediano y largo plazo. Tenemos instalaciones que se están cayendo a pedazos, una administración ignorante de temas específicos; si le preguntan la diferencia entre nitrato y acetato al responsable (si es que tienen uno), no sabrá responder. Así de mal estamos.
Creo que la Cinemateca cumplió un rol importante —en sus inicios— de difusión de cine de calidad. Hoy ese rol está casi perdido. Reorientaría la función de exhibidor y difusor de cine alternativo; crearía una política de formación de públicos. Hoy, dadas sus limitaciones, la Cinemateca tiene que competir. Ahí hemos perdido todos.

— Hablas del cine como un arte total, como un arte que lo puede abarcar todo. Martín Boulocq también reivindica esa capacidad de confluencia entre pintura y cine o Kiro Russo con el sonido y la fotografía. ¿Qué te gusta más de esa totalidad del cine?
— Para mí, el cine tiene que ver más con la escultura que con otros artes, porque es la que hace posible crear otros lugares. Los espacios son algo que me interesa mucho. Habitar es una posibilidad que no solo permite la narración sino el color y el encuadre; el montaje y la rearticulación del espacio, eso me fascina. Sigo explorando esa relación.
— Estudiaste Comunicación Social en la Universidad Mayor de San Andrés y has ejercido la crítica de cine. En un mundo dominado por las redes sociales y los “haters”, ¿qué papel deben jugar los medios y la crítica en el cine? ¿Está condenada a su desaparición como los dinosaurios? ¿Los críticos escribimos para nosotros mismos?
— La crítica es muy importante cuando es sincera, cuando es leal al cine. Lamentablemente en una sociedad poco dada a mirarse, criticar se toma como felonía. Entonces los críticos bajan su amor y optan por sobrevivir. Por eso tenemos muchos críticos que aman el poder y no el cine. Eso nos ha cobrado factura y por eso no hemos tenido un pensamiento propio sobre Jorge Sanjinés o sobre Jorge Ruiz. A ambos los hemos mitificado. Nuestras películas siguen siendo la veleidad de sus realizadores y después nos quejamos de la falta de público.
— Trabajas últimamente con imágenes de archivo (fuiste también el productor y asesor de montaje de Algo quema de Mauricio Ovando), ¿qué te aportan esas imágenes de antaño incluidas en otros contextos?
— El archivo es fascinante porque nos hace tener claro que hubo tiempo, las marcas del tiempo. Las formas de un pasado son interesantes para reflexionar sobre nuestra relación con el mundo, para tener profundidad en nuestra existencia. Cuidarlas y trabajar sobre ellas es algo que me parece importante. En consecuencia, me he formado; tengo un diplomado en Preservación y Restauración Fílmica.
— La producción es un gran problema, pero la exhibición no es menor. ¿Dónde muestras a los demás tus trabajos, más allá de festivales y en los resucitados cineclubes que nacen y mueren sin que nadie se entere? ¿Estamos condenados a ver todo en nuestras pequeñas pantallitas o en el Instagram de la soledad de nuestras burbujas?

— Tal vez estamos en un momento en que por lo menos tener presencia en las burbujas es importante, pero debemos tener claro que luchar por pantallas es algo que nos toca como realizadores, pero también el Estado debe regular. Es una lucha constante.
— En 2016 trabajaste un largometraje (Saldos) con Jorge Sierra sobre la imagen de Bolivia desde la identidad de Santa Cruz. ¿Qué aporta este diálogo de dos directores, uno paceño y el otro cruceño? ¿El cine puede ayudar a poner frente a frente a esas dos visiones de país que a menudo viven de espaldas?
— El cine es una herramienta potente para evidenciar que no somos tan diferentes. Santa Cruz está en un proceso de transformación. Tiene que entender que mucho de su crecimiento actual es gracias a la migración, que los discursos de Camacho son viejos y desechables, que los diálogos de mutuo conocimiento son importantes, que el respeto es fundamental para entender la diversidad, que podemos hacer muchas cosas conjuntamente.
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— Maisman, tu última película presentada hace una semana en el Cine Club Jorge Ruiz en el Hotel Torino, nos habla sobre el abandono de los apellidos propios por otros ajenos, sobre las raíces. Tu “corto” termina con una pregunta frontal: ¿Por qué te has cambiado el apellido, papá? Y tu respuesta es el silencio. ¿Por qué?
— En un Estado que no trabaja profundamente sobre sus problemas, seguirá así por mucho tiempo. Quisiera que fuera una respuesta rabiosa de afirmación, pero hoy no hay nada más rabioso que el silencio.
— Un rasgo de tu cine (al margen de tus trabajos más experimentales) —junto a la teatralización buscada y las formas ensayísticas— es el juego de espejos, de dualidades de espacios, de falsos documentales, de alusiones/ilusiones citando uno de tus videoartes. ¿Qué te da ese juego, esas costuras visibles, esa simulación?
— Parafraseando a Deleuze en Potencia de lo falso, creo que desde que era muy niño me di cuenta de que todo era muy falso, por mi padre, por la religión, por la familia. Si bien estamos a merced de la posibilidad de la máquina para crear imágenes, más aún hoy con la inteligencia artificial, todo el tiempo estamos creando imágenes para nuestro entorno, exacerbado por las redes sociales. La pregunta es de todo lo que vemos, ¿qué es verdadero? Creo necesario, entonces, incidir en lo falso, quebrarlo por su misma naturaleza, explotarlo por su mismo mecanismo.
Texto: Ricardo Bajo H.
Fotos: Ricardo Bajo y Juan Álvarez-Durán