Thursday 2 May 2024 | Actualizado a 18:39 PM

Cuánto te quieren tus amigos, Ramón

/ 24 de diciembre de 2023 / 05:58

El Palacio Portales de Cochabamba sirvió como escenario el viernes 15 de un lindo homenaje al escritor Ramón Rocha Monroy

Ramón Rocha Monroy ha aprendido a estar en silencio. Sin dar sermones, ni respuestas. Como Hemingway, tiene el rostro de un viejo lobo de mar. También podría pasar por un actor consagrado a los pies del Partenón. Se sienta en la primera fila en la noche de su homenaje —parsimonioso, enorme, como una montaña—para que esta noche todos lo veamos. Ramón, padre de piedra.

Rocha Monroy aplaude despacio —sin hacer ruido— las canciones que le dedican con tremendo amor. No quiere salir a bailar cuando “Chelita” lo invita al centro del salón de honor del Palacio Portales de Cochabamba. Esta noche hemos venido de lejos para cantar y celebrar. Y si cantamos y celebramos es porque Ramón se ha perdonado a sí mismo.

Decía Gabriel García Márquez que escribía para que lo quieran más sus amigos. A Ramón cada día los amigos lo queremos más. El salón del palacio que nunca habitó Simón Iturri Patiño luce repleto. Nadie lo anuncia como rey, pero sobre las seis y media de la tarde (con hora y media de retraso) entra, como monarca vikingo, el homenajeado. Saltan los flashes de los fotógrafos de prensa, saltan los amigos para abrazarlo, saltan los recuerdos. Ramón apenas esboza una sonrisa, una mirada perdida. “No voy a aguantar diez horas de homenaje, voy a aguantar once”, me dice/susurra en confianza.

Ramón Rocha saluda a quienes llegaron para brindar textos sobre el autor.
Ramón Rocha saluda a quienes llegaron para brindar textos sobre el autor.

En la entrada de la magna sala tapizada con seda damasco y chimenea de mármol blanco (donde pasara una noche Charles “La jirafa” de Gaulle) la editorial Quipus vende la obras de Ramón, tiene más de 60 publicadas. Afuera, en los jardines japoneses —cerca de la ninfa y su fuente— la biblioteca del Centro Patiño se está desprendiendo de libros (todos lo que no son bolivianos) y remata verdaderas joyitas a cinco pesitos, precio de gallina muerta. Ni siquiera les han quitado el código bibliotecario. Veo y me antojo de “Tradiciones peruanas” de mi tocayo Palma. Me llevo, con sentimiento de culpa, una deliciosa novela corta del gran Stefan Zweig, “Veinticuatro horas de la vida de una mujer”. ¿Puede un centro cultural despreciar ignominiosamente así a la cultura? Si el “barón del estaño” levantara la cabeza…

La mesa está servida. Ramón se sienta en una esquina. A su lado, Xavier “Basura” Jordán, el que esto escribe, el presentador Alex Aillón Valverde y el librero Isaac Kukoc (ambos llegados en la mañana desde Sucre), la poeta Vilma Tapia y el escritor Gonzalo Lema. No ha llegado el “Soldado” Terán Cavero aunque (me dice Vilma) que don Antonio está más joven que nunca con sus 90 años.

La maestra de ceremonias de toda la tarde/noche será Alejandra Carranza. Su editorial artesanal Mefistofelia (que tuvo su antecedente con el fanzine Cien de Cien) ha publicado obras de Ramón como El run run de la calavera, Pedro y María, La sombra del Tambor y Ando volando bajo. Estamos todos, lectores y amigos, que para el caso es lo mismo.

El coloquio/soliloquio lo abre —a petición propia— el “Basura”. Su hijo se gradúa esa tarde y tiene que volar. Lee un texto —una carta de amor disfrazada de semblanza— que ha publicado el domingo anterior en el periódico Los Tiempos. (Nota mental: los sábados en Cochabamba son los días más tristes del mundo; ni el citado diario ni Opinión salen ese día. Mi casera de la plaza Colón no está). “Los feligreses de tu vida, amistad y obra estamos felices de verte/abrazarte”, dice Jordán antes de leer.

“Desde esa infancia mía que cada vez se me presenta más distante, el Ramón aparece como el gran amigo de mis viejos, de los hermanos de mis viejos, el amigo familiar protegido por la abuela matriarca, el protagonista de innumerables anécdotas contadas en las cenas navideñas y hasta el legendario casi futuro exmarido de la tía que todos siempre tenemos. El Ramón es la familiaridad y la memoria de la familiaridad, una huella más en la búsqueda de la pertenencia”. Jordán dice lo que todos pensamos: Ramón ha transfigurado de escritor a santo y seña de una ciudad/departamento particular como Cochabamba, el más cholo (a mucha honra) de Bolivia. Es el “Ojo de Vidrio”, es una leyenda viva. Algún día se levantará una estatua en algún parque de su querida Llajta. (Nota mental dos: ojalá se parezca harto al honrado, no como la escultura que tiene Urzagasti en el Montículo de Sopocachi en La Paz. Y que la placa diga: “A Ramón, el cronista de la gente”). 

El homenaje transcurre serio y solemne como el lugar que lo acoge. ¿No hubiésemos estado más a gusto en el Teatro al Aire Libre del Patiño? Donde manda patrón, no manda marinero. Si algo nos ha enseñado Ramon Rocha Monroy es a huir de lo acartonado y ceremonioso. Ramón lo hizo en el terreno más difícil: la literatura nuestra. Palabras mayores. El humor, la exageración, lo popular (con parada hedonista en la rica gastronomía criolla), lo cotidiano nunca jamás fueron materia de negociación para Rocha Monroy. El run run, tampoco.

Cuando me toca hablar, leo el perfil que publicó esta revista hace un año. Y ante las autoridades presentes de todo tipo de pelaje reclamo: “creo sinceramente que Ramón es el mejor escritor boliviano vivo. ¿Cómo es posible que tenga libros inéditos? ¿Cómo es posible que ni las editoriales privadas ni las instituciones públicas culturales no hayan publicado hasta ahora sus obras completas teniendo en cuenta que algunos de sus libros de cuento son inencontrables?”. Trato de no decir malas palabras, pero me sale espuma. De yapa, me paso del tiempo.

Tapia Anaya, la dulce Vilma, llega para calmar tempestades. Recuerda un viaje a Madrid en 1999. Un evento en Casa de América (en otro palacio como el Portales, el Linares) la junta a ella con Ramón, Homero Carvalho, Paz Padilla y Eduardo Mitre. Vilma rememora un abrazo (otro abrazo) de Ramón con el mexicano Monsiváis y una escapada a Toledo de toda la delegación. “Entre las calles de la Toledo visigoda y cuadros del Greco como El Entierro del conde de Orgaz en la iglesia de Santo Tomé, perdimos a Ramón; nos volvíamos a Madrid con su asiento vacío en el bus. Entonces, de repente, apareció con dos espadas medievales, una armadura y varias latas”. De aquellos fantasmas arrebatados, de aquellos caballeros andantes, de aquellos locos con alma bendita, nacerían personajes de la obra de Rocha Monroy.

El librero Isaac Kukoc Paz (de la LIBRE-ría de la calle Dalence de Sucre) es el tercero en hablar. (Nota mental tres: el también psicólogo se ha llevado por cinco pesitos dos libros de los saldos del Patino: La historia de un bastardo: maíz y capitalismo de Arturo Warman y Lo siniestro de Sigmund Freud). Kukoc Paz arranca con una frase que me deja pensando: “En la sublimación y la catarsis, Rocha Monroy transmite el malestar de la sociedad, una sinfonía de desvaríos plasmada en obras que nos enfrentan a nuestra propia locura”. Ramón es un loco lindo que nos mira desde el espejo.

“Mas de diez Ramones se han develado ante mí a lo largo de las lecturas”, dice Kukoc. ¿De cuántos colores es Ramón? Dicen que Boris Vian —uno de los escritores fetiche del homenajeados— vivió mil vidas. Rocha Monroy es un “sátrapa trascendente” a la cochabambina. Y también tiene mil caras: gastrósofo, letrista de boleros y huayno-rumbas, inventor de “metafísicas populares”, ciclista de ciudad, biógrafo de boxeadoras, maoísta devenido en masista, respondón, guitarrero, abogado, cortazariano, hedonista, galán, blusero, megalómano, cronista, novelista, cuentero, buen tambor, diplomático, subcomandante Hamlet, remedio contra el hastío, encendedor de chispas, pícaro y picarón.

A su turno, “Chaly” Lema se para para hablar. Debe ser un “tic” de su época de concejal por el MAS. Se acuerda del Ramón profesor/docente, de su chispa/pólvora encendida, de su novela Potosí 1600, de la invención de la salteña, de su mirada diversa y amplia. Los reconocimientos oficiales cuelgan medallas. El pecho de Ramon tiene más medallas que las que tuvo su padre militar, don Sixto César Rocha Bergara.

En el programa que ha preparado su hija Raquel dice que toca el “Papirri”. Pero los chicos del teatro (El Duende) toman la delantera. Ha llegado desde La Paz en un vuelo matinal el trío calavera: Cristian Mercado, Pedro Grossman y Erika Andia. Acompañados en la parte musical por Alejandro Viviani Gutiérrez, el capo de los teclados. Van a escenificar la obra Escenas ramonezcas (basada en la novela realista/mágica El run run de la calavera). La pieza tiene 27 años, pues fue puesta en escena bajo el título de De nichos y chicha, con la dirección de Percy Jiménez (ausente esta vez, como Tamara Scott, la otra actriz del elenco).

Las luces se apagan y nos quedamos a oscuras. Los muchachos gritan “mierda, mierda” antes de entrar al salón desde los balcones donde alguna vez fumara un pucho el general De Gaulle, al que era fácil seguir la pista siguiendo la hilera de sus colillas. El día que se pierda Grossman, será también fácil de encontrar con el mismo método. Erika Andia ha traído las máscaras con las que se interpretó la obra por primera vez. Grossman vuelve a hacer del “Tata” Néstor y Andia es otra vez la “ñatita”. Es lindo saber que cuando lleguemos al cementerio, los viejos amigos saldrán a nuestro encuentro para volver —en Todos Santos— al mundo de los vivos. Y terminar todos en el velorio del “Tata”. La obra reflexiona sobre la muerte; la “parca” es un “leit motiv” en la obra de Ramón. ¿Cómo aprender a morirse? Aprendiendo a vivir”. Hacer las paces con la vida a través de la muerte.

A las ocho y media de la noche, el teatro da paso a la música. Grossman confiesa que ha tenido en sus manos 10 ejemplares distintos del “run run”. Los ha ido perdiendo/regalando a lo largo de los últimos 30 años.  Manuel Monroy Chazarreta sube a escena. Lee un texto hermoso, El olvidado. Es sobre su otro abuelo, Manuel. Luego le dedica a su primo hermano Ramón el Bien le cascaremos.

Manuel Monroy Chazareta y Willy Clare estuvieron en este homenaje.
Manuel Monroy Chazareta y Willy Clare estuvieron en este homenaje.

En los balcones, más tarde, recordará los años de exilio compartidos en México cuando se disfrazaban de mariachis y chupaban sin asco en el legendario bar Tanampa de plaza Garibaldi junto a Yolita y el tío Germán.

El “Papirri”, en medio de todo el lío, hace una confesión. Muchas de sus famosas “metafísicas populares” no son suyas, son del primo hermano Ramón. Como esa que me gusta harto: “Escucha pues el minuto de silencio”.

En el turno de Willy Claure suena Palomitay y Cantarina y todos cantamos: “viviría abrazado a tus encantos”.  Y lo dejaríamos todo siempre para que Ramón venga a nuestro encuentro. La sorpresa emotiva del tributo en vida es un video familiar de casi todos los hijos, nietos y carnales. Es un mensaje de amor. Ramón se emociona ¿Piensa para dentro “misión cumplida”? “Te queremos hasta el infinito y más allá”, dice una de sus nietas, conmovida. Después, escuchamos un mensaje que ha mandado desde La Paz Fernando Molina, anunciado en el coloquio pero ausente a última hora. Molina destaca la prosa fluida y suculenta, magnética y graciosa, coloquial y desfachatada de Ramón. Una prosa, dice, profundamente boliviana y universal. Ramón está en el parnaso de todos los poetas. “Su mayor legado es habernos impulsado a muchos a escribir en boliviano”.

La última media hora es territorio del Ensamble Run Run, con trombones y cornos. Al escenario sube media docena de músicos, dirigidos por el maestro de orquesta, Nicolás Suárez Eyzaguirre. La primera canción es un “blues” poderoso (Sin mí, del propio “Nico” que baja para abrazar al escritor. “Él me hizo escuchar por primera vez The Mamas and the Papas”.

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Willy Clare
Willy Clare

Luego sigue una de las canciones favoritas de Ramón: Hit the road, Jack de Percy Mayfield (y famosa por la interpretación de Ray Charles). En la historia de su vida, Ramón siempre estuvo con las maletas listas para emprender camino. La desgarradora voz de la joven Vivian Cardozo hace mover los pies a Ramón que aguanta en la primera trinchera. Manuel Cruz Rocha -a las congas- le dedica una composición parida para la ocasión. Es “Querido Ramón”. Es un bolerito candombe. El sabroso postre es una canción del propio Rocha Monroy: “Devuélveme la piel”, un huayno-rumba, un canto a los amores desairados. La canta una vieja amiga: Estela “Chelita” Rivera Eid, que no puede sacar a bailar a Ramón. 

El politólogo Fernando Mayorga extraña otras canciones escritas por el “Ojo de vidrio” como Cueca brava.  Y luego me comenta: ¿has visto como se parece el Luis Oporto de la Fundación Cultural del Banco Central al Alfredo Medrano, el gran cuate de Ramón? Mayorga quiere imaginarse que muchos de los que no han podido estar en el Palacio se han dado maneras para estar, incluso los muertos, los amigos más fieles.

Durante tres horas y media de tributo, Ramón no tomará nunca la palabra. Permanecerá en primera fila, inmóvil como una montaña. Cuánto te quieren tus amigos, padre de piedra.

Texto y Fotos: Ricardo Bajo Herreras

Vidal Cussi: De los nombres de una exposición

‘Caos’ es el nombre de la exposición que el pintor paceño presenta hasta el 7 de mayo en la galería Altamira de San Miguel

Desde el caos

Por Daniela Espinoza M

/ 28 de abril de 2024 / 07:03

¿Por qué Caos?, me pregunto al recibir las fotografías de Vidal Cussi con el nombre de su exposición —que se exhibirá hasta el 7 de mayo en Galería Altamira, calle José María Zalles Nº 834, bloque M-4, San Miguel— y me quedo pensando mientras miro las obras y me digo ¿dónde está el caos?, ¿en esas gotas que el rocío deja en una manzana o en esas nubes que parecen atravesar con calma los cuerpos instalados en espacios infinitos y crepusculares?

¿Habrá caos, acaso, en esos rostros que observan paisajes montañosos o en aquellos que parecen reposar entre las nubes? Tal vez sí lo encuentro en los caóticos cabellos que se entrelazan a través de los rostros, cabellos en forma de listones de lata que se entrecruzan y supongo se enlazan en la parte que el cuadro ya no nos deja ver.

Entonces pienso que lo mejor es recurrir al artista para encontrar la respuesta. La charla me tranquiliza, el caos no está en las obras que presenta, sino que estuvo en él en el momento previo a su producción y, tras una catarsis —“una explosión” como él prefiere llamar—, surgió esta muestra llena de señas de paz.

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Luego, teniendo que escribir sobre su obra, me quedo pensando en el artista, en lugar de acercarme a su exposición me gana la vida de Cussi, me quedo intrigada en los procesos de unas obras que a todas luces reflejan sosiego y calma, pero que —ahora lo sé— no se engendraron de esa manera.

“El arte es para mí una terapia, un reencuentro conmigo mismo. Las tristezas, así como las alegrías, se van plasmando en las obras. Ellas son un desahogo”, me dice. Por supuesto que ya mi mirada es otra, y me siento en el deber de compartir con ustedes esa breve charla, pues si alteró mi forma de apreciar su arte, sin duda hará algo similar por ustedes.

De pronto, ya no son importantes los nuevos colores que Cussi propone y que despuntan en algunas obras, ya no es vital pensar en él en tonos tierras. Ya conocemos algo, aunque sea un poco, del proceso creador de un artista al que admiramos ahora un poco más, ya sus cuadros nos dictan palabras en voz baja, las palabras con las que el artista empezó a trabajarlas.

La muestra ‘Caos’, del artista paceño Vidal Cussi, se exhibe en la galería Altamira (San Miguel, zona Sur).

PERFIL Vidal Cussi Tiñini nació en Santa Rosa, provincia Pacajes del departamento de La Paz en 1983. Actualmente reside en la ciudad de El Alto. Estudió en la Academia de Bellas Artes Hernando Siles donde obtuvo la especialidad en pintura. Ha sido ganador de varios premios, entre los que destacan: Gran Premio Salón Pedro Domingo Murillo (La Paz) en 2012 y 2020, Gran Premio Salón Villa San Felipe de Austria (Oruro) 2019 y Gran Premio Salón 14 de Septiembre (Cochabamba) 2019 y 2023.

Texto: Daniela Espinoza M.

Obras: Vidal Cussi

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Semilla, picantería boliviana: Sabores tradicionales para disfrutar en Achumani

Semilla, picantería boliviana, donde se pueden disfrutar deliciosos platos como el picante surtido

Por Fernando Cervantes

/ 28 de abril de 2024 / 06:55

Crónicas gastronómicas

Fue el ají de fideo materno lo que motivó a Ernesto Bernal a elegir la profesión de cocinero, sobre todo después de haberlo preparado muchos años para sus hermanos cuando su mamá viajaba por motivos de trabajo.

Luego de un buen tiempo estudiando gastronomía y habiendo trabajado en diversos establecimientos es que se animó junto a su esposa Karen Mujica (administradora de empresas con estudios en diseño gráfico, decoración y comunicación visual) a dar a luz a un viejo anhelo: tener su propio restaurante inspirado en las tradicionales picanterías de Sucre y Potosí, que tenga los sabores bolivianos muy presentes y que se sumerja en el recuerdo de los fogones familiares que eran manejados magistralmente por madres y abuelas. 

Encontrar la casa ideal no fue nada fácil hasta que el destino quiso que en enero de este año esta joven pareja pudiese alquilar un bonito y espacioso inmueble con jardín, ubicado en el barrio de Achumani, muy cerca de la avenida Francia. El lugar fue decorado y rediseñado con muy buen gusto. Así nació Semilla, picantería boliviana, donde se pueden disfrutar deliciosos platos como el picante surtido, queso humacha, picante de lengua, anticuchos, relleno de papa, mondongo, sajta de pollo, keperí o sopa de maní, los que pueden ser acompañados con  jugo de tumbo, limonada o mocochinchi, ya sea en vaso o en jarra.

Un detalle no menor: el lugar no cuenta con parqueo propio pero la calle donde están ubicados es sumamente tranquila, por lo que estacionar el automóvil en las cercanías del restaurante no debería representar problema alguno.

Semilla: un lugar ideal, para visitar en familia.

Semilla, picantería boliviana

  • Dirección: Calle 21 de Achumani Nº 5  (a una cuadra de la av. Francia) 
  • Teléfono: 67020523 
  • Rango promedio de precios: Bs  20-65    
  • Plato estrella: Picante surtido       
  • Atención: sábados y domingos de 12.00 a 16.00     

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Contáctenos: Fernando  recomienda, Fernandorecomienda @fernandorecomienda,Correo: [email protected]

Texto y fotos: Fernando Cervantes

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Back to Black

La directora britànica Sam Taylor-Johnson ha estrenado una tendenciosa película biográfica sobre la cantante Amy Winehouse

Por Pedro Susz K.

/ 28 de abril de 2024 / 06:50

En julio de 2011, Amy Winehouse, notable y exitosísima cantante londinense de soul, falleció a causa de una brutal ingesta de alcohol. Sumaba entonces apenas 27 años (la misma edad que en el momento de sus respectivas defunciones tenían Jimy Hendrix, Brian Jones, Janis Joplin, Kurt Cobain y Jim Morrison, valga el apunte anecdótico a pesar de que seguramente a quienes no son fans de la música rock los nombres les resulten desconocidos). Esto ha dado lugar a la popularidad de una supuesta “maldición del club de los 27” entre los seguidores del rock.

A esas alturas la discografía de Winehouse incluía apenas un par de títulos en los que interpretaba composiciones de ella misma, todas las cuales dejaban traslucir, sin lugar a dudas, una personalidad compleja, irreverente, traumatizada por los dramáticos altibajos de su vida. Y su potente voz, ligada a un estilo asimismo muy propio, hacían que tales temas cautivaran pronto a muchísima gente, harta de la chatura en la que había caído el rock merced a las imposiciones de la acaudalada industria discográfica jugada a pleno en la venta masiva de sus producciones para incrementar sin pausa los réditos de los productores. Era en realidad lo mismo que ya venía acaeciendo en otros rubros de la industria del entretenimiento: en la cinematográfica también, claro, obstinadas cómo Sony Music y sus competidoras  por exprimir hasta la última gota de cualquier diana de mercado, copiada luego, en el rubro específico, una y otra vez por compositores e intérpretes debidamente domesticados para bloquear cualquier antojo autoral.

Que la directora de este segundo film centrado en la biografía de Winehouse —el primero fue un largo documental hecho el 2005 por el cineasta inglés Sadif Kapadia— sea Samantha, su nombre aparece abreviado en los créditos como Sam Taylor-Johnson, cuya filmografía arrancó justamente en la insípida época recién aludida y en la cual obtuvo su más resonante éxito de taquilla el 2015 con la más que mediocre adaptación para la pantalla de la no menos anodina novela erótica de E.L. James 50 sombras de Grey no invitaba a tener muchas ilusiones respecto a Back to Black, en definitiva fallido y en buena medida falsificado biopic que toma su título del segundo de los dos únicos álbumes que Winehouse alcanzó a completar.

Volviendo al citado documental de Kapadia, titulado sencillamente Amy, allí quedaba ratificado lo que muchos trascendidos, divulgados con el marcado acento sensacionalista de los medios crecientemente ladeados hacia la más barata crónica roja y cuyo acoso sobre la cantante se volvió insoportable, habían engordado las sospechas acerca de los motivos que condujeron al desequilibrio emocional de aquella y a su adicción al alcohol y a las drogas duras. Dichas causas no fueron otras que la manipulación a que fue sometida Winehouse por su padre Mitchell, un taxista obsesionado con volverse millonario así fuese explotando sin la menor conmiseración a su propia hija, en complicidad con Ray Cosbert, manager de la muchacha, igualmente obstinado en lucrar al máximo con su popularidad.

Ello se tradujo, entre otras barbaridades, en obligarla a realizar una gira ininterrumpida de casi cinco años e innumerables presentaciones en público, con todas las tensiones que comporta cada actuación para cualquier artista y más aún para una que apenas había entrado en la adultez. A fin de no pausar aquel incesante ir y venir Mitchell, alentado por Cosbert, incluso se opuso a que Amy se sometiera a un tratamiento para poner coto a su entonces incipiente dependencia del alcohol. El hecho es que la gira culminó, pocas semanas antes del fallecimiento de Amy, con una escandalosa presentación en Belgrado, donde ella se resistía a subir al escenario y finalmente fue forzada a hacerlo de mala manera por sus custodios, quienes empero no pudieron hacerle recordar las letras que olvidaba obligando a reiniciar una y otra vez cada canción, hasta provocar el furioso estallido del público. 

Por añadidura, en el ínterin Amy había sido seducida por, otro chupasangre, un tal Blake Fielder-Civil, quién la empujó hacia la cocaína, la heroína y otros alcaloides y con el cual contrajo un tóxico matrimonio, signado por los abusos así como por el maltrato recurrente de él, hasta terminar en la previsible ruptura que se sumó a las otras afectaciones mentales, acentuando así a grados extremos los trastornos psicóticos de Winehouse.

Todo ello ha sido omitido en Back to Black, se presume debido a que papá Mitchell aportó una considerable cantidad de dinero a la producción, condicionando el enfoque que tomó el guion en una nueva de las varias maniobras de lavado de imagen intentadas por aquel luego del óbito de Amy. Así la película de Sam Taylor-Johnson se limita a repetir hasta el hartazgo escenas mostrando a la protagonista frente al micrófono, que se alternan mecánicamente con otras focalizadas sobre la tortuosa relación matrimonial de Amy y Blake, cuyo tratamiento narrativo se atiene al pie de la letra a las fórmulas hollywoodenses de los más pedestres melodramas. Ese modo de estructurar el relato: a cada secuencia dramática le sigue una canción cuya letra reitera lo que se ha escuchado o se escuchará a continuación, monocorde ir y venir que en lugar de permitir la aproximación del espectador al personaje protagónico lo va distanciando, o dicho de otra manera termina aguando la contextura emocional de esa historia a la que, en la vida real, le sobraron momentos trágicos, congojas y aflicciones. Bien podían haberse destinado algunos de los 122 minutos del metraje, malgastados en sosas y previsibles escenas, a tratar de acercarse al personaje en esos momentos, cuando sola, encerrada en sus dolores e incertidumbres, daba a luz a sus creaciones, franqueando de tal suerte la mencionada aproximación a su dimensión humana, mutada por la directora en un intraspasable acartonamiento.

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No le va mejor tampoco al resto de los personajes, pero es particularmente imperdonable la flagrante tergiversación del rol de Mitchel en el drama, mostrándolo como un progenitor ejemplarmente amoroso, siempre atento a las necesidades de su hija, distorsión atribuible al antes colacionado soborno que representó su aportación financiera al film. Tal exoneración de cualquier responsabilidad de Mitchel en el doloroso descenso de Amy hacia una inescapable desesperación existencial hace que todas las tintas resulten cargadas sobre el funesto papel de Blake.

No es casual entonces que la escena más larga de la película se detenga en el encuentro entre Amy y Blake en un bar donde ella, entonces ya una celebridad gracias al éxito de su primer álbum, se encuentra dando fin a una bebida espirituosa y rumiando la angustia, como todos los demás detalles de la obsesiva personalidad de la Amy real dejadas, a lo largo del film, sin mayor ahondamiento, que en el fondo le provocaban las presiones paternas y financieras, al igual como el hostigamiento mediático, vicisitudes aparejadas justamente a la fama. Blake, ebrio, finge desconocer de quién se trata y la invita a jugar una partida de billar mientras desde el reproductor de discos se escuchan otras tantas piezas de moda que él acompaña con una mímica estrafalaria apuntada a completar su eficaz estrategia seductora que de inmediato atrapa a la muchacha y narrativamente sienta la base dramática que luego desarrollará de la misma manera esquemática, indescifrable para quienes no conozcan los pormenores de esa historia, reducida en lo que entrega Back to Black a explotar los  típicos altibajos propios de un  melodrama amoroso cualquiera. 

Si bien es cierto que  la canción cuyo título toma prestado la película, que podría traducirse como “regresar a la oscuridad”, estuvo inspirada en la insoportable relación matrimonial entre Amy y Blake, en la cual tampoco escasearon las infidelidades de este último, de allí a considerar que el dolor, la angustia, el sinsentido vital transmitido por todas las composiciones de Winehouse puedan atribuirse únicamente a tales tropezones es entonces otra de las múltiples simplificaciones y distorsiones de Taylor- Johnson, atribuibles asimismo al guionista Matt Greenhalgh, especializado en la fabricación de dudosas biografías fílmicas de figuras prominentes del mundo musical contemporáneo. Entre ellas Nowhere Boy (2009) o Mi nombre es John Lennon, opera prima de Taylor-Wood donde tomando como inspiración la biografía de su media hermana Julia Baird se relata la adolescencia del futuro integrante de Los Beatles. Ese primer trabajo conjunto entre Greenhalg y Taylor-Wood ya exhibía las flaquezas en las cuales reincide Back to Black. Sobre todo la superficialidad biográfica y la distorsión de los entretelones familiares causantes de la espiral autodestructiva que precipitó la prematura muerte de Winehouse. 

Resulta notorio el esfuerzo de Marisa Abela para meterse en la personalidad de Wienhouse, no sólo a interpretarla, por eso asumió el reto de cantar ella y no limitarse a la fonomímica con la voz original de fondo, y si bien lo hace correctamente, la voz y la entonación de aquella eran inigualables. Con todo su personificación está entre lo poco que sobresale en la medianía general de la película, atenida a los convencionalismos, incluso en los restantes trabajos actorales apegados, al igual que todo lo demás, a los clisés, comprendiendo el brevísimo fragmento del tema musical que, se dijo también, presta su título al emprendimiento de Taylor-Johnson, cuyas declaraciones a la prensa trasuntan una empeñosa, cuanto forzada, auto-atribución del carácter de autora, en el sentido de quien posee un estilo propio y una asimismo privativa visión del mundo y de la vida, cualidades que personalmente no he podido detectar en lo más mínimo siguiendo las películas que hasta la fecha puso en pantalla.

Ficha técnica

Titulo Original: Back to BlackDirección: Sam Taylor-Johnson – Guion: Matt Greenhalgh – Fotografía: Polly Morgan – Montaje: Laurence Johnson, Martin Walsh – Diseño: Sarah Greenwood – Arte: Alex Bowens, Joe Howard, Matthew Kerly, Emma MacDevitt, John McHugh – Música: Nick Cave, Warren Ellis –  Efectos: Neil Damman, Joe Holden, Sophie McGown, Hayden Sheridan, Richard Van Den Bergh – Producción: Nicky Kentish Barnes, Alison Owen, Ron Halpern – Intérpretes: Marisa Abela, Jack O’Connell, Eddie Marsan, Lesley Manville,  Bronson Webb, Therica Wilson-Read, Juliet Cowan, Sam Buchanan, Harley Bird, Ansu Kabia, Spike Fearn, Amrou Al-Kadhi, Ryan O’Doherty, Pete Lee-Wilson, Matilda Thorpe, Miltos Yerolemou, Daniel Fearn, Michael S. Siegel, Colin Mace  – ESTADOS UNIDOS, INGLATERRA, FRANCIA/2024 

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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José Ballivián: vestirse en tiempos actuales

El artista paceño llevó la muestra ‘Alta Gama / Espíritu Colonial’ a la Galería Nube de Santa Cruz de la Sierra

Por Juan Fabri

/ 28 de abril de 2024 / 06:42

José Ballivián (2024) presentó Alta Gama / Espíritu Colonial en la Galería Nube en Santa Cruz de la Sierra. En esta exposición nos invita a reflexionar sobre la vestimenta en los Andes actuales y los significados que detonan las materialidades vinculadas a la ropa.

La muestra es una serie de obras sobre lo chojcho que viene explorando por lo menos desde hace 10 años. Él dirá: “Lo chojcho es un término usado comúnmente en la zona occidental boliviana para denominar a una persona sin buen gusto para la vestimenta, además de tener la particularidad de ser muy básico en su lenguaje y cultura general”.

Desde mi perspectiva, considero que lo chojcho confronta las miradas exógenas y exóticas sobre el arte del país, donde se busca en Bolivia una especie de “pureza indígena”. Frente a estos discursos, lo chojcho encarna la tensión y la disputa cultural diaria sobre los cuerpos en un territorio atravesado por su historia colonial y la actual globalización. En la exposición, Ballivián relaciona lo chojcho con la vestimenta, pero esta se encuentra ligada inevitablemente con los cuerpos de quienes usan o podrían usar estas prendas.

Dentro del contexto boliviano, uno de los elementos claves de la identificación cultural, pero también de duda sobre si unx es o no indígena, es la vestimenta. El chojcho también va a encontrar en la ropa una expresión sobre su impureza, una disputa de sus ideas y una forma de habitar la ciudad llevando estas vestimentas.

El premiado artista contemporáneo José Ballivián nació en La Paz en 1975.
El premiado artista contemporáneo José Ballivián nació en La Paz en 1975.

En Bolivia recientemente vivimos el censo de población y vivienda (2024) que se realiza cada 10 años y que brinda una idea de quiénes somos como país. Dentro de una de sus preguntas se planteó la pertenencia o autoidentificación a una nación indígena. Los activistas aymaras convocaron a la población a identificarse como aymaras (por ejemplo, el concurso de video para aymaristas convocado por Elias Ajata) si es que sus padres o sus orígenes eran aymaras, más allá de si hablaban o no la lengua. Estos planteaban que ser de una nación indígena en Bolivia trasciende el vivir en el área urbana o rural, es una identidad, una pertenencia. Sin embargo, las identidades para el censo han sido entendidas de manera esencialista, es decir, si eres aymara, no podías ser guaraní o de otra nacionalidad, sólo debías escoger una opción. Lo mismo sucedió con temas de género, donde solo había dos opciones excluyentes, hombre o mujer, omitiendo el otro universo de posibilidades; de esta manera el Estado negó las diversidades que tanto publicita.

La discusión sobre las identidades, particularmente en torno a las nacionalidades indígenas, en el Estado Plurinacional de Bolivia es un elemento que constantemente está en debate tanto en el campo político como en el estético y es sobre lo que viene discutiendo el artista paceño José Ballivián, quien frente a estos discursos esencialistas, nos propone un ser chojcho. Es decir, un lugar de enunciación que está vinculado a lxs hijxs migrantes aymaras en espacios urbanos y con fuertes influencias globales, pero que no dejan su vínculo con lo aymara. Me pregunto si alguna vez será posible censarse en Bolivia como chojcho. Claramente es una categoría no reconocida en el país, porque va más allá de los esencialismos, y que Ballivián rescata del lenguaje popular.

La vestimenta es un factor importantísimo en los Andes de Bolivia. Dentro las comunidades indígenas existen fuertes controles sociales para que las personas sigan usando ponchos, sombreros, polleras, awayos, por lo menos, respecto a las autoridades originarias. Esto está en tensión con el costo de tiempo, esfuerzo e incluso dinero que pueden costar estas prendas. Frente a la gran oferta de ropa usada proveniente del contrabando que llega desde Chile y que proviene de países del Norte, principalmente Estados Unidos de América.

En la exposición, Ballivián propone que alguien chojcho podría caminar por la ciudad usando un ladrillo como cartera. La pieza Alta Gama consiste en un ladrillo sujeto con una wiskha (soga de lana de llama) que de manera conjunta evocan una forma de cartera. La importancia del ladrillo en La Paz y El Alto, ciudades en las que al llegar se puede ver el ladrillo expandido por toda la urbe y que además es símbolo de modernidad, frente al adobe que era el material tradicional con el que se hacían las casas. El usar un ladrillo como cartera enriquece para generar una metáfora de lo que nos colgamos en nuestros cuerpos, más aún que se encuentra serigrafiado el símbolo y las letras de Adidas a uno de los costados. La pintura Ladrillo led también enfatiza la importancia del ladrillo y lo vincula a un toro.

La Feria 16 de Julio o qhatu en la ciudad de El Alto ha crecido acompañada de la gran oferta de ropa usada o de segunda mano proveniente de Estados Unidos, que se vende a precios bajos y que de alguna manera ha quebrado la industria local de ropa en el país. Es decir, para las industrias bolivianas se les hace imposible o muy difícil competir económicamente en el mercado con ropa que viene con etiquetas originales de Louis Vuitton, Balenciaga o Adidas, y que se comercializan en grandes ferias a precios bajos y con una marca avalada por la gran industria de la moda occidental. Por otra parte, la Feria 16 de Julio es quizá el centro comercial más importante de los Andes actuales que toma las calles de El Alto los días jueves y sábado. Además, es quizá uno de los ejemplos más importantes de economías populares en el país. Por otra parte, la Feria 16 de Julio no es la única: todas las ciudades y ciudades intermedias en el país cuentan con algún día a la semana o al mes con una feria donde se revende ropa americana de segunda mano. Dicen que por ello en el campo es más sencillo ver gente usando jeans y zapatillas de marcas globales que pantalones de bayeta o lanas tradicionales, como quizá sucedía hace 50 años.

la muestra del artista José Ballivián se exhibió en la Galería Nube de Santa Cruz de la Sierra.

Ballivián nos propone una obra que refiere a marcas occidentales pero también a la crucifixión cristiana como parte del mismo proceso de imposición cultural. Utilizando una prenda deportiva, un buzo negro, que en la parte de adelante está escrito “Balenciaga Latam”, vinculando a la famosa marca y en la parte de atrás menciona “espíritu colonial”. La obra evoca la colonización y la imposición de las vestimentas en el contexto de la globalización. Un detalle particular es una abarca u ojota, prenda utilizada por las poblaciones indígenas campesinas originarias en Bolivia y que es posible relacionar con los pies de Cristo en la cruz.

Ballivián en la muestra reflexiona sobre el uso de estas marcas occidentales que llegan a Bolivia a manera de ropa de segunda mano o como imitaciones. Podría ser sencillo entender una asimilación cultural hacia las estéticas del norte, usando ropa americana, por los aymaras urbanos o por lxs chojchxs. Sin embargo, al lado de estos jeans, zapatillas o carteras de marcas globales que son vendidas a precios bajísimos, se encuentran también las abarcas, sombreros, ponchos o cinturones de mallkus y jilacatas (autoridades originarias aymaras). Entonces, es posible usar jean con poncho y zapatillas Adidas. También es posible no usar ninguna vestimenta indígena, no hablar aymara, ni quechua, pero preguntarse si se es o no indígena. De la misma manera, alguien que habla aymara y viste como indígena, también a veces duda si es completamente indígena o si quiere seguir siéndolo. La dinámica de las identidades también se encuentra atravesada por el autocuestionamiento de lxs sujetxs.

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Entonces, Ballivián propone que lo chojcho es una manera de existir con estos cuestionamientos existenciales y también con las prácticas. Además, como si se tratara de la antropofagia brasileña, lxs chojchxs se apropiarán de todas estas vestimentas y generará opciones y alternativas particulares. De la misma manera, la pieza Chojcho Cultura es una prenda negra casi como una pieza de un sacerdote con una capucha y el texto explícito que hace referencia a esta identidad. En la zona baja de la pieza, en un lugar casi pélvico, un textil tradicional aymara irrumpe esta especie de túnica.

La obra de José Ballivián nos ayuda a repensar fenómenos como la Feria 16 de Julio y también las discusiones sobre “lo original”, “lo trucho”, la copia, la falsificación, la apropiación, la alienación, lo puro y lo contaminado.

La pieza Ansiedad es una instalación que hace referencia a una chompa o suéter gigante de tres metros de alto. Un tejido elaborado de lana de llama, lana de oveja y lana sintética, que en sus materialidades nos propone la construcción de una pieza en contra los esencialismos. Es decir, en la mezcla, en la unión de varias lanas nos propone la tensión de lo chojcho. En la parte de adelante está escrito con tejido: “Locos por ti”, y en la parte de atrás: “Alta tristeza”.

Recorrer esta exposición de Ballivián invita a imaginar a sujetxs que recorran la ciudad con estas prendas chojchxs y que estas sean la expansión de sus cuerpos y las dinámicas de las identidades. Por otra parte, la obra de Ballivián me permite reflexionar que el arte contemporáneo en Bolivia, que por su tradición es principalmente occidental y que llega al país y se articula con las reflexiones y búsquedas locales, puede ser en sí mismo chojcho, por su carácter impuro.

* Juan Fabbri es licenciado en Antropología, maestro en Antropología Visual y Documental Antropológico y candidato a doctor en Antropología Cultural (Uppsala Universitet, Suecia) y docente investigador en la Universidad Mayor de San Andrés.

Texto: Juan Fabri

Fotos: José Ballivián

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Dos con sesenta

El periodista argentino Jorge Barraza escribe este homenaje al minibús paceño

/ 28 de abril de 2024 / 06:29

“Obrajes, Prado, Pérez… Obrajes, Prado, Pérez…”, la cumbia de Radio Cutipa se te hace pegadiza. Y los carteles, familiares. Yo espero Achumani Complejo. Dos con sesenta y me deja enfrente de casa. Más que el teleférico, más que el respeto de los bolivianos, más que la marraqueta, adoro esa institución nacional llamada “minibús”. Es una maravilla paceña. Vas a la cancha, te tomás el que dice Miraflores, vas al centro, a la Plaza Murillo. Son ágiles, prácticos, simples. Te paran donde estés y te dejan donde vas. No existe nada más sencillo. Ni en Suiza.

La Paz es la única capital del mundo sin transporte público. Es privado, particular. Depende todo del minibús. Pero funciona. Sin tren, sin metro, sin tranvía ni líneas de colectivos (las mínimas que hay no se cuentan como tales). El PumaKatari mitiga en parte esas carencias, aunque sin la agilidad de las combis, tiene recorrido y paradas fijas. Si no estás en la parada, sigue de largo. Y la cantidad… En la 21 de Calacoto, frente a la iglesia de San Miguel, da el semáforo en rojo y paran 20, 25 minibuses juntos. Y atrás viene otro cardumen. Y en la calle anterior, igual. Es un servicio nacido de la espontaneidad, una hermosa informalidad, que ni en el primer mundo. Ya quisieran.

“Cómprate un Quantum”, me sugieren. “Es muy lindo y lo estacionas donde quieres”. ¿Para qué…? Mi Quantum es el minibús. Dos con sesenta, me lleva a todos lados, es veloz, comete todas las infracciones de tránsito tolerables, mete la trompa y se adelanta a los autos particulares… Me encanta. Y, mientras, voy con el celular, leyendo noticias o enviando whatsapps.

Están las incomodidades, claro. Voy a Sopocachi y me toca uno de esos asientitos plegables que obligan a levantarte a cada rato, bajarte, abrir la puerta, dejar pasar, volver a subir, cerrar la puerta… Tengo al lado una señora que lleva el perro al psiquiatra y enfrente un muchacho que no para de hablar por teléfono. Quiero silencio. Después de la lluvia quedaron baches en todas las calles y cada vez que agarra uno, salto del asiento. Pero es lo que hay. Y aún a los saltos sigo amando al minibús.

“La Montes, La Ceja, El Alto…”, sigue Radio Cutipa, con el amigo René Hamel en la flauta. “Toma el que dice 20 de Octubre”, me recomiendan. Voy al consulado argentino a ver a Walter Giménez, un santiagueño que jugaba en Municipal y era una puerta vaivén: te pegaba de ida y de vuelta. Me bajo en Aspiazu, media cuadra y estoy en el consulado. Contento. Me tocó un asiento adelante y pasé todo el viaje relojeando al chofer del minibús, un talento de aquellos. Manejaba con pericia de Fórmula Uno, todo bajo control, el tránsito, los pasajeros, el cambio. Pasaba los semáforos después del amarillo, pero bien, con clase. Tenía puesto audífonos y era una máquina de hablar por teléfono. Una llamada, otra… Habló con la mujer, casi en susurros, porque los bolivianos hablan suavecito, pero se escuchan. Era casi un bisbiseo. Hice mis indiscretos esfuerzos por captar algo, sin éxito. Al final musitó un “te quiero” o algo así. Luego hizo todo un trámite telefónicamente mientras conducía, cobraba, paraba para subir a alguien, y entre todo eso, le había quedado un asiento libre y tocaba la bocinita para atraer nuevos clientes. Y todo tranquilo, sin mover un pelo. Verdaderamente, un crack. En Londres o en Barcelona no lo entenderían. Como esos mozos argentinos o uruguayos que atienden una mesa de ocho, les piden ocho platos distintos, no anotan nada y te sirven todo perfecto.

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“¡Esquina…!”, grita una mujer de atrás, cuando ya la combi había arrancado. “Tiene que avisar, señora”, responde el del volante sin levantar la voz. “Le dije que en la 15”, protesta la pasajera, gruñona. El piloto no se inmuta, le para. Total, una parada informal más no hace diferencia. Me resulta curioso la profesionalidad de los choferes, nunca hablan con el pasaje, son serios, se ciñen a su cometido y van escrutando todo. Tampoco discuten con otros minibuseros cuando se enciman por el tráfico. Cada uno a lo suyo. Al comienzo, por esa modalidad de cobrar al final del viaje y no al principio, me bajé tres o cuatro veces, cerré la puerta y me iba sin pagar. No me acordaba. Me lo pidieron correctamente, sin estridencias: “Boleto, señor…” Me avergoncé y me disculpé más que suficientemente. Luego aprendí, ahora pago antes de bajar.

“Cotahuma, Alto Tejar, Buenos Aires…”. Uno que viene de una urbe donde hay siete ferrocarriles, cada uno con varios ramales y decenas de estaciones, seis líneas de subterráneos y miles de colectivos, minibuses y metrobuses, se extraña. ¿Cómo hace? Pero el minibús se hace cargo del no transporte público. Es un pulpo cuyos tentáculos alcanzan todos los barrios. Villa Fátima, Achachicala, Chasquipampa, Calacoto, Irpavi, Sopocachi…

Me voy y lo extraño. Estoy en Buenos Aires, que tiene todo y no es cómoda, sujeta a horarios y reglas. Como dice el tango de Discépolo, “hay que rajar los tamangos” (gastar los zapatos). No hay organización mejor que la desorganización del minibús.

“Obrajes, Prado, Pérez…” Dos con sesenta, te acomodás bien y vas feliz.

Texto: Jorge Barraza

Foto: Archivo

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