Mezquindades y desatinos
Otra burrera fue la de convocar a siete jugadores de Costa Rica al control antidoping
A Maradona por fuera del fútbol se le pueden decir muchas cosas, pero que el capo del fútbol argentino se haya atrevido a romper los códigos del honor con quien fue el principal protagonista de la Copa del Mundo ganada por Argentina en 1986 nos está mostrando que cuando la senilidad y el autoritarismo se juntan pueden producir estos dichos.
El poderoso Grondona, que lamentablemente lleva el nombre de Julio, se mandó una imbecilidad que merece comentarse ahora que tenemos un par de días de pausa previos a los cuartos de final. El principal representante de la poderosa gerontocracia en extinción del fútbol sudamericano dijo que Argentina le había ganado a Irán “porque el mufa se había ido del estadio”, refiriéndose a Diego Armando Maradona. “Mufa” en el argot popular bonaerense significa persona que trae mala suerte, algo así como el jetattore en italiano.
Con el probable asesoramiento del siempre preciso, comportado y rotundo Víctor Hugo Morales, la respuesta nada tuvo que ver con lo que pudo haber sido el exabrupto de un villero, porque sin insultar y con incisividad quirúrgica, a través de una carta, tildó de perverso a Grondona y afirmó que el talento no se mancha, que los jugadores argentinos son sus amigos y también sus hermanos.
A Maradona se lo podrá valorar con distintos grados de moralidad y de moralina. Se le podrán cuestionar muchísimas cosas en su trayectoria pública más allá de las canchas, se le podrá decir incluso que comete la imprudencia de ingresar en escenarios bizarros en los que impera el mal gusto, la torpeza, el chisme barato, la anécdota insustancial, el juego egocéntrico sin sentido. Pero lo que no se puede hacer con Diego, es tirarle mierda desde la cúpula de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) porque se fue de mala manera luego de dirigir a la selección en Sudáfrica 2010.
Es decir, al Maradona por fuera del fútbol se le pueden decir muchas cosas, pero que el capo del fútbol argentino se haya atrevido a romper los códigos del honor con quien fue el principal protagonista de la Copa del Mundo ganada por Argentina en 1986 nos está mostrando que cuando la senilidad y el autoritarismo se juntan pueden producir este tipo de dichos, que denuncian, a las claras, que el principal dirigente del fútbol rioplatense en un tipo hecho de fines y no de principios, que el agradecimiento y la lealtad, por lo menos en este caso, fue pasado por el forro.
Otra burrera lindante con la grosería fue la de convocar a siete jugadores de la selección de Costa Rica para el control antidoping, luego del triunfo enmudecedor frente a Italia. Esto significa que el intragable eurocentrismo de la FIFA no puede concebir que un equipo irreverente sin pergaminos históricos llegue a desportillarle la participación nada menos que a los azzuri de Buffon y de Pirlo, los que después reconocieron la valía futbolística de los ticos, forzadamente sospechados de meterse estimulantes para conseguir un mejor rendimiento en la cancha.
Pero la peor estupidez cometida durante este mes mundialista tiene que ver con la manera en que los vigilantes del orden y los castigadores de la corporación trataron el tema de la mordedura del uruguayo Luis Suárez contra el italiano Giorgio Chiellini, ya que no esperaron ni cuarenta y ocho horas para mandar cinco castigos en uno, volviendo a manifestar su indisimulable incomodidad por lo que habría sido un perjuicio para los tetracampeones mundiales, y eso que los italianos, esta vez, ni insinuaron el derramamiento de lágrima alguna.
La mejor demostración de que la policiaca FIFA se equivocó tiene que ver con el oportuno reconocimiento del propio jugador uruguayo que desde su casa en Montevideo pidió disculpas, cuando la tormenta ya había pasado, prometiendo que actos de esa catadura no volverían a repetirse de su parte, seguido por el deseo de su víctima italiana, quien primero se pronunció en sentido de que el castigo había sido excesivo, y después hizo votos por la reducción de la pena.
Si en la FIFA hubiera primado una vocación correctiva, antes que esa cultura punitiva, tan propia del poder arrogante, lo que tenía que haber decidido, en primer lugar, era simple y exclusivamente la suspensión de Suárez para el siguiente partido, dadas las atípicas características de su agresión, que reclaman asesoramiento psicológico en primer lugar y recién a continuación, cuando las aguas retornaran a su cauce, el número de partidos a determinarse en los que no debería actuar. Si se hubiera procedido de esta manera, el extraordinario goleador del Liverpool no habría pasado de victimador a víctima, porque, no nos perdamos, lo que hizo fue gravísimo y hasta peligroso, y no habría sido necesario que la pareja conformada por José Mujica y Lucía Topolansky, presidente y senadora del Uruguay, tachara de “manga de viejos hijos de puta” a los sentenciadores del jugador.
La última: Blaise Matuidi, volante franco-angolano, le rompió la tibia y el peroné al también volante nigeriano Ogenyi Onazi, que con semejante infracción necesitará por lo menos seis meses para recuperarse. El árbitro estadounidense Mark Geiger, que no había concedido un claro penal a favor de los africanos, no expulsó al hombre de la selección francesa, por lo que se impone, en este caso, tal como se hiciera con Luis Suárez, revisar las imágenes del partido y aplicarle una sanción inmediata. Grita de evidente, el motivo central que provoca legítima indigación, ante la muy peculiar justicia selectiva que aplica la FIFA, materia en la que en este Mundial se ha aplazado estruendosamente.