A nueve años de la masacre de octubre
Odisea de víctimas y afectados de octubre de 2003
Freddy Ávalos Limachi
La lucha de octubre de 2003 cobró 67 fallecidos, 450 heridos y el posterior fallecimiento de 14 lisiados que quedaron con traumas gravísimos. A nueve años de la mal llamada “Guerra del Gas”, la principal exigencia del pueblo boliviano fue justicia, al margen de una nacionalización, refundación de las empresas estatales e industrialización de los hidrocarburos. Aquel levantamiento desestructuró el Estado neoliberal, sepultó la partidocracia y derrotó al gobierno de Sánchez de Lozada.
La masacre del gas fue la más grande insurrección de la nación boliviana contra el Estado neocolonial. Alrededor de un programa de carácter socialista, en 2003 se unieron todos los bolivianos, ante la necesidad de nacionalizar, refundar Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB) e industrializar los hidrocarburos, tesis expresada en la frase “gas para los bolivianos”.
El proyecto nacionalizador fue entendido por el pueblo boliviano como un medio para crear las condiciones de justicia social, derechos humanos y liberación nacional a partir del control y soberanía sobre los recursos naturales.
En esta dirección, la insurrección de octubre sepultó la estrategia de imponer mediante la fuerza los proyectos capitalistas de exportación del gas como materia prima a Estados Unidos y Chile, a partir de la emergencia de un nuevo nacionalismo encarnado en los sectores indígenas, clase obrera y sectores desposeídos que pidieron la industrialización de este recurso en territorio boliviano a través de una empresa estatal y, sobre todo, exigió la nacionalización del excedente económico de este recurso, transferido dolosamente a las empresas extranjeras en el marco de la capitalización; menos permitió que se exporte vía Chile, sino que sea para los bolivianos.
La insurrección de octubre puso de manifiesto la crisis del modelo autoritario (Sánchez de Lozada-Hugo Banzer-Jorge Quiroga) de capitalización-exportación y de la nueva estructura de poder transnacional derivada de la emergencia de la riqueza del gas en cuyo centro estaban las compañías petroleras y la partidocracia intermediaria del saqueo, el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), el Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR), la Unidad Cívica y Social (UCS), el Movimiento Bolivia Libre (MBL) y el Movimiento Sin Miedo (MSM). En su reverso, mostró la unidad nacional alrededor de la querella por el excedente de los hidrocarburos.
Octubre cuestionó la estructura continental de dominación imperial, pues al inviabilizar el esquema neoliberal dependiente en el país, desnudó la inviabilidad de este modelo impuesto en Latinoamérica. En este sentido, Bolivia se constituyó en la cabeza política de los países del continente al propugnar cambios en la correlación de fuerzas entre las naciones explotadas y la metrópoli explotadora.
Haciendo un balance, a nueve años de la masacre de octubre, uno se pregunta si valió la pena haber derramado sangre, llanto, luto y dolor. Seguramente hoy el Estado boliviano percibe mejores regalías, todo gracias a la lucha de un pueblo valeroso que se enfrentó a la oligarquía, pero con saldos funestos.
A la fecha, lo cierto es que la justicia todavía está en deuda con el famoso compromiso de “ni olvido ni venganza, sino justicia”; lo más lamentable es que hay víctimas que siguen clamando justicia; hombres y mujeres que producto de una masacre viven en la absoluta indefensión; heridos con discapacidad que tienen que seguir mendigando salud y apoyo con un hogar desintegrado por la imposibilidad de poder trabajar; todo en medio de la falta de apoyo de las autoridades estatales.
El compromiso como abogado, por el mandato de las víctimas, es apelar a todos los mecanismos legales para que Sánchez de Lozada, Carlos Sánchez Berzaín y otros sean extraditados a nuestro país para su posterior procesamiento y sentencia. A pedido del pueblo, estamos buscando justicia en el sur; pero si hay que llegar al norte, lo haremos con mucha convicción.
Últimos días del juicio por la masacre de octubre
Rogelio Mayta Mayta
Para mayo de 2011, el juicio de responsabilidades por la masacre de septiembre y octubre de 2003 casi había terminado; pero no acababa porque siempre sucedía algo, y el Tribunal suspendía las audiencias una y otra vez. El juicio estaba en su momento culminante y parecía que no iba a acabar bien; los días se volvían semanas y las semanas meses.
Estaba claro que todos los acusados, los que estaban en Bolivia y los prófugos —sobre todo Gonzalo Sánchez de Lozada y Carlos Sánchez Berzaín— hacían todo lo posible para que no hubiera sentencia y, si tenía que haberla, que no fuera de condena.
Todo lo que podía hacerse jurídicamente se había hecho. En reunión general en la Asociación de Familiares Caídos en Defensa del Gas (Asofac-DG), evaluamos que el proceso iba a concluir, para bien o para mal, sólo con movilización. Discutimos qué medida tomar: se habló de huelga de hambre, de crucifixiones, marchas… finalmente, se decidió instalar una vigilia en Sucre, frente a la Corte Suprema de Justicia. Queríamos interpelar al Poder Judicial, pero que no se interprete como una agresión que motive la suspensión de las audiencias.
En la reunión planteé buscar el apoyo de algunas organizaciones no gubernamentales (ONG) de El Alto para la medida que se iba a empezar. Se debatió y se decidió unánimemente que no, que se iría con los recursos que se tenían, que era su causa y la de la gente; se pensaba que si alguna ONG aportaba algo, luego iba creerse dueña de la causa. Tiempo atrás, el Gobierno había dado un monto de dinero como ayuda humanitaria a cada víctima de la masacre; las familias de los caídos en 2003 habían reservado parte de ese dinero para este momento del juicio, había para los pasajes de ida y para algunos gastos.
El lunes 4 de julio de 2011, luego de más de 12 horas de viaje, a eso de las 08.00 llegaron a Sucre 41 compañeros con la decisión de quedarse en vigilia hasta que la Corte Suprema de Justicia dictara sentencia. Traían una cocina con su garrafa, algunas ollas y, cada quien, frazadas y algo de ropa. Unas tres cuadras antes del parque Bolívar, en Sucre, donde se encuentra el enorme y frío edificio de la Corte Suprema, empezó una marcha, con el pasacalles por delante y la wiphala en alto.
El primer día se trabajó en instalar el campamento. Se consiguieron prestadas algunas carpas “iglú” y se improvisó una carpa más grande en base a un toldo. Se utilizaron algunos cartones descartados como colchones. En el campamento almorzamos una sopa de fideos y cenamos una taza de té con pan.
El martes 5 de julio, el acusado Juan Véliz no se presentó a la audiencia; decía estar enfermo. El Tribunal suspendió las audiencias por enésima vez sin que se sepa cuándo se reanudarían. Cundió el desánimo, varios compañeros hablaban de regresar y el Tribunal no inspiraba ninguna confianza; todos tenían obligaciones y necesidades en sus hogares. La mañana del miércoles se discutió mucho y agriamente; se decidió que se quedaran quienes podían y querían; la verdad es que tenía miedo de que todos regresaran a La Paz. En la tarde se fueron algunos, en la noche estaba la mayoría. En los 57 días siguientes de vigilia nadie volvió a hablar siquiera de dejarla.
La tarde de ese miércoles se instaló en el parque Bolívar una feria, y una señora que tenía su puesto de tortas se acercó con una, que la cortó en porciones y las iba repartiendo; se le acabó y trajo otra, hasta que todos terminamos comiendo torta. Dijo poco, que sólo quería apoyar con lo que tenía. Desde entonces hubo una procesión de solidaridad; venía la gente trayendo comida, agua, más carpas, música, teatro, fuerza, vida. La vigilia se mantuvo por dos meses gracias al apoyo de la gente.
Una noche, frente al ingreso principal de la Corte, en plena calle, se improvisó un escenario y Gonzalo Callejas presentó para la gente en vigilia el monólogo Vida, pasión y muerte de Jesús Mamani. Al final, Juan Patricio, entonces presidente de la Asofac, emocionado me dijo: “Nunca vi nada igual”.
Los acusados procuraron hasta el final obviar que eran perseguidos por sus víctimas; primero decían que los perseguía el Gobierno, luego se ilusionaron pensando que los acusábamos sólo unas cuantas personas que hablábamos por las víctimas. En el fondo, creo que pensar eso les daba alguna tranquilidad. Su sorpresa fue grande cuando, desde julio de 2011, tuvieron que enfrentar todos los días a sus víctimas, hasta la sentencia. Antes de ese día, salvo en el inicio del juicio oral, el 18 de mayo de 2009, habían ido a la audiencia algunas de ellas, y de éstas muchas no habían asistido a ninguna. Desde que llegaron las víctimas a Sucre, los acusados pidieron salir por la puerta de atrás de la Corte Suprema; no sé a ciencia cierta si por el miedo a los indios o a sus conciencias, o a ambos.
El 30 de agosto de 2011, a eso de los 14.00, el Tribunal de Sentencia de la Corte Suprema de Justicia dictó el fallo que condenó a los generales Juan Véliz Herrera, Roberto Claros Flores, Oswaldo Quiroga Mendoza y al almirante Alberto Aranda Granados, miembros del Alto Mando Militar de entonces, de haber cometido el delito de masacre sangrienta, y a los exministros Érick Reyes Villa y Adalberto Kuajara, por cómplices.
Cuando empezó el proceso por la masacre en 2003, muchas voces agoreras y sabidas decían que el juicio no tenía futuro, que no se iba a conseguir nada. Sin embargo, hasta ahora, el proceso está vigente y se concluyó una investigación compleja. Hay una primera sentencia por la que siete exautoridades cumplen condena y una orden de captura internacional contra nueve acusados prófugos. El 6 de septiembre último se conoció que el Gobierno de Estados Unidos rechazó la solicitud de extradición de Gonzalo Sánchez de Lozada y Carlos Sánchez Berzaín, además de Jorge Berindoague, y muchos expresaron que ya la causa está perdida y que no hay nada que hacer. Hay mucho que decir y hacer, pero ésa… ésa es otra historia.