Cochabamba, perenne Stalingrado
La Llajta, sobre todo desde principios de siglo, fue un campo de batalla política decisivo
La batalla de Stalingrado entre soviéticos y nazis definió hace 77 años a vencedores y vencidos de la Segunda Guerra Mundial. Salvando las distancias, Cochabamba, sobre todo desde inicios de siglo, es ese mismo “campo de batalla” política decisivo para Bolivia, que sin embargo no suele merecer la debida atención de los adversarios. En este valle tuvieron lugar algunas de las fundamentales gestas independentistas, nacieron 18 de los 74 presidentes del país (estamos solo detrás de La Paz, con 27), varios de sus hijos fueron los que forjaron la Revolución del 52 y enfrentaron con valor a los regímenes de facto.
Iniciado en 2000, fue acá donde comenzó a morir el Estado neoliberal que, entonces bajo el mando del ex dictador Hugo Banzer, quería privatizar el agua potable, aun la de la lluvia. La urbe entera se sublevó contra el abuso, y en la victoria popular, con un activo concurso de la clase media, fue vital la participación del campesinado cocalero, pese a que a éste no le afectaba la medida: ni siquiera tenía red de ese servicio básico. Por cierto, con notoria influencia del sindicalismo minero, fue desde los 80 el Trópico una de las vanguardias del movimiento nacional-popular. Éste levantó banderas de reivindicación colectiva y llegó al poder democráticamente en 2005, al frente de un líder que, si bien vino al mundo en Oruro, nació políticamente en esta región.
Su gobierno fue desafiado por sectores retrógrados y conservadores desde un inicio, temerosos de perder antiguos privilegios, sin que se termine de inclinar la balanza hasta dos años después. El luctuoso 11 de enero de 2007, Cochabamba literalmente fue un campo de batalla entre agricultores que para las élites“invadían” una ciudad de su exclusiva pertenencia, y a los que por la fuerza se desalojó con muertos de ambos bandos y la intervención de los llamados “Jóvenes por la Democracia”, precursores del grupo paramilitar y neofascista que hoy opera con el alias de “Resistencia Juvenil Cochala”. El contexto provisional de la pugna fue el deseo del prefecto Manfred Reyes Villa (ahora de vuelta tras su larga residencia en EEUU) de sumarse a un ilegal “referendo autonómico”, a tono con afanes separatistas en el oriente del país.
En un reportaje de ese año, el periodista Santiago Espinoza profetizaba: “A tres meses del 11 de enero, la parafernalia mediática local ha reducido aquella que estuvo a punto de ser ‘una guerra civil’, en un obituario. Ha convertido una de las mayores tragedias de la era democrática boliviana en una noticia pasada (…). Y lo peor es que los cochabambinos parecen haberlo asumido así.Nadie parece reparar que, en enero, esa ‘guerra de baja intensidad’ entre los movimientos sociales afines al MAS y el prefecto Reyes Villa tomó súbitamente ribetes violentos, involucrando a sectores que poco o nada tenían que ver con la pugna política, los cuales protagonizaron algo muy cercano a una conflagración civil. Nadie parece haber tomado conciencia de que Juan Ticacolque, Cristhian Urresti y Luciano Colque fueron las primeras víctimas de la lucha por ‘desempatar’ el escenario político. Nadie parece tener en cuenta que la autonomía se ha convertido en el factor al que la clase política y dirigencial apuesta para decantarla balanza política. Y nadie parece haber percatado que los bandos en pugna no han dado la lucha por terminada ni mucho menos”.
Y, tras el“desempate” pasajero de 2008, en lo que fue una acción y respuesta militar (el llamado caso Terrorismo que Jeanine Áñez pidió anular), las facciones se relajaron por más de una década. El lado señorial, en apariencia derrotado,se enfocó en sus negocios, aprovechando oportunidades incluso con un Estado que había combatido, pero del que se dejaba absorber, aunque solo en lo material, nunca en lo simbólico. No construyó liderazgos mayores que asambleístas estridentes sin perspectiva (pienso en Norma Piérola o el mismo Arturo Murillo). En el MAS, las cosas no fueron mejor. Con excepciones, descuidó afianzar su triunfo principalmente en la ciudad capital,respaldando en alguna medida a una alcaldía tan nefasta como la de Gonzalo Terceros, a un edil propio como Edwin Castellanos(¡!) o a candidatos anodinos o igualmente pésimos en otras funciones. Fruto de ello, la báscula, en lo municipal y llegando a una población tan importante como Quillacollo, se volvió a desequilibrar con la impensada elección de un personaje como José María Leyes.
Así llegamos a las elecciones de 2019, con una sociedad fascistizada de manera especial en su clase media, vaya ironía, buena parte de ella en ascenso gracias a los logros económicos del Gobierno. Estos sectores, ofendidos por otro lado por el desconocimiento de su voto en el referendo del 21F (aunque en Cochabamba ganó el Sí), no dudaron en plegarse con militancia al golpe de Estado perpetrado por la reacción, comiéndose entera la narrativa de un supuesto y “monumental fraude”, que de monumental y real solo tiene los esfuerzos propagandísticos y financieros de las élites que operaron dentro y fuera del país para el derrocamiento. Derrocamiento del que brotaron “figuras” como Murillo (cochabambino, al igual que Carlos Sánchez Berzaín y hasta diría que Luis Arce Gómez, de no ser porque este último era chuquisaqueño).
Y, aunque el coronavirus vino para modificar de modo abrupto el panorama, la contienda no ha cesado, incluso con el grave drama que involucra la enfermedad y con los roles de 2005 intercambiados. Precisamente el Ministro de Gobierno, ícono de una administración lamentable que no tomó otro recaudo ante la pandemia que fortalecer el aparato represivo, sostiene una arremetida contra campesinos, obreros y trabajadores informales. Tras la impune masacre de Huayllani cuando asesinaron a 36 compatriotas, los escenarios son, cómo no, el Trópico nuevamente, al que, pese aun a sus acciones solidarias de distribución de alimentos,se ha criminalizado y estigmatizado, como se lo ha hecho con la zona Sur, donde a estas alturas siguen irresueltos los problemas de la basura y el agua potable. De ese modo y con el virus circulando, el Estado policial, víctima de su propia incapacidad y corrupción, no sabe hacer otra cosa que buscar chivos expiatorios de los que viola todos sus derechos. Y la clase popular, replegada en sí misma tras la violencia que sufre desde octubre, protesta con justicia por la persecución, pero adiciona demandas nacionales que no terminan de cuajar en el conjunto.
La salida no debe ser otra que la democrática, pero ésta se halla lejos en tanto el régimen de facto no viabilice el voto y siga empeñado en negar a las mayorías y ofrecer solo garrote, bala o naves de guerra como las que sobrevolaron el sur hace unos días. Enfrente, los movilizados deben dejar de lado su ensimismamiento y profundizar su agenda colectiva con la inclusión de todos los sectores y renovando liderazgos que potencien su aún tímido acercamiento a la clase media, más cuando todo apunta a que el colaboracionista Carlos Mesa se las jugará por el golpismo que él mismo engendró. Solo si los verdugos apuestan a la vía pacífica y si el movimiento nacional popular, como lo ha hecho siempre, enfatiza su generosidad y afina su estrategia, Cochabamba dejará de ser Stalingrado. Hasta nuevo aviso.
Sergio de la Zerda es periodista, excandidato a diputado por el MAS