El sentido del impuesto a la riqueza
El perfil solidario del impuesto puede ser un quiebre en el carácter regresivo de nuestro sistema tributario
El anuncio de la creación de un impuesto a la riqueza desde los días de campaña del MAS, ha generado un interés inusitado en los medios de comunicación y en las redes sociales. Las voces detractoras de esta propuesta han procurado opacarla bajo la retórica del riesgo de que introduciría desincentivos en un momento de crisis económica. Las olas de desinformación y noticias falsas no tardaron en expandir rumores sobre la posible afectación de una gran mayoría de la población, sin ahondar en las razones de redistribución y eficiencia fiscal en la lucha contra el fraude y la evasión tributaria en las que se basa este tipo de reforma.
Frente a la desinformación y la resistencia, las nuevas autoridades del área económica no tardaron en aclarar las principales características del impuesto: será aplicable a las “grandes fortunas”, es decir, a un patrimonio superior a determinado umbral (aún no definido) no menor a 30 millones de bolivianos (más de 4 millones de dólares), estableciendo así un mínimo lo suficientemente elevado para dejar afuera a la mayoría de los ciudadanos, pues alcanzaría, según afirmaron las autoridades, a un universo de algo más de un centenar de personas especialmente privilegiadas. Sobre el diseño, se ha anunciado una alícuota progresiva, es decir, también igualadora entre los ricos, porque sería creciente según el tramo de patrimonio. Se estima de manera preliminar una recaudación de 100 millones de dólares anuales, recursos que representan una mínima fracción de la recaudación tributaria en el país, pero suficiente para duplicar, por ejemplo, la inversión pública municipal destinada a programas y proyectos que promueven la equidad de género en el país.
¿Por qué una propuesta de recaudación que solo alcanzaría a un grupo reducido de la población genera tanta resistencia y preocupación de la opinión pública? Me atrevo a enumerar al menos tres razones.
Primero, la economía política de las reformas tributarias siempre ha sido compleja y, por eso, no llama la atención que este anuncio suscite revuelo, pues cae en un campo minado de las políticas públicas debido a los intereses que están en juego cuando se habla de impuestos, más aún en el caso de un impuesto a la riqueza de las personas, medida nunca antes discutida en el país. Segundo, en un ambiente polarizado, la resistencia a esta medida, que no afectará a las clases medias, se ha convertido en una trinchera más de confrontación entre las voces ubicadas en las coordenadas progresistas o conservadoras del tablero. Tercero, las élites económicas en el mundo se han acostumbrado a políticas fiscales que las benefician a través de subsidios, exenciones, exoneraciones, e incluso vacíos legales que han facilitado la fuga de capitales hacia los denominados paraísos fiscales. El caso de Bolivia no escapa a esta situación.
En 2019, la Comisión Especial Mixta de la Asamblea Legislativa encargada de investigar el caso de los Papeles de Panamá para Bolivia concluyó que existía una fuga aproximada de 1.000 millones de dólares anuales, escondidos en paraísos fiscales alrededor del mundo. El posible traslado de activos a jurisdicciones poco transparentes podría ser uno de los mayores desafíos de la administración tributaria para cumplir con el objetivo redistribuidor de este impuesto, pero a la vez su creación puede generar las condiciones para facilitar el intercambio de información necesario entre administraciones tributarias a fin de combatir la opacidad.
En un momento de crisis económica hablar de esta reforma adquiere un sentido ético adicional, la recuperación solidaria. La crisis económica, agudizada por la pandemia y las medidas de cuarentena, anticipa una contracción económica severa en el país, poniendo en riesgo la trayectoria de crecimiento pro pobre que había caracterizado el cambio económico y social en los años previos al quiebre político institucional de octubre de 2019. Para este año, se proyecta una caída del PIB en torno a 6%. La pérdida de ingresos laborales y el deterioro de las condiciones de empleo han significado caídas sustanciales en los ingresos de los hogares bolivianos, en especial de los hogares más pobres, y de aquellos trabajadores insertos en los sectores de la economía más golpeados por la crisis.
Algunos análisis estiman pérdidas de más de 70% de los ingresos en los hogares más pobres, frente a 2% en los ingresos laborales más altos. El impacto negativo de la crisis no se ha logrado mitigar de manera significativa con la respuesta de protección social asumida durante el gobierno transitorio (transferencias monetarias distribuidas a distintos grupos de la población) y requieren una reformulación en el diseño para asegurar que los recursos lleguen a quienes más los necesitan. De no asumirse medidas urgentes para frenar esta tendencia, la contracción económica esperada para 2020 podría traducirse en medio millón de personas pobres más este año.
En el mediano plazo, y tomando conciencia de los desafíos de la transición hacia un nuevo ciclo económico con igualdad, parte de las alternativas incluye una discusión urgente que el país ha postergado: la necesidad de transformar el carácter regresivo de nuestro sistema tributario, y de identificar nuevas fuentes de movilización de recursos que superen las limitaciones de sostenibilidad de las recaudaciones dependientes de hidrocarburos en momento de recesión, procurando reducir la concentración de las recaudaciones en impuestos al consumo, como el IVA, que por sus características recae en mayor medida en las poblaciones más pobres.
La propuesta de un impuesto a las grandes fortunas manda una señal esperanzadora sobre las posibilidades de una nueva normalidad centrada en la premisa de que no habrá recuperación posible sin reformas fiscales progresivas en el corto plazo. Si bien esta innovadora propuesta no resolverá el problema crítico del reducido espacio fiscal que enfrentará el sector público en el mediano plazo para financiar el desarrollo, su sentido solidario puede marcar un punto de quiebre en el carácter regresivo de nuestro sistema tributario y promover una asignación del gasto público capaz de revertir la trayectoria “desigualadora” y “empobrecedora” que esta pandemia ha profundizado.
(*) Verónica Paz Arauco es economista
(**) La autora es Coordinadora de Campañas e Incidencia de Oxfam en Bolivia.