‘Tuve unos amores infantiles terribles, muy apasionados’
Quizás sólo Elena Poniatowska —flamante Premio Cervantes 2013— podía hacer que Julio Cortázar hablara sobre su niñez como la hace en esta entrevista
![](https://www.la-razon.com/wp-content/themes/lr-genosha/assets/img/no-image.png)
—¿Qué noticias me da de Luis Sandrini?
Julio Cortázar se inclina —siempre se inclina— sobre su interlocutor, un señor calvo.
—No sé nada de él. Es un cómico que murió hace tiempo, ¿no?
En la casa de la editorial Siglo XXI, detrás de las puertas vidriadas, otro calvito de anteojos con una pila de libros bajo el brazo aguarda un autógrafo. Cuando Julio se dispone a firmar, el calvo murmura algo acerca de Luis Sandrini.
Le pregunto a Julio:
—¿Qué tienes tú que ver con Luis Sandrini?
—Nada. Por lo visto, México está lleno de cronopios —ríe.
—O de piantados.
—Siempre me suceden cosas extrañas. Recuerdo a una señora sudorosa y efusiva que me persiguió para felicitarme: “¡Me encantan sus cuentos, me fascinan y a mi hijo también ¿No quiere escribir un cuento en el que el personaje principal se llame Harry El Aceitoso?!”. Supongo que quería complacer a su hijo. Y te voy a confesar una cosa, Elena, estuve tentado de escribir un cuento sobre Harry El Aceitoso.
—¿Y en qué otras tentaciones caes?
—En muchas.
Ríe y sus dientes (los dos de enfrente separados) son de niño. Si no estuvieran manchados de nicotina, diría que son de leche como eran los de Diego Rivera.
Si lo pienso bien, todo Julio es de leche, es alimenticio, es bueno, calienta el alma y se deja beber por cuantos se le acercan. No guarda una sola distancia, nada hay en él de vedette, jamás se burla de sus interlocutores ni siquiera del que insiste en Luis Sandrini. Asume nuestra ignorancia, nuestra debilidad. Abraza. Imposible sentirse mal con él. Con razón las mujeres lo inundan de cartas.
—¿En qué tentaciones caíste de niño? ¡Ésas interesan muchísimo a tus enamoradas que en México son legiones!
—Los recuerdos de infancia y adolescencia son engañosos. Me sentí mal de niño.
—¿Por qué? ¿La realidad te agobiaba?
—Sí, yo creo que fui un animalito metafísico desde los seis o siete años. Recuerdo muy bien que mi madre y mis tías —mi padre nos dejó muy pequeños a mi hermana y a mí—, en fin, la gente que me veía crecer, se inquietaba por mi distracción o ensoñación. Yo estaba perpetuamente en las nubes. La realidad que me rodeaba no tenía interés para mí. Yo veía los huecos, digamos, el espacio que hay entre dos sillas y no las sillas, si puedo usar esa imagen. Y por eso, desde muy niño, me atrajo la literatura fantástica. En un capítulo que se llama “El sentimiento de lo fantástico” conté que uno de mis dolores más grandes fue darle a un amigo mío la historia del hombre invisible que Welles tomó de Julio Verne, y que éste me lo aventara.
—¿Te rechazó?
—Fui enfermizo y tímido, con una vocación para lo mágico y lo excepcional que me convertía en la víctima natural de mis compañeros más realistas que yo. Pasé mi infancia en una bruma de duendes, elfos, con un sentido del espacio y del tiempo distinto al de los demás.
Lo cuento en La vuelta al día en ochenta mundos. Entusiasmado le enseñé mi escrito a mi mejor amigo, y me lo tiró a la cara: “No, esto es demasiado fantástico”.
—¿Y tú nunca tuviste deseos de ser científico, descubrir el porqué de las cosas?
—No. Tuve deseos de ser marino. Leí a Julio Verne como loco y lo que quería era repetir las aventuras de sus personajes: embarcarme, llegar al Polo Norte, chocar contra los glaciares. Pero, ya ves —deja caer las manos—, no fui marino, fui maestro.
—Entonces, ¿tu infancia fue cruel?
—No, cruel no. Fui un niño muy querido e incluso esos mismos compañeros, que no aceptaban mi visión del mundo, sentían admiración ante alguien que podía leer libros que a ellos se les caían de las manos. Lo que pasa es que estaba yo desollado, no me sentía cómodo dentro de mi piel. Antes de los 12 años vino la pubertad y empecé a crecer mucho.
—¿No te dio seguridad ser alto?
—No, porque se burlan de los altos.
—Yo creía que ser alto da mucha seguridad.
—Pues estás equivocada —se anima—. Hay un cuento que me proyecta mucho: Los venenos. Tuve unos amores infantiles terribles, muy apasionados, llenos de llantos y deseos de morir; tuve el sentido de la muerte muy, muy temprano, cuando se murió mi gato preferido; este cuento, Los venenos, gira en torno a la niña del jardín de al lado, de quien me enamoré, y de una máquina para matar hormigas que teníamos cuando era niño. Asimismo, es la historia de una traición, porque una de mis primeras angustias fue el descubrimiento de la traición. Yo tenía fe en los que me rodeaban y por eso el descubrimiento de los aspectos negativos de la vida fue terrible. Esto me sucedió a los nueve años.
—Julio, tú siempre describes niños, adolescentes entrañables y sobre todo sufrientes.
—De niño no fui feliz, y esto me marcó muchísimo. De ahí mi interés en los niños, en su mundo. Es una fijación. Soy un hombre que ama mucho a los niños aunque no he tenido hijos. Creo que soy muy infantil en el sentido de que no acepto la realidad. A los niños les cuento cosas fantásticas e inmediatamente establezco una buena relación con ellos. Los que sí no me gustan nada son los bebés; no me acerco a ellos hasta que no se vuelven seres humanos.
—Creo que los niños de tus cuentos conmueven, Julio, por su autenticidad.
—Sí, porque hay niños muy artificiales en la literatura. Un cuento que yo quiero mucho es el de La señorita Cora; la situación de ese adolescente enfermo yo la viví, y como te lo dije, tuve una gran experiencia en amores sin esperanza a los 16 años, cuando consideraba que muchachas de 18 o 20 años eran unas mujeres muy adultas. Entonces me parecían un ideal inaccesible, y por eso se creaba una situación de realización imposible. La señorita Cora es un cuento con el que sufrí mucho. Tú sabes que uno de los fantaseos de los niños es imaginarse a punto de morir. Entonces el ser amado aparece arrepentido, abraza y ama, llora su culpabilidad, jura amor hasta la eternidad, en fin, una situación arquetípica.
—¿No crees que en todo esto hay mucha autocompasión?
—Creo más bien que hay una aptitud definitiva para regresar a la visión del mundo de un niño; yo siento un gran placer en escribir ese retorno; me siento bien cuando regreso a mi infancia.
—De esa fijación tuya en la infancia, ¿han surgido los libros-objeto, los collages, los recortes?
—Sí, me gustan mucho los juguetes, pero los que son ingeniosos, los que se mueven y actúan; me gustan tanto como las papelerías, los cuadernos, la punta de los lápices, las gomas de migajón, la tinta china. Al Larousse Ilustrado lo olía: tenía un olor perfumado que todavía me llega. Tengo un amor infinito por los diccionarios. Pasé largas convalecencias con un diccionario sobre las rodillas buscando la definición de la goleta, del porrón, del tifus. Mi madre se asomaba a la recámara a preguntarme: “¿Qué le encuentras a un diccionario?”.
—Tu madre, Julio, ¿tenía imaginación?
—Mi madre tenía una peculiar visión del mundo. No era una gente muy culta, pero era incurablemente romántica y me inició en las novelas de viajes. Con ella leí a Julio Verne. Es extraño, porque las mujeres no leen a Julio Verne. Mi madre leía mala literatura, pero su enorme imaginación me abría otras puertas. Teníamos unos juegos: mirar el cielo y buscar la forma de las nubes e inventar grandes historias. Mis amigos no tenían esa suerte. No tenían madres que mirasen las nubes.
(La Revista de la Universidad de México rescató recientemente la versión completa de esta entrevista. Un doble homenaje, a Cortázar y a Elena Poniatowska que acaba de ganar el Premio Cervantes.)