Mil oficios: autorretrato
¿Puede un niño ‘cobrar’ como salario tres revistas deportivas de un mismo número? Así fue
El niño recorre feliz los campos sobre la espalda de su padre, cual si fuera el lomo de un corcel, con la diferencia de que las manos cruzadas hacia atrás hacen de estribo. Abrazado del hombre bueno de cerca de 40 años, desde las alturas, el pequeño tiene una vista privilegiada: un horizonte de cerros blancos, el bofedal, la planicie de espinas, thola y yareta; el camino polvoriento, los pasos y al fondo, Llallagua, la serranía azul en forma de conos, tendidos por la naturaleza lado a lado.
Van camino a la cantera en Cantuyo, a picar piedra a punta barreno, combo y cincel. Maestro de profesión, el joven padre había decidido mejorar sus ingresos con la venta de piedra caliza, cotizada por los constructores del pueblo para los cimientos y la base de las casas. Pilas y filas de pesadas piedras, algunas pulidas finamente y otras brutas, esperaban a los camiones.
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Acompañado de su hermano mayor, un flaco moreno y con el ceño siempre fruncido, pero capaz de domar toros bravos y montar el yugo para el barbecho o la siembra, el pequeño supo que las piedras eran la gallina de los huevos de oro, aunque para su edad ser picapedrero resultaba inalcanzable. Era una inspiración de mil oficios.
Un día, el niño fue confinado, un decir, a la estancia de su tío Esteban. Partió con el encargo de ayudar en tareas pecuarias, al cuidado de ovejas y llamas. Ha debido ser su primer oficio.
Al llegar a Qutaña, las primas lo esperaban con un asado. Luego, serían las compañeras de faena y de juegos.
Pero el chiquillo no aguantó la ausencia y a los pocos días decidió volver a casa. Tomó la misma ruta, aunque tuvo que —entre lágrimas y temor— armarse de valor para cruzar praderas y pajonales, escarpados caminos y desoladas rocas. La reprimenda que lo esperaba.
Meses después, otras tareas le abrieron los ojos. Con la intercesión de su padre, llegó a la pensión de don Gilberto, un tipo dicharachero y hasta matón. Solo la sazón de las comidas de doña Rogelia pudieron retenerlo por un par de vacaciones escolares. Y los dos panes de yapa diarios que don Pedro le daba al recoger el saco.
¿Puede un niño “cobrar” como salario tres revistas deportivas del mismo número? Así fue. Eran del homenaje a la Academia Tahuichi, campeona del primer Sudamericano Infantil de Clubes en Argentina. Aquel memorable equipo de Rolando Aguilera (+), Eduardo “Zorro” Rivero o de Francisco Takeo, Joaquín Ardaya, Rolly Paniagua y otras pequeñas figuras descollantes.
Pero sus expectativas mejoraron cuando fue “contratado” como el vendedor de la cooperativa comercial del pueblo. Uno a uno, los socios le encargaban su turno a cambio ropa, dinero o una cámara fotográfica instantánea Polaroid.
¡Qué gran emolumento resultó este novedoso aparato con el que logró su independencia laboral! El Carnaval era la época propicia para sus ganancias, aunque el dolor de hacerle un retrato a su primo fallecido a las horas de nacer, Sócrates, y no uno a su abuela Micaela lo marcó.
Con más experiencia en los negocios, aprovechó cada campeonato de fútbol y básquet del pueblo para sellar números y nombres de los clubes a plan de soplete, pintura y gasolina. Era todo un oficio, desde dibujar y cortar moldes con Guillete, hasta plagiar logotipos de Nike o Adidas.
Artista, tuvo que incursionar en el dibujo a lápiz y a marcadores Faber Castell para sus compañeras de la promoción, que le pagaban cómodos precios por un cuadro o unas carátulas.
Pero el radio Philips de la abuela y la simulación de comunicación con un hilo y dos vasos a cien metros de distancia, en el colegio, fueron la inspiración de su oficio de vida: periodista.
(*) Rubén Atahuichi es periodista