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‘Bye bye Monroe, hello Troilo’

La doctrina Monroe perdió vigencia, pero eso no significa que EEUU se haya retirado de América Latina

/ 1 de diciembre de 2013 / 04:00

Recientemente, el secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, proclamó lo que en los hechos ya resultaba evidente a mediados de la década pasada: el ocaso de la doctrina Monroe. Un conjunto de factores estructurales de diversa índole, de tendencias globales y regionales y de transformaciones de envergadura en muchos países del continente (incluido, por supuesto, EEUU) fueron confirmando los límites y los costes de la diplomacia coercitiva, de la capacidad de Washington de intervenir unilateralmente en los asuntos internos de América Latina y de lograr, sin consultar a nadie, la satisfacción de sus principales objetivos en el área.

Quizás de modo un tanto ingenuo, algunos observadores en la región detectaron en las palabras de Kerry una nueva vocación de aislacionismo de EEUU respecto a Latinoamérica. Con escasa base empírica, hubo otros que percibieron que el gesto de Kerry era la constatación de que EEUU ya se había “ido” de América Latina. La consecuencia natural de esas dos lecturas fue enseguida una sola: bye bye Monroe, adiós EEUU.
Probablemente resulte más preciso reconocer que el fin de la doctrina Monroe no implica el “retiro” o el “olvido” de EEUU con relación a América Latina.

Es posible que resulte útil comenzar a hablar de la doctrina Troilo como una suerte de sustituto simbólico a propósito de las relaciones interamericanas.

Aníbal Troilo no fue un político latinoamericano, sino uno de los más grandes bandoneonistas argentinos. Nocturno a mi barrio fue una composición suya especial: no solo la escribió en 1968, sino que fue la única que interpretó en 1972. Su letra viene al caso. En aquel soberbio tango, Troilo decía:

“Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio. ¿Cuándo? ¿Pero cuándo? Si siempre estoy llegando”. La letra tanguera se puede usar para discernir cómo, a pesar de las apariencias y de algunos diagnósticos altisonantes que han ido surgiendo en la propia América Latina, los datos concretos más recientes muestran que EEUU nunca se “fue” de la región. Por ejemplo, es cierto que el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) se desvaneció en 2005 en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata. Pero EEUU ya suscribió y ratificó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte con México y Canadá, el Tratado de Libre Comercio con Centroamérica y República Dominicana y los tratados de comercio bilaterales con Chile, Colombia, Perú y Panamá. Mientras, el Mercosur no ha definido una mirada medianamente consistente hacia el Atlántico ni tiene una perspectiva consensuada con relación al otro océano que baña las costas de América Latina, la Alianza del Pacífico (Chile, Colombia, Perú y México) se suma, por interés propio, a la denominada pivot strategy mediante la cual EEUU busca afirmar su proyección de poder en Asia, acompañada por aliados regionales, y rodear a Beijing para limitar la influencia china en la cuenca del Pacífico. Paralelamente, EEUU continúa siendo, a pesar del avance de China en América Latina, el principal inversor en México y la cuenca del Caribe, según el último informe de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) en la materia.

Además, de acuerdo con la misma fuente, y a pesar de la persistente crisis económica interna, “en 2012 las empresas transnacionales de EEUU fueron responsables del 24%” de la inversión extranjera directa en América Latina; “un porcentaje mayor que el de los cinco años anteriores”.

En cuanto a políticas contra el narcotráfico, y al margen de que se cuestione en la región la llamada “guerra contra las drogas”, Washington ha llevado a cabo el Plan Colombia, la Iniciativa Andina, el Plan Mérida, la Iniciativa de Seguridad de la Cuenca del Caribe y la Iniciativa de Seguridad Regional para Centroamérica. La creación en 2009 del Consejo Sudamericano de Defensa fue trascendental, pero se produjo después de que EEUU volviera a restablecer en 2008 la IV Flota que había sido disuelta en 1950 y que ahora tiene como misión principal combatir el crimen organizado transnacional. Es cierto que en diciembre de 2000 se cerró la infausta Escuela de las Américas, donde se adiestraron tantos dictadores de la región, pero el total de latinoamericanos entrenados en EEUU entre 1999 y 2011 fue de 195.807 (www.justf.org), superior a algunas de las décadas de mayor contacto intramilitar en el continente. A ello hay que sumar la consolidación de bases en Centroamérica y el Caribe y la ampliación de facilidades militares, como el despliegue de radares y el aumento de operaciones contra las drogas en esa zona próxima que Washington considera su “tercera frontera”.

Por más diversificación de la asistencia que han buscado los Estados latinoamericanos, la ayuda total a la región de EEUU sigue destacándose sobre el resto de países: $us 17.317 millones entre 2009 y 2014. La asistencia militar y policial fue de $us 6.821 millones en el mismo periodo, supera la cantidad brindada por cualquier otra nación extrarregional. Si bien la región apuntó a tener fuentes distintas en cuanto a la provisión de armamentos, el total de ventas de armas de EEUU a Latinoamérica fue de $us 11.191 millones entre 2006 y 2011. Aunque EEUU se replegó de Ecuador al finiquitarse su uso de la base de Manta y no logró que fuese constitucional el acuerdo con Colombia para usar siete bases militares de ese país, Washington logró sellar dos compromisos con Brasilia (el acuerdo de cooperación en defensa de abril de 2010 y el acuerdo de seguridad en información militar de noviembre de ese mismo año) e iniciar la readecuación de un acuerdo de cooperación en defensa con Perú de 1952. Corresponde aclarar asimismo que según el Stockholm International Peace Research Institute, EEUU es el segundo proveedor de armamentos de Brasil después de Francia y antes de Alemania y Suecia.

En buena parte de la opinión pública y política persiste la idea de que la cuestión de los drones (vehículos aéreos no tripulados) y de las fuerzas de operaciones especiales se manifiesta fuera de la región; en especial, en Asia Central, Próximo Oriente y el norte de África. Sin embargo, los drones operan en los límites entre EEUU y México y ya hay ensayos con dichos vehículos para interceptar cargamentos de drogas en el Caribe, al mismo tiempo que, según una nota del The Washington Post, los militares estadounidenses han empleado drones en Colombia. Por su parte, las Special Operations Command South, en el marco del Comando Sur con sede en Miami, vienen desarrollando ejercicios con varias fuerzas armadas de la región y el Air Force Special Operations Command ha estado activo en América Central desde 2009. Cabe destacar también que el almirante William McRaven, al frente del Special Operations Command, indicó en 2012 la voluntad del Pentágono de expandir el rol de las fuerzas de operaciones especiales en América Latina, a pesar de no ser ésta un área desde donde se ponga en jaque la seguridad nacional de EEUU. Hay que añadir que, según una nota de comienzo de 2013 de Associated Press, en todo momento del año hay hasta 4.000 efectivos militares de EEUU desplegados a lo largo y ancho de América Latina. En síntesis, el país del norte no ha sido pasivo ni irrelevante en materia de relaciones interamericanas, ya sea en lo económico, en lo político, en lo asistencial y en lo militar. Nunca se “fue” de la región: está ahí. La doctrina Monroe perdió vigencia, pero eso no significa que Estados Unidos se haya retirado de América Latina. En realidad, Washington siempre está “llegando” a la región: bye bye Monroe, hello Troilo.

El gran desafío para la región es saber cómo manejar esas relaciones y cómo avanzar en la autonomía internacional de América Latina, salvaguardando los intereses nacionales de cada país. La región se equivoca si confunde el reconocimiento de parte de EEUU de nuevas realidades mundiales y continentales con inactividad por parte de Washington respecto a la región. El error podría ser mayúsculo si no se entiende que es imperativo para Latinoamérica desagregar temas y discernir coyunturas en sus relaciones con EEUU: al final del día ese país es, simultáneamente, proveedor de orden y desorden en el continente.

Es director del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT) en Argentina.

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EEUU y la cumbre

En realidad, EEUU no tiene la voluntad para repensar su relación con la región.

/ 12 de junio de 2022 / 15:21

DIBUJO LIBRE

En 2022, 28 años después del primer encuentro continental, Estados Unidos realiza la IX Cumbre de las Américas en Los Ángeles. Aún es un misterio por qué el gobierno de Donald Trump solicitó, en la VIII Cumbre de 2018 reunida en Lima y a la cual el mandatario estadounidense no asistió, ser sede de la siguiente cita. La mezcla de desdén, destrato y desprecio que mostró su administración hacia América Latina solo puede llevar a una conjetura: de haber sido reelecto presidente, este cónclave habría sido un ejercicio para disciplinar la región y avanzar en su proyecto reaccionario con el acompañamiento de algunos mandatarios del área. En todo caso, le cupo al presidente demócrata Joe Biden llevar a cabo la cumbre. No sin obstáculos.

Para comenzar, estuvo el problema de la pandemia que obligó a modificar la fecha. El telón de fondo lo han dado los 18 meses de la política latinoamericana del gobierno demócrata. En breve, hasta el momento la gestión hacia la región ha tenido más continuidad que cambio, una suerte de “trumpismo soft”. Casi ninguna de sus promesas, por ejemplo, en materia de migración y de recursos significativos para América Central, se han cumplido. Las sanciones a países como Venezuela y Cuba no han sido reconsideradas. Al igual que desde hace décadas, el lugar del Comando Sur en los vínculos interamericanos parece predominar por sobre el del Departamento de Estado. Poco ha variado también la estrategia internacional de Washington en materia de drogas ilícitas.

Ahora bien, en esencia, esta cumbre tiene un encuadre muy distinto de la de 1994. El debilitamiento internacional de Washington es notorio, al tiempo que Estados Unidos tiene su propia “casa en desorden”; la consolidación del ascenso de China es ya un hecho; el resurgimiento agresivo de la geopolítica es evidente después de la invasión rusa de Ucrania; el Sur global propugna transformaciones más urgentes con una voz más audible que la que tuvo al principio del siglo XXI; la situación ambiental es muy delicada; y la agenda global exige un grado de gobernabilidad que ningún país puede imponer o manejar de manera individual.

Respecto de América Latina, se han hecho patentes dos cuestiones claves. Por una parte, el alto nivel de fragmentación, a punto tal que se ha tornado improbable converger en temas vitales para la región. Esto torna a la región en un actor cada vez menos gravitante en el escenario mundial. Por otra parte, y más allá de los gobiernos de turno en uno u otro país —y muy especialmente en América del Sur—, no hay administraciones que busquen reducir o revertir los lazos, particularmente económicos, con China, lo que implica que no hay actores domésticos dispuestos a vetar la relación con Beijing que tanto inquieta a Washington.

A su vez, la IX Cumbre en Los Ángeles se inserta en la gran estrategia de Estados Unidos después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, que pretende la primacía (primacy): Washington no acepta ni tolera la existencia de una potencia de igual talla. Con George W. Bush esa primacía fue agresiva, bajo Barack Obama fue recalibrada y bajo Donald Trump fue ofuscada; con Joe Biden asistimos a una primacía deteriorada, tanto por razones internas como externas. La IX Cumbre refleja esta nueva condición de la grand strategy de Washington. Estados Unidos vive hoy un franco disenso bipartidista en política exterior, posee menos recursos en términos de inversión privada y asistencia oficial al desarrollo para asegurar su influencia en América Latina, y enfrenta a una China que no promueve hasta ahora una ideología alternativa, pero que dispone de recursos materiales (inversiones, comercio, ayuda) para respaldar y aumentar su proyección en la región.

En ese marco de referencia, es importante advertir los contrastes entre las cumbres de 1994 y 2022. Respecto de la presente cita en Los Ángeles, las consultas con los países de la región fueron casi inexistentes, al tiempo que la capacidad de América Latina para proponer una agenda compartida de cara a Washington es nula. Por supuesto que la decisión de excluir a Cuba, Nicaragua y Venezuela fue unilateral. Pero además los enviados de Washington a varias capitales remarcaban un solo mensaje: contener a China. La articulación política desde el Departamento de Estado fue pobre: entre septiembre de 2019 y septiembre de 2021 hubo tres subsecretarios de Asuntos Hemisféricos interinos, mientras que el embajador ante la OEA, Frank Mora, nominado en julio de 2021, está todavía en proceso de confirmación. Adicionalmente, las dos instituciones relevantes para hacer que los planes de acción de las cumbres se concreten están encabezadas por personas que no han contribuido a un mejoramiento de las relaciones interamericanas, más bien todo lo contrario: Mauricio Claver-Carone en el BID y Luis Almagro en la OEA.

Ciertamente, en el primer semestre de 2022 se hizo evidente que Estados Unidos y América Latina han estado operando con dos “lógicas” distintas en cuanto a la IX Cumbre. Una serie de cuestiones de naturaleza y alcance globales, tales como la creciente competencia entre Estados Unidos y China, la guerra en Ucrania, la ampliación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), el futuro de la energía, la gravitación de los recursos estratégicos y la multiplicación de hotspots en el mundo, entre otros, ha reforzado en Estados Unidos, entre civiles y militares, demócratas y republicanos, centros académicos y think-tanks, una mirada de los asuntos mundiales signada por la lógica geopolítica: ante todo, la pugna global, la política de poder y la expansión de esferas de influencia.

Mientras tanto, la compleja y crítica situación económica y política, la exacerbación de fuentes de inestabilidad y volatilidad, la ausencia de un modelo de desarrollo sustentable y la profundidad de la polarización a lo largo y ancho de América Latina han conducido a que prime en la región una lógica social: hacer frente a las desigualdades, recuperar el crecimiento económico y evitar estallidos ciudadanos. Esto anticipaba, más allá de las formas y las palabras, una colisión de intereses entre Washington y varios países latinoamericanos, mientras que aspectos valorativos —como la democracia— fueron profundizando miradas diferentes sobre cómo abordar y tramitar, en Estados Unidos y América Latina, el reto de su debilitamiento y eventual regresión.

La cumbre de Los Ángeles parece dirigirse a un estancamiento en las relaciones interamericanas, lo cual podría reavivar en Estados Unidos el “síndrome de la superpotencia frustrada”. El síndrome se expresa con un determinado patrón: una región —en este caso, América Latina— es considerada escasamente relevante por distintos motivos. Ello hace que sea percibida de manera simplificada, que reciba una atención intermitente de parte de los tomadores de decisión y que atraiga el interés de pocos actores domésticos en Estados Unidos. Así, las políticas burocráticas se caracterizan por la recurrencia y la invariabilidad. Ocasionalmente, surge la expectativa de una “transformación” madura y responsable en la región, madurez y responsabilidad que se entienden como consonantes con los objetivos primordiales de Washington en el área. Pero la desilusión vuelve a emerger: países turbulentos, mandatarios díscolos, políticas inconsistentes y retos inesperados conducen primero a la sorpresa y después el desengaño. Sin embargo, nada de ello lleva a alterar la estrategia. En realidad, la superpotencia no tiene la voluntad y disposición para repensar y reorientar las relaciones con la región. Así, de facto, empieza un nuevo ciclo que preanuncia otra frustración futura.

(*) Fragmento del artículo 1994-2022: la Cumbre de las Américas y el “síndrome de la superpotencia frustrada”, publicado en la Edición Digital de Nueva Sociedad, junio 2022.

(*) Juan Gabriel Tokatlian es sociólogo, argentino (*)

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El ocaso de las cumbres iberoamericanas

Son falaces los argumentos para la existencia de la Cumbre Iberoamericana, no tiene base real; de hecho, la próxima cumbre (Veracruz, México, 2014) debiera ser para clausurar el foro, señala el autor.

/ 27 de octubre de 2013 / 04:00

Guadalajara en 1991 vivió el nacimiento de las cumbres iberoamericanas (CI); Veracruz en 2014 debiera ser el escenario de su ocaso: no hay suficientes razones válidas —salvo las que tienen que ver con las burocracias y los hábitos— para que estos encuentros continúen.

Los argumentos pomposos para su existencia son, en esencia, falaces. Por ejemplo, se suele indicar que la suma de los PIB de los 22 países que constituyen los miembros plenos es superior a la de cualquier país del mundo, salvo Estados Unidos. Lo anterior no significa mucho pues ni las 22 naciones se han vinculado mediante un acuerdo profundo de integración económica ni han operado internacionalmente de manera similar en foros multilaterales. Algo semejante puede decirse acerca de sus generosos objetivos: los 23 encuentros efectuados hasta ahora han cubierto una agenda tan amplia y ambiciosa que no condice con el bajo compromiso efectivo de los países y la baja aplicabilidad de lo acordado.

Ante la realidad de promesas imponentes y resultados magros se ha ampliado el número de observadores asociados. No sería extraño que como le ocurriera en su momento a la Unión Europea (UE) ante el dilema entre corregir y profundizar o desarreglar y expandir los miembros de las CI opten, como equívocamente lo hiciera la UE, por la segunda alternativa. Ello será el presagio de nuevas proclamas grandilocuentes y de mayores prioridades irrealizables.

Pero la improductividad de las Cumbres Iberoamericanas no tiene que ver con la intención o la voluntad de sus miembros. Hay motivos más hondos y fuerzas estructurales que explican mejor la situación. El mundo de comienzos de los 90 que conoció el surgimiento de las CI poco se parece al actual. Entre otros, el triunfo de Occidente era incuestionable y promisorio; la globalización de la época era sinónimo de prosperidad; y el dúo España-Portugal parecía el puente natural entre América Latina y Europa.

Nada de ello está de pie hoy: el power shift (cambio de poder) a favor de Asia y el Pacífico se acompaña de una elocuente resistencia de Estados Unidos y Europa a compartir poder e influencia con los poderes emergentes del Sur; la globalización imperante es percibida como epítome de inseguridad y vulnerabilidad por amplios segmentos en las sociedades centrales y periféricas; y nadie en las principales capitales latinoamericanas cree que su interlocución con la UE, con la Zona euro y con los países europeos de la OTAN pase a través de Madrid y Lisboa.

La decisión de españoles y portugueses de desmantelar sus Estados de bienestar en momentos en que, con diferentes modelos, la inmensa mayoría de los latinoamericanos intenta reconstruir y reconfigurar la relación Estado-sociedad-mercado añade una cuestión adicional: el diálogo político en las CI se ha tornado fútil. Y si se agrega que en materia de la agenda más reciente (y acuciante) —medio ambiente, inmigración, drogas ilícitas— no se han producido avances en las relaciones iberoamericanas, entonces no es sorprendente que el diálogo diplomático muestre señales de esclerosis.

Nadie cree ya que la interlocución latinoamericana con la UE pase a través de Madrid y Lisboa.

Siempre se podrá decir que tal o cual país, en el marco iberoamericano, es un socio estratégico, una contraparte vital o un amigo ejemplar: la retórica nunca será escasa a ambos lados del Atlántico. Siempre se podrá argumentar asimismo que son los asuntos coyunturales menores los que parecen distanciar a las contra-partes iberoamericanas. Siempre se podrán registrar, también, provechosos negocios a ambos lados de Iberoamérica. Siempre se podrán invocar, además, los lazos culturales —más de antaño que del presente, de hecho—. Y siempre habrá burocracias prestas a reivindicar la relevancia recíproca entre los tres miembros europeos y los diecinueve latinoamericanos de las CI. Nada de eso es insólito o negativo.

No obstante, una mirada y una lectura de más largo plazo ponen en evidencia los límites que tiene y tendrá lo iberoamericano. El tamaño de las transformaciones en Latinoamérica y Europa; las mutaciones de poder global y sus efectos para ambas regiones; la diversidad de opciones estratégicas disponibles para cada actor de Iberoamérica; entre otros, derivan en enfoques y alternativas diferenciadas entre los miembros europeos y latinoamericanos de las CI. Eso es lo novedoso y desafiante.

Por todo lo anterior quizás haya llegado el momento de clausurar el ciclo de las Cumbres Iberoamericanas. La decisión del reciente encuentro de Panamá de que a partir de 2014 las cumbres sean cada dos años en vez de anuales no es una solución a la irrelevancia y la inercia de las CI. En la próxima cita en Veracruz —la XXIV— debiera, con discreción y sin padecimiento, anunciar que las CI jugaron un papel meritorio en los albores de la Posguerra Fría y que el espíritu iberoamericano se seguirá manifestando en las cumbres entre América Latina y el Caribe y la UE.

En breve, dicho eventual anuncio sería la expresión prudente de un modo de racionalizar, tanto por motivos políticos como materiales, el actual esquema de foros multilaterales. Eso, en sí mismo, sería un gran aporte iberoamericano al sistema mundial al poner de presente que ciertas estructuras institucionales no necesariamente debieran ser permanentes: la burocratización, el conservadurismo y la rutina son fenómenos que conducen, más temprano que tarde, al descrédito y la ilegitimidad de algunos ámbitos internacionales.

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