Querido Líbano
Ése es el Líbano que los descendientes de libaneses en Bolivia aprendimos a querer a través de recuerdos
Más allá del atentado del jueves 12 de noviembre en el que murieron 44 personas en Beirut o de la notificación rusa sobre las maniobras navales frente a las costas del Líbano y la recomendación para que desvíen aviones civiles, está el Líbano del que nos hablaron nuestros padres, tierra de sabiduría que en un ejemplo de tolerancia levantó la mezquita de Mohammed al-Amin del islam junto a la catedral cristiana romana de San Jorge, y la iglesia greco ortodoxa en una misma plaza del centro de Beirut.
Diez mil años de historia se pueden recorrer en sus calles, plazas, mercados, playas o montañas. Se pueden encontrar sarcófagos fenicios, templos romanos, castillos de los cruzados, mezquitas de los mamelucos. En su suelo está la ciudad más antigua del mundo, Biblos, con mercados de callecitas de laberinto y aromas de especias que se pierden en los inicios del mundo de Oriente.
El Líbano que vi, que palpé, de la mano de mi hija, no se compara con ningún país, es único por su riqueza cultural y su gente. Allí confluyen en libertad de movimiento y pensamiento las mujeres con velo y las que se dejan el cabello al viento; las que se cubren de negro de pies a cabeza y las que llevan minifalda.
El Líbano del que me habló mi padre es el que tiene 21 universidades para un país de 4 millones de habitantes, aunque este dato sea aproximado porque no hay censo oficial desde 1932, medida que se tomó para que no entre nuevamente en disputa el reparto del poder. El acuerdo se basa en la declaración confesional de su población y por el que el presidente debe ser cristiano maronita, el primer ministro musulmán suní y el presidente del Parlamento chií.
Ese entramado político religioso es el reflejo del carácter de su gente de rápidas respuestas, apasionada cuando habla, siempre dispuesta al arte del negocio, tacita de café por medio, transando unas veces, cediendo otras antes de cerrar trato. Acostumbrados al tráfico caótico de velocidades delirantes, risa contagiosa y enormes ganas de vivir a pesar de los recuerdos de los 15 años de guerra civil, de los bombardeos de Israel en 2006, de las amenazas de este 2015, año en el que jóvenes libaneses declaran: “Nos negamos a volvernos mártires. Nos negamos a seguir siendo víctimas. Nos negamos a ser daño colateral”.
Ese es el Líbano que los descendientes de libaneses en Bolivia aprendimos a querer a través de recuerdos y palabras que en árabe o en español atesoraron nuestros mayores como un regalo para que pase de generación en generación cocinando quepi, estirando con las manos la masa del baklava, tomando café con cardamomo, llamando habibi a nuestros hijos, prometiéndoles que un día conocerán el pueblo de Khalil Gibran oculto entre cedros, verán brillar a la vigilante de Harisa, descifrarán el atardecer frente al mar de siete colores y como cada 22 de noviembre dirán ¡Dios guarde al Líbano!