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Sunday 5 May 2024 | Actualizado a 02:15 AM

Trump y Xi sentados en un árbol

Ambos están desesperados no solo por ‘ganar’, sino también porque todos los veamos ganar. Queremos un mundo unido por reglas comunes, no uno dividido por un muro digital entre EEUU y China.

/ 16 de agosto de 2019 / 23:48

Todos se alegraron de que el mercado bursátil subiera tras la noticia de que los negociadores comerciales de China y Estados Unidos reanudaron conversaciones; también de que el presidente Trump lo pensara un poco y desistiera de sus planes de imponer más aranceles. Pero tampoco hay que dejarnos engañar. Trump y el presidente chino, Xi Jinping, todavía están trabados con uñas y dientes en la lucha para definir quién manda en realidad en la economía global actual. Ambos están desesperados no solo por “ganar”, sino también porque todos los veamos ganar y por evitar que los menosprecien sus rivales o críticos en las redes sociales.

Precisamente porque ninguno de estos líderes puede darse el lujo de una derrota patente, ambos han tomado medidas exageradas. Xi, en esencia, cree que nada debe cambiar (y que puede conseguir que todo siga igual gracias a la férrea fuerza de su voluntad). Por su parte, Trump está convencido de que todo debe cambiar (y que puede conseguir que todo cambie gracias a la férrea fuerza de su voluntad). El resto de los mortales tan solo vamos en el mismo barco.

Analicemos los cálculos, atinados y desatinados, de ambos. Trump tiene razón en cuanto a que EEUU no debe seguir tolerando las prácticas comerciales chinas de abuso sistémico, como el robo de propiedad intelectual, las transferencias tecnológicas forzadas, los enormes subsidios públicos y la falta de reciprocidad en cuanto al tratamiento que reciben las empresas estadounidenses en China, ahora que ese país está casi al mismo nivel de desarrollo tecnológico que Estados Unidos y se clasifica como una nación de ingresos medios que va en ascenso.

Sin embargo, encontrar una solución para ese problema no parece ser el único objetivo de Trump, y ni siquiera uno de los principales. Está obsesionado con el persistente superávit comercial de China con EEUU, pese a que los economistas le han explicado una y otra vez que el superávit no solo depende de las barreras comerciales de China. Los principales factores que influyen son la política de finanzas públicas del país, las tasas de interés y el hecho de que EEUU gasta más de lo que produce e importa la diferencia.

En tal confusión, Trump nunca ha explicado qué considera una “victoria” en la guerra comercial con China, misma que él inició y que, según dijo, era “fácil” ganar. ¿El objetivo es lograr reciprocidad en el tratamiento que reciben las empresas estadounidenses en China (que debería ser la meta) o eliminar el déficit comercial con China? Lo primero requiere mucha colaboración con China; lo segundo, mucho trabajo al interior del país.

Digamos que el objetivo es lograr reciprocidad. Para conseguirlo, hay dos estrategias posibles: con aranceles o con aliados. Trump optó por aporrear a China con aranceles a todas sus exportaciones, equivalentes a más de $us 500.000 millones, y hacerlo por su cuenta, sin ninguna ayuda del resto del mundo. Todo porque, según él, China solo entiende por la fuerza. En mi opinión, los primeros aranceles que impuso Trump a $us 50.000 millones el año pasado estaban justificados. La intención era proteger industrias estadounidenses vitales, desde microchips y robótica, hasta maquinaria, que constituyen las bases para cualquier economía del siglo XXI y que, por motivos de seguridad nacional, EEUU no quiere ver migrar por completo a China. Pero pretender basar su estrategia en lo sucesivo en el martillo de los aranceles es un error. Los aranceles afectan a los consumidores y agricultores estadounidenses tanto como a los fabricantes chinos (justo por eso Trump se echó para atrás), además de que producen otras consecuencias imprevistas.

Como me hizo notar Weijian Shan, un destacado inversionista de China que radica en Hong Kong, en 2010 China reveló la supercomputadora más rápida del mundo. Esa maravilla se construyó con microprocesadores fabricados en EEUU. Por desgracia, en 2015, el gobierno de Obama le negó a Intel una licencia para vender sus chips microprocesadores a cuatro laboratorios de supercomputación en China porque trabajaban con tecnología para el Ejército chino. Así que, al año siguiente, China lanzó una supercomputadora nueva, construida por completo con microprocesadores de fabricación nacional. “Para 2018, China ocupaba el primer lugar en la liga global de supercomputación, pues tenía 206 de las 500 supercomputadoras más rápidas del mundo”, aseveró Shan. “Estados Unidos se encontraba en segundo lugar, con 124”.

Hace poco, Trump impuso restricciones a las empresas estadounidenses de software y hardware para vender sus productos al gigante tecnológico Huawei. En respuesta, ese fabricante de teléfonos, el tercero en importancia mundial (detrás de Samsung y Apple), anunció que creará su propio sistema operativo para remplazar el Android de Google. Seguramente el sistema operativo de Huawei no será igual de bueno… por ahora. ¿Pero qué tal en unos cuantos años?

Sospecho que los dirigentes chinos ya están haciendo una lista de todos los productos industriales avanzados para los cuales no planean depender de EEUU nunca más. ¿Cuáles serán las consecuencias a largo plazo de estas acciones? Había otra opción: Trump debería haber firmado el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por su sigla en inglés), con lo cual las 12 mayores economías del Pacífico, con excepción de China, habrían adoptado las normas comerciales globales diseñadas por Estados Unidos.

A continuación, debería haber puesto de nuestra parte a los países de la Unión Europea, que tienen los mismos problemas con China en el ámbito comercial. Entonces sí debería haberles dicho a los chinos que quería negociar, lejos de la mirada pública, una nueva serie de acuerdos comerciales recíprocos: Estados Unidos tendría en China el mismo acceso que se otorga a las empresas chinas en el mercado de la Unión Europea y en los países del TPP.

En vez de presentar sus acciones como una confrontación entre EEUU y China con el propósito de definir cuál de estos países logrará hacer prevalecer sus propios intereses, Trump debería haber presentado sus medidas como un enfrentamiento de todo el mundo con China, con el propósito de definir qué normas se aplicarían en el mundo. Lo verdaderamente absurdo es que Trump ni siquiera le ha explicado al mundo que su equipo pretende que China cambie su legislación de manera que algunos de sus peores abusos sean ilícitos, lo cual beneficiaría a todos los países que tienen relaciones comerciales con el gigante asiático.

Queremos un mundo unido por reglas comunes, no uno dividido por un nuevo Muro de Berlín digital entre EEUU y China. En todo caso, si el mundo se divide, que sea porque todos se den cuenta de que China no acepta esas normas comunes, no porque China se niega a someterse a un presidente estadounidense obsesionado con mostrarle a todos que ha ganado y cuyo único interés parece ser EEUU primero y siempre.

La política solitaria de Trump le ha facilitado a Xi ocultar el hecho de que nadie sabe en realidad qué postura tiene China en cuanto al comercio. En un principio, el equipo de Xi pareció estar dispuesto a hacer concesiones a las solicitudes de Trump, pero en mayo dio marcha atrás. Xi enfrenta un verdadero dilema. China está mucho más abierta hoy en día que hace 30 años, pero también mucho más cerrada que hace cinco. Todo porque Xi ha hecho más estrictos los controles del Partido Comunista y se nombró presidente vitalicio.

Por desgracia para él, esas medidas son contrarias a lo que necesita China para pasar de ser un país de ingresos medios a uno de ingresos altos. Para lograrlo, necesita más innovación, flexibilidad y apertura, tanto a las ideas como a las personas y al comercio. No creo que China haya descubierto la fórmula mágica para conseguir que la represión política, el control del Estado sobre grandes sectores de la economía y la innovación funcionen en armonía a largo plazo.

Trump cree que puede conseguir todos los cambios que necesita sin aliados. Xi está convencido de que puede lograr que todo siga igual, no solo en casa, sino también en sus relaciones con EEUU y Hong Kong, sin ningún cambio. Me parece que ambos están equivocados. Sin embargo, preferiría estar en los zapatos de Trump que en los de Xi. Trump puede desistir, hacer concesiones, cambiar en cualquier momento y declarar cualquier cosa una victoria. Si Xi se retracta en cuanto al control del Partido Comunista sobre la economía y sobre Hong Kong, pondrá de cabeza todo el sistema. Por eso este momento es tan complicado e implica tantos riesgos. Llega cierto momento en que, mientras más cambian las cosas, menos pueden seguir igual.

* Columnista de opinión de asuntos exteriores del The New York Times. Ha ganado tres Premios Pulitzer, autor de siete libros, incluido From Beirut to Jerusalem, que ganó el National Book Award. © The New York Times, 2019.

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EEUU esquivó una flecha

/ 12 de noviembre de 2022 / 01:25

Las elecciones del martes en Estados Unidos fueron la prueba más importante desde la Guerra de Secesión para determinar si el motor de nuestro sistema constitucional —nuestra capacidad para el traspaso pacífico y legítimo del poder— permanece intacto. Y parece haberla superado, un poco maltrecho, pero bien.

No estoy ni mucho menos preparado para anunciar que el peligro ya ha pasado, para afirmar que ningún político estadounidense volverá a tener la tentación de postularse con una campaña basada en el negacionismo electoral. Pero, dado el insólito nivel de enaltecimiento del negacionismo electoral alcanzado en estas elecciones de mitad de mandato, y el batacazo que se han llevado varios imitadores de Trump, figuras de cabeza hueca que centraron sus campañas en el negacionismo, es posible que hayamos esquivado una de las mayores flechas dirigidas al corazón de nuestra democracia.

Sin duda, podría haber otra flecha apuntada hacia nosotros en cualquier momento, pero el conjunto del sistema electoral estadounidense ha parecido funcionar de modo admirable, casi ignorando los dos últimos años de controversia, para reducirla a lo que siempre fue: la vergonzosa elucubración de un hombre y de sus aduladores e imitadores más desvergonzados. Dada la amenaza que representaron los negacionistas trumpistas para la aceptación y la legitimidad de nuestras elecciones, esto significa mucho.

No podría llegar en mejor momento, cuando los dirigentes de Rusia y China han manipulado sus sistemas para atrincherarse en el poder más allá de los plazos establecidos para sus mandatos.

De hecho, en mayo, en el discurso que pronunció en la ceremonia de graduación de la Academia Naval de Estados Unidos, el presidente Biden contó lo que le dijo el presidente de China, Xi Jinping, al felicitarlo en 2020 por su victoria electoral: “Dijo que las democracias no se pueden sostener en el siglo XXI, que las autocracias gobernarán el mundo. ¿Por qué? Las cosas están cambiando muy rápidamente. Las democracias requieren consenso, y eso lleva tiempo, y no se tiene el tiempo”.

Por esa razón, tanto Xi Jinping como el presidente de Rusia, Vladimir Putin —y el líder supremo en Irán, que ahora se enfrenta a la rebelión encabezada por las mujeres iraníes— también perdieron el martes por la noche. Porque, cuanto más salvaje e inestable sea nuestra política, menos capaces somos de traspasar pacíficamente el poder y más fácil les resulta a ellos justificar que nunca se haga.

Sin embargo, aunque el negacionismo electoral como mensaje ganador se llevó un varapalo esta semana, ninguna de las cosas que siguen carcomiendo los cimientos de la democracia estadounidense ha desaparecido.

Hablo de cómo nuestro sistema de elecciones primarias, la manipulación de circunscripciones electorales llamada gerrymandering y las redes sociales han confluido para envenenar continuamente nuestro diálogo nacional, polarizar continuamente nuestra sociedad en tribus políticas y erosionar continuamente los dos pilares gemelos de nuestra democracia: la verdad y la confianza.

Sin ser capaces de ponernos de acuerdo en qué es verdad, no sabemos por dónde ir. Y, sin ser capaces de confiar unos en otros, no podemos dirigirnos allí juntos. Y todas las cosas grandes y difíciles necesitan que las hagamos juntos.

Así que nuestros enemigos harían bien en no darnos por muertos, pero mejor haríamos nosotros en no extraer la conclusión de que, como hemos evitado lo peor, hemos asegurado lo mejor de cara al futuro.

No todo va bien. Salimos tan divididos de estas elecciones como entramos en ellas. Yo no lo sé, pero, si estas elecciones son una señal de que, al menos, estamos alejándonos del abismo, es porque aún hay un número suficiente de estadounidenses en este campo independiente o centrista que no quieren seguir abundando en las quejas, las mentiras y las fantasías de Donald Trump, conscientes de que están llevando a la locura al Partido Republicano y enturbiando el país entero. Tampoco quieren verse esposados por los agentes del orden concienciado o woke de la extrema izquierda, y les aterra que se extienda el tipo de violencia política enfermiza que acaba de visitar al marido de Nancy Pelosi.

Tenemos una gran deuda, por mantener vivo este centro, con los representantes republicanos Liz Cheney y Adam Kinzinger y la representante demócrata Elaine Luria. Los tres ayudaron a iniciar la investigación sobre el 6 de enero en el Congreso y, en consecuencia, acabaron expulsados de su cargo. Pero el mensaje que el comité envió a los suficientes votantes contribuyó sin duda a la ausencia de la ola pro-Trump en estas elecciones de mitad de mandato.

En resumen: no nos ha salido un certificado médico perfecto. Nos ha salido el diagnóstico de que nuestros glóbulos blancos políticos hicieron lo justo para repeler la infección con metástasis que amenazaba con matar el conjunto de nuestro sistema electoral. Pero esa infección sigue ahí, y por eso el médico nos aconsejó: “Mantén conductas sanas, recupera fuerzas y vuelve dentro de 24 meses a hacerte otro examen”.

Thomas L. Friedman es columnista de The New York Times.

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Cómo derrotar a Putin

/ 21 de septiembre de 2022 / 01:22

Mientras que algunos soldados rusos en Ucrania están votando con sus pies en contra de la vergonzosa guerra de Putin, su retirada veloz no significa que Putin vaya a rendirse. De hecho, la semana pasada abrió un nuevo frente: contra la energía. El Presidente de Rusia cree que ha encontrado una guerra fría que podría ganar y va a intentar congelar a Europa este invierno, literalmente, al cortar los suministros del gas y el petróleo rusos para presionar a la Unión Europea hasta que abandone a Ucrania.

Ojalá pudiera decir con certeza que Putin fracasará y que los estadounidenses lo vencerán en producción. Y ojalá pudiera escribir que Putin se arrepentirá de sus tácticas, porque a la larga transformarán a Rusia de ser un zar de la energía para Europa a una colonia energética de China, donde ahora Putin está vendiendo mucho de su petróleo a un precio descontado para compensar su pérdida de los mercados occidentales.

Sí, ojalá pudiera escribir todas esas cosas. Pero no puedo, a menos que Estados Unidos y sus aliados de Occidente dejen de vivir en un mundo de fantasía verde en el cual podemos pasar de los combustibles fósiles contaminantes a una energía renovable limpia con solo encender un interruptor.

Antes de que comenzara la guerra en Ucrania, Rusia suministraba casi el 40% del gas natural y la mitad del carbón que Europa utilizaba para calefacción y electricidad. La semana pasada, Rusia anunció que suspendería la mayoría de los suministros de gas a Europa hasta que se le levanten las sanciones occidentales. Putin también ha prometido cortar todos los cargamentos de petróleo a Europa si los aliados occidentales llevan a cabo su plan de limitar lo que pagan por el petróleo ruso.

El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, acaba de dar un gran impulso a la producción de energía limpia del país con su proyecto de ley sobre el clima, que también fomenta la producción de gas y petróleo más limpios mediante incentivos inteligentes para frenar las fugas de metano de los productores de petróleo y gas, y motivando a éstos a invertir más en tecnologías de captura de carbono.

Pero el factor más importante para ampliar rápidamente nuestra explotación de petróleo, gas, energía solar, eólica, geotérmica, hidroeléctrica o nuclear es dar a las empresas que las buscan (y a los bancos que las financian) la certeza normativa de que, si invierten miles de millones, el Gobierno los ayudará a construir con rapidez las líneas de transmisión y los oleoductos para llevar su energía al mercado.

A los ecologistas les encantan los paneles solares, pero odian las líneas de transmisión. Quiero ver cómo logran salvar el planeta con ese enfoque.

No sé quién es más irresponsable: los progresistas moralistas que quieren una inmaculada revolución verde de la noche a la mañana, con paneles solares y parques eólicos, pero sin nuevas líneas de transmisión ni oleoductos, o los cínicos y falsos republicanos que prefieren que gane Putin y que pierdan nuestras empresas energéticas antes que hacer lo correcto para Estados Unidos y Ucrania dándole la razón a Biden.

No puedo enfatizar esto lo suficiente: la política energética de Estados Unidos debe ser el arsenal de la democracia para derrotar el petroputinismo en Europa, proporcionando el petróleo y el gas que tanto necesitan nuestros aliados a precios razonables para que Putin no pueda chantajearlos. Éste tiene que ser el motor del crecimiento económico que proporcione la energía más limpia y asequible de combustibles fósiles en nuestra transición a una economía con bajas emisiones de carbono. Y tiene que ser la vanguardia de la ampliación de las energías renovables para que el mundo llegue a ese futuro bajo en carbono tan rápido como podamos.

Cualquier política que no maximice esas tres cosas nos dejará menos sanos, menos prósperos y menos seguros.

Thomas L. Friedman es columnista de The New York Times.

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Putin solo tiene dos opciones

/ 14 de marzo de 2022 / 02:27

Si esperabas que la inestabilidad que la guerra de Vladimir Putin contra Ucrania ha provocado en los mercados globales y en la geopolítica haya llegado a su punto culminante, esperas en vano. Todavía no hemos visto nada. Espera a que Putin comprenda bien que las únicas opciones que le quedan en Ucrania son cómo perder: rápido y poco y apenas humillado o tarde y mucho y bastante humillado.

Ni siquiera puedo imaginarme qué tipo de consecuencias financieras y políticas irradiará Rusia —un país que es el tercer mayor productor de petróleo del mundo y tiene unas 6.000 cabezas nucleares— cuando pierda una guerra de elección que fue encabezada por un hombre que no puede permitirse admitir la derrota.

¿Por qué no? Porque seguramente Putin sabe que “la tradición nacional rusa no perdona los reveses militares”, como señaló Leon Aron, experto en Rusia del American Enterprise Institute, quien está escribiendo un libro sobre el camino de Putin hacia Ucrania.

“Prácticamente todas las derrotas importantes han dado lugar a un cambio radical”, añadió Aron, quien escribe en The Washington Post. “La guerra de Crimea (1853-1856) precipitó desde arriba la revolución liberal del zar Alejandro II. La guerra ruso-japonesa (1904-1905) provocó la primera Revolución rusa. La catástrofe de la Primera Guerra Mundial provocó la abdicación del zar Nicolás II y la Revolución bolchevique. Y la guerra de Afganistán se convirtió en un factor decisivo para las reformas del líder soviético Mijaíl Gorbachov”. Asimismo, la retirada de Cuba contribuyó de manera significativa a la destitución de Nikita Jrushchov dos años después.

En las próximas semanas será cada vez más evidente que nuestro mayor problema con Putin en Ucrania es que se negará a perder pronto y poco, y el único otro resultado es que perderá a lo grande y tarde. Pero como esta es su guerra únicamente y no puede admitir la derrota, podría seguir redoblando la apuesta en Ucrania hasta… hasta que contemple el uso de un arma nuclear.

¿Por qué digo que la derrota en Ucrania es la única opción de Putin y que solo nos falta ver el momento y el tamaño? Porque la invasión fácil y de bajo costo que imaginó y la fiesta de bienvenida de los ucranianos que imaginó eran fantasías totales, y todo se deriva de ello.

Cuando un líder se equivoca en tantas cosas, su mejor opción es perder pronto y poco. En el caso de Putin, eso significaría retirar inmediatamente sus fuerzas de Ucrania; decir una mentira para disimular su “operación militar especial”, como afirmar que protegió con éxito a los rusos que viven en Ucrania y prometer que ayudará a los hermanos rusos a reconstruirse. Pero no hay duda de que la ineludible humillación sería intolerable para este hombre obsesionado con restaurar la dignidad y la unidad de lo que considera la patria rusa.

Por cierto, tal y como se están desarrollando las cosas en Ucrania en este momento, no se puede descartar la posibilidad de que Putin pierda pronto y en grande. Yo no apostaría a ello, pero cada día que pasa mueren más y más soldados rusos en Ucrania, quién sabe qué pasa con el espíritu de lucha de los reclutas del ejército ruso a los que se les pide que luchen en una guerra urbana mortal contra compañeros eslavos por una causa que de hecho nunca se les explicó.

Dada la resistencia de los ucranianos en todas partes a la ocupación rusa, para que Putin tenga una “victoria” militar sobre el terreno su ejército tendrá que someter a todas las ciudades importantes de Ucrania. Eso incluye la capital, Kiev, después de semanas de guerra urbana y de enormes bajas civiles. En resumen, solo podrá hacerlo si Putin y sus generales perpetran crímenes de guerra no vistos en Europa desde Hitler. Esto convertirá a la Rusia de Putin en un paria internacional permanente.

Además, ¿cómo podría mantener Putin el control de otro país —Ucrania— que tiene más o menos un tercio de la población de Rusia y con muchos residentes hostiles a Moscú? Tal vez necesitaría mantener cada uno de los más de 150.000 soldados que tiene desplegados allí, si no es que más, para siempre.

Sencillamente no veo ningún camino para que Putin gane en Ucrania de manera sostenible porque sencillamente no es el país que él pensaba que era, un país que solo espera una rápida decapitación de sus dirigentes “nazis” para poder regresar con suavidad al seno de la Madre Rusia.

Así que, o bien se da por vencido ahora y muerde el polvo —y, con suerte, se libra de las sanciones suficientes para reactivar la economía rusa y mantenerse en el poder— o se enfrenta a una guerra eterna contra Ucrania y gran parte del mundo, que minará poco a poco la fuerza de Rusia y colapsará su infraestructura.

Como parece empeñado en esto último, estoy aterrado. Porque solo hay una cosa peor que una Rusia fuerte bajo el mando de Putin, y es una Rusia débil, humillada y desordenada que podría fracturarse o estar en una prolongada convulsión de liderazgo interno, con diferentes facciones luchando por el poder y con todas esas cabezas nucleares, ciberdelincuentes y pozos de petróleo y gas por ahí.

La Rusia de Putin no es demasiado grande para fracasar. Sin embargo, sí es demasiado grande para fracasar de una manera que no sacuda a todo el resto del mundo.

Thomas L. Friedman es columnista de The New York Times.

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¿Quieres salvar la Tierra?

/ 18 de noviembre de 2021 / 02:50

Si soy honesto, solo hay un lema que le daría al movimiento para frenar el cambio climático tras la cumbre de Glasgow, Escocia: “Todo el mundo quiere ir al cielo, pero nadie quiere morir”.

Esto no es serio, no cuando se habla de revertir todas las maneras en que hemos desestabilizado los sistemas de la Tierra. La respuesta al COVID-19 sí fue seria, cuando de verdad parecía que la economía mundial se estaba acabando. Nos defendimos con las únicas herramientas que tenemos tan grandes y poderosas como la Madre Naturaleza: el Padre Ganancias y la Nueva Tecnología.

Combinamos las empresas biotecnológicas innovadoras con la enorme potencia informática actual y una gigantesca señal de demanda al mercado, ¿y qué obtuvimos? En poco más de un año después de haber quedado en confinamiento a causa del virus, tenía una vacuna eficaz de ARNm contra el COVID-19 en mi cuerpo, ¡seguida de un refuerzo!

No vamos a descarbonizar la economía mundial con un plan de acción del mínimo común denominador de 195 países. No es posible. Solo lo conseguiremos cuando el Padre Ganancias y los emprendedores que asumen riesgos produzcan tecnologías transformadoras que permitan a la gente corriente tener un impacto extraordinario en nuestro clima sin sacrificar mucho, al ser solo buenos consumidores de estas nuevas tecnologías.

En resumen: necesitamos unas cuantas personas más como Greta Thunberg y a muchos otros como Elon Musk. Es decir, más innovadores arriesgados que conviertan la ciencia básica en herramientas aún no imaginadas para proteger el planeta con el fin de heredarlo a una generación que aún no ha nacido.

La buena noticia es que está ocurriendo. Dos ejemplos: El primero es Planet.com, tiene en órbita casi 200 satélites de imagen de la Tierra con el fin de que los cambios que se producen sobre el terreno sean “visibles, accesibles y prácticos”.

Con estas nuevas herramientas podemos empezar a remodelar el capitalismo. Durante años, las normas e incentivos del capitalismo permitieron a las empresas petroleras y del carbón extraer combustibles fósiles sin pagar el verdadero costo de los daños que causaban. Eso era fácil de hacer porque la naturaleza era difícil de valorar; la destrucción era a menudo difícil de ver en tiempo real; y los consumidores no tenían herramientas para reaccionar. Tenían que esperar a los tribunales.

Los satélites “nos permiten ahora incluir el capital natural en el balance de todas las empresas y países”, de modo que no solo se tendrán en cuenta los beneficios y las pérdidas de las empresas, “sino también todos sus impactos” en el medioambiente, me dijo Will Marshall, uno de los tres cofundadores de Planet y su director general.

Esos datos pueden utilizarse —en teoría— para desencadenar boicots de los consumidores, difundidos a través de las redes sociales, contra el gobierno o la empresa alimentaria o minera que está haciendo el daño, o pueden estimular la ayuda o la inversión extranjera en el país o la comunidad que protege sus recursos naturales.

La otra empresa es Helion Energy, que está trabajando en “la primera central eléctrica de fusión del mundo”. La energía de fusión ha sido durante mucho tiempo el santo grial de la generación de energía limpia. En junio, como lo informó el sitio web New Atlas, Helion publicó los resultados que confirmaban que su último sistema había conseguido calentar un plasma de fusión a una temperatura superior a los 100 millones de grados Celsius.

La generación actual del sistema de Helion, según informó Techcrunch.com, “no podría sustituir el Tesla Powerwall ni los paneles solares ya que el tamaño del generador es similar al de un contenedor de transporte. Pero con 50 megavatios, los generadores podrían dar energía a cerca de 40.000 hogares”. Como señaló New Atlas, “Helion prevé que generará electricidad a precios mínimos de alrededor de $us 10 por megavatio hora, menos de un tercio del precio de la energía de carbón o de las instalaciones solares fotovoltaicas actuales”.

¿Es Helion el santo grial? No lo sé. Solo sé esto: Nos hemos metido en este agujero gracias a lo peor del capitalismo: dejar que las empresas privaticen sus ganancias al saquear el medioambiente y calentar el clima, mientras socializan las pérdidas entre todos nosotros.

Podemos salir adelante, en parte, acelerando lo mejor del capitalismo estadounidense. Tenemos que revitalizar nuestro ecosistema de innovación para que el gobierno financie la investigación básica que supere los límites de la física, la química y la biología y, a continuación, combine esa innovación con políticas de inmigración que reúnan a los mejores talentos de la ingeniería del mundo y, después, dé rienda suelta a ese talento —impulsado por los que asumen riesgos— para inventar nuevas tecnologías limpias que frenen el calentamiento global a la velocidad y a la escala que necesitamos.

Thomas L. Friedman es columnista de The New York Times.

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EEUU y la política de Medio Oriente

/ 16 de septiembre de 2021 / 01:16

Algún día, dentro de mil años, cuando los arqueólogos desentierren esta era, de seguro se preguntarán cómo fue que una gran potencia llamada Estados Unidos se propuso lograr que Medio Oriente se pareciera más a ella —adoptar el pluralismo y el Estado de derecho— pero terminó pareciéndose más a Medio Oriente, es decir, imitando sus peores costumbres e introduciendo un nivel nuevo de anarquía en su política interna.

Es posible que los habitantes de Medio Oriente denominen “chiitas” y “sunitas” a sus tribus y que los estadounidenses les llamen “demócratas” y “republicanos”, pero parece que ambos operan cada vez más con una mentalidad conformista de nosotros contra ellos, aunque con distintos niveles de intensidad. El tribalismo republicano extremo se aceleró muchísimo cuando en la tribu del Partido Republicano empezó a predominar una base de cristianos, blancos en su mayoría, que temían que su arraigada supremacía en la estructura del poder de Estados Unidos se estuviera erosionando con el rápido cambio de las normas sociales, el aumento de la inmigración y la globalización, lo cual provocó que ya no se sintieran “en casa” en su propio país.

Para manifestarlo, se interesaron en Donald Trump quien, con mucho entusiasmo, les dio voz a sus más oscuros temores y a su fuerza tribal que intensificaron la búsqueda de un gobierno de la minoría por parte de la derecha. Y debido a que esta facción de Trump llegó a predominar en la base, incluso los republicanos que solían tener principios también se unieron sin mucha resistencia a su mayoría y adoptaron la filosofía central que rige la política tribal en Afganistán y el mundo árabe: el “otro” es el enemigo, no un conciudadano, y las únicas dos opciones son “mandar o morir”.

Les advierto que los arqueólogos también observarán que los demócratas mostraron su propio tipo de obsesión tribal, como el estridente pensamiento compartido de los progresistas de las universidades estadounidenses del siglo XXI. En concreto, hubo pruebas de que se “neutralizó” a los profesores, los administradores y los estudiantes, ya sea haciéndolos callar o expulsándolos del campus por expresar, incluso de manera moderada, opiniones disidentes o conservadoras sobre la política, la raza, el género o la identidad sexual. Una epidemia de corrección política tribal procedente de la izquierda solo sirvió para estimular la solidaridad tribal en la derecha.

Pero ¿qué fue lo que provocó el giro del pluralismo tradicional al feroz tribalismo en Estados Unidos y en muchas otras democracias? Mi respuesta breve es que, hoy en día, se ha vuelto mucho más difícil mantener la democracia debido a las redes sociales que de manera constante están polarizando a las personas, a la globalización, al cambio climático, a la guerra contra el terrorismo, a las brechas salariales cada vez más grandes y a las innovaciones tecnológicas que con rapidez sustituyen los empleos que las alteran de manera constante. Y, además, la pandemia.

Lo que más me asusta es lo mucho que ahora este virus del tribalismo está contagiando a algunas de las democracias multisectoriales más vigorosas del mundo, como India e Israel, así como Brasil, Hungría y Polonia.

El hecho de que las democracias de todo el mundo estén siendo contagiadas por este virus del tribalismo no podría estar sucediendo en un peor momento, un momento en que todas las comunidades, empresas y países van a tener que adaptarse a la aceleración del cambio tecnológico, de la globalización y del cambio climático. Y eso solo puede hacerse de manera eficaz dentro de los países y entre ellos mediante niveles más altos de cooperación entre las empresas, la mano de obra, los educadores, los emprendedores sociales y los gobiernos, nada de “mandar o morir” ni de “tiene que ser como yo digo”.

Tenemos que hallar pronto el antídoto para este tribalismo, de lo contrario, el futuro es muy desalentador para las democracias de todo el mundo

Thomas L. Friedman es columnista de The New York Times.

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