A fines de los 80 y mediados de los 90, las élites neoliberales se beneficiaban de la precedente derrota de la izquierda. Imponían, entonces, su propia concepción del país: mercados abiertos, Estado reducido, privatizaciones y atracción de inversión extranjera a cualquier costo. En ese momento, los intelectuales que veíamos con buenos ojos estas opciones opinábamos que el orden vigente sería perdurable, porque finalmente había superado los viejos problemas del país. Las “reformas estructurales” nos conducirían a la institucionalización, al crecimiento y a la transformación de la población —con indiferencia por su identidad étnica y social— en individuos libres, consumistas y moderados.
Al final, estos principios quedaron desprestigiados, porque su ejecución escondió, sin demasiado disimulo, el aprovechamiento, por parte de las élites neoliberales, de las ventajas del poder y de las múltiples oportunidades de negocio que el “modelo” ofrecía a los que poseían capitales económicos y educativos, tenían contactos con el mundo y formaban el estatus superior de la sociedad.
A principios de siglo, estas élites fueron reemplazadas, por medio de un proceso que incluyó insurrecciones, detenciones, uso político de la Justicia, etc., por unas élites estatistas o “nacional-populares”, que impusieron una concepción completamente inversa: mercados intervenidos por un gran Estado, nacionalizaciones, redistribución de la riqueza y aumento de la agencia los indígenas, que hasta entonces no habían conocido el poder.
Los intelectuales del “proceso de cambio” suponían que este sería perdurable, toda vez que ya había resuelto los viejos problemas del país, al incorporar a las mayorías excluidas y al devolverle a la nación el control de sus recursos naturales, generando una prosperidad sin precedentes. No necesito decir, en este momento, cuán gravemente desprestigiados quedaron estos principios al aplicarse de forma rígida y sectaria; y en la medida en que estas élites, gracias su capacidad de organización política —y, por eso, de acceso al Estado— encontraron en ellos cómo favorecerse de mil maneras.
Hoy, el péndulo se ha movido nuevamente. Con insurrección, detenciones y uso político de la Justicia se está erradicando a las élites del pasado, y se están entronizando nuevas élites que todavía resultan algo misteriosas. ¿Qué será lo que irán a hacer? Hay indicios, sin embargo, de lo que quieren: el retorno revanchista al pasado; es decir, al dominio —sin cuestionamientos impertinentes del pueblo— a “los más capaces”. Esto es, a quienes tienen educación, contactos con el mundo, etc. ¿Dejará el electorado que lo hagan, o las detendrá la clase política que, habiendo vivido la experiencia de los tres remezones que hemos descrito, sabe que el país no va a ganar nada —más que nuevas tormentas— si se empeña en hacer oscilar el péndulo hasta el extremo?
Por supuesto, los intelectuales asociados a estas nuevas élites triunfantes van a creer, igual que creímos en los 90 (y como también creyeron los intelectuales masistas), que el péndulo no va a oscilar nunca más, pues el nuevo “modelo” (que no está completamente desplegado, pero sin duda tiene como una de sus características la meritocracia) va a resolver todos los viejos problemas del país.
Dirán esto mucho en estos días, pero no debemos dejarnos engañar. Este flamante “modelo” también se va a desprestigiar, sea en un lustro o en tres, porque las élites que lo están intentando construir, como es usual en nuestro país, no reconocen a las élites rivales y están intentando sacarle partido de clase y personal. Así lo indican los anuncios de que se renegociará con las empresas petroleras, cerrarán empresas estatales, “liberalizarán la economía”. Y lo indica, de forma más tintineante que todo lo anterior, el que Mario Renato Nava Morales, gerente tributario de la empresa de seguros del líder cívico Luis Fernando Camacho, haya sido nombrado presidente del Servicio de Impuestos Nacionales (SIN) de Bolivia.
En los años 30, nos cuenta Hernán Pruden en su libro De cruceños a cambas (Dum Dum Editora, 2024), el regionalismo cruceño se expresaba en dos posibles formas: el “separatismo” de Bolivia, que defendían los más radicales, y el “integracionismo” de la élite, que planteaba la firma de un nuevo contrato con Bolivia que facilitara el desarrollo de Santa Cruz.
Ambas corrientes se diferenciaban nítidamente en su reconstrucción historiográfica del nacimiento de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, el hito original. Los integracionistas reconocían, como más apego a los documentos, que desde su fundación había formado parte de la Audiencia de Charcas; en cambio, los separatistas, algunos de ellos alentados por Paraguay en tiempo de guerra, subrayaban su relación con Asunción y la cultura guaraní.
Hasta aquí, Pruden. Añado que, pese a esta diferencia historiográfica, todo el regionalismo cruceñista, tanto el separatista como el integracionista, tiene una concepción etnográfica común sobre el origen, la cual alimenta, hasta nuestros días, las expresiones de racismo contra los demás bolivianos. Llamo a esta concepción “el mito del origen” y podemos verla combinando dos libros cruceños clásicos:
En Economía y sociedad en el oriente boliviano, el historiador beniano José Luis Roca afirmaba que Ñuflo de Chaves fue fundador “más que de una ciudad, de una perdurable estirpe boliviana” (pág. 36). “Estirpe” significa: “Conjunto formado por las personas (ascendientes y descendientes) pertenecientes a una misma familia, especialmente si es de origen noble”. Hay en este concepto una nota de continuidad histórica y étnico-racial, un ethos que diferencia y da valor a una comunidad respecto de otras.
Esta construcción exige, para asentarse con seguridad, de una piedra fundacional que sea tan lucida como sólida. Cumplen esta función, en el caso cruceño, Chaves y el puñado de familias conquistadoras y colonizadoras que, saliendo de Asunción, fundaron y poblaron originariamente la ciudad.
Si para darse un pasado mítico los romanos imaginaron que descendían de tronco troyano, que su línea comenzaba en el semidios Eneas y los sobrevivientes de la caída de Ilión cuya historia fundadora plasmó inmortalmente Virgilio en La Eneida, el historiador cruceño Hernando Sanabria escribió la “Eneida cruceña” bajo la forma de una biografía al modo ficticio del primer teniente gobernador del “reino de Mojos”.
Este propósito se expresa ya en el título de su obra, que no es otro que Ñuflo de Chaves, el caballero andante de la selva. “Andante” por sus sucesivas y fatigadas jornadas desde su natal Trujillo, en Extremadura —el mismo lugar de donde salieron dos Franciscos fundamentales para la gesta conquistadora: Pizarro y Orellana— hasta la isla de Santa Catalina, en la costa de lo que hoy es Brasil; luego, cruzando el río Paraná, a Asunción, que había sido fundada pocos años antes; después hacia el noroeste de esta ciudad, que a mediados del siglo XVI fue la capital de la conquista de la zona suroriental de Sudamérica, a través de pantanos, selvas y desiertos, en busca de la Sierra de Plata, uno de los pocos mitos sobre las riquezas de las Indias Occidentales que tenía asidero, ya que se plasmaría en el descubrimiento de Potosí; de nuevo a Asunción, a reponerse; de nuevo a las vastas extensiones norteñas, en guerra permanente con grupos de indígenas guaraníes-chiriguanos; desde ahí hasta Lima, para gestionar el reconocimiento virreinal del gobernador asunceno y jefe directo suyo, Domingo Martínez de Irala, y tocando las ciudades de Charcas y Potosí, para comprobar el rumor de que la Sierra de Plata ya había sido descubierta y estaba comenzando a ser explotada; de vuelta a Asunción, trayendo vituallas y nuevos colonizadores; de ahí, en el viaje que lo volvería inmortal para los bolivianos, hasta el Guapay o río Grande, donde fundaría Nueva Asunción o La Barraca, primer poblado español en el territorio que sería el oriente boliviano; nuevamente a Lima, a conseguirse el cargo de teniente gobernador; de vuelta a las riberas del Guapay, donde fundó la primera Santa Cruz de la Sierra (en homenaje a la localidad de este nombre, a 13 kilómetros de Trujillo, donde, según Sanabria, su familia tenía una propiedad); de nuevo a Asunción, de nuevo a Santa Cruz de la Sierra y, finalmente, otra vez camino a Asunción, cuando fue asesinado por un jefe indígena local.
Pero sobre todo “caballero”, ya que Sanabria lo pinta como “gente de calidad”, como en su siglo se decía de los que tenían apellidos de alcurnia o “buena cuna”, y, además, lo pinta —¡con qué trazos!— como un hombre puro, desinteresado, capaz, con don de mando, justo, leal, más orientado a cumplir “la gran causa” de la colonización hispana que a obtener riquezas personales (pese a que la muerte lo encontraría mientras viajaba en busca de oro).
Sanabria postula a Chaves y los conquistadores que lo acompañaron como los héroes cruceños por antonomasia. Fundadores, entonces, de una “estirpe” que, a diferencia de las demás identidades bolivianas, se conservaría así, vinculada a estos hombres por mecanismos de los que ya hablamos y volveremos a tratar.
El importante libro deHernán Pruden De cruceños a cambas (Dum Dum Editora, 2024) muestra que una vena de separatismo cruceño recorre longitudinalmente la historia boliviana. También, que este siempre se ha basado en la comprobación/postulación esencialista de una diferencia identitaria irremediable entre los cruceños y el resto de los bolivianos.
Como dijo en febrero de 1939 el convencional beniano Gonzalo Cuellar Jiménez, crítico del ultra regionalista Partido Oriental Socialista (POS), “es el racismo equivalente al separatismo”. Cuellar reaccionaba de este modo a la declaración del POS de enero de ese mismo año, firmada en Cachuela Esperanza, sede del auge gomero de principios del siglo XX. En esta declaración se prometía, nos informa Pruden, “sostener el principio de la defensa de nuestra raza”.
El del POS era extremismo, pero no aislado. La concepción de la diferencia étnico-racial o de nacimiento entre los cruceños y el resto de los bolivianos viene de muy atrás y se ha conservado hasta nuestros días, alimentando —en las crisis— los brotes separatistas. Se podría decir, sin comprometer a Pruden, que el separatismo no ha sido otra cosa que la traducción política del racismo cruceñista. (Aunque el racismo es más amplio que el separatismo y también puede politizarse como demanda de distintas formas de autogobierno dentro de Bolivia).
“Los fundamentos de la campaña separatista —escribe Pruden refiriéndose a la acción del POS a fines de los 30— fueron tanto la historia [de abandono de Santa Cruz por el centralismo paceño] como ciertas características étnicas que se atribuyeron a la población de Santa Cruz. Por un lado, los cruceños eran descritos como el producto de la fusión de españoles y guaraníes, por lo tanto mestizos, pero de un tipo distinto a los mestizos altiplánicos. En las tierras bajas habían heredado lo bueno del español y lo bueno del indígena, a diferencia de los oriundos de las tierras altas que habían recibido solo las ‘malas’ características de cada grupo” (p. 83).
Este “mestizaje diferencial”, señala Pruden, atribuía a los indígenas de tierras bajas una mayor capacidad de “blanquearse” que la de los demás indígenas. Añado, por mi cuenta, que dicha facultad era simétrica a la concedida por Gabriel René-Moreno a fines del siglo XIX a los blancos cruceños, que, según este famoso escritor, tenían la capacidad de licuar y hacer desaparecer los trazos de la sangre indígena “en dos generaciones” (Catálogo de los Archivos de Moxos y Chiquitos). Con lo que los vástagos podían emerger impolutos de los escarceos sexuales que habían tenido sus abuelos con guaraníes. Casi siempre, se sabe, mujeres guaraníes abusadas por blancos patricios.
Junto a esta del “mestizaje diferencial” había otra tesis, “integracionista” respecto a Bolivia pero igualmente racista, que afirmaba que los cruceños eran, directamente, españoles. Cero sangre guaraní. Esta tesis también se conserva. “Venimos de los barcos”, como dijo en un video un joven navegante de las redes sociales durante alguno de los últimos paros cívicos.
Llamo a esta creencia “mito de la diferencia” y es uno de los tres mitos que recibe como herencia y sobre los que se construye el “cruceñismo”, la ideología de masas en Santa Cruz tras la Revolución Nacional de 1952, que es un “integracionismo” moderno. Los otros dos son el “mito del origen”, que convierte a los creadores de Santa Cruz en una suerte de “caballeros andantes de la selva” (Hernando Sanabria), una “estirpe” (José Luis Roca) de la que provienen los cruceños como los romanos venían de Eneas y los troyanos perdidos. Y el mito de la “sociedad sin dolor”, en la que los indígenas oriundos no han sido víctimas ni perdedores, y las únicas amenazas son externas, las que llegan desde las montañas y el Centro.
En las siguientes columnas analizaré cómo operan estos mitos en el surgimiento mismo del cruceñismo como ideología moderna y de masas. Lo haré de la mano de Pruden, aunque, como he dicho, sin comprometerlo.
Fernando Molina es periodista
*La Razón agradece el retorno a nuestras páginas de Fernando Molina.
Una de las áreas historiográficas menos desarrolladas en Bolivia es esta en la que se inscribe este libro, la historia intelectual. A priori, entonces, esta publicación es una buena noticia para los estudios bolivianos.
El retraso de la historia intelectual boliviana es una de las consecuencias de una mentalidad colectiva volcada a la práctica antes que a la reflexión y la planificación, y tiene por tanto un carácter estructural. Este practicisismo, que es el resultado directo de la pobreza económica de Bolivia, se manifiesta colateralmente como inmediatismo, incapacidad de salir de las coyunturas del momento, y está asociado a la debilidad de la historiografía en general, pero sobre todo de la dedicada a la reconstrucción de los procesos discursivos pasados, así como de la vida intelectual y sus personajes.
Tampoco ha habido muchos intelectuales en nuestro país, para ser claros, justamente por estas mismas razones. El practicismo se ha traducido, en cierta medida, en antiintelectualismo.
Aunque los personajes públicos de nuestro país normalmente han necesitado presentarse como poseedores de la cultura europea-estadounidense y como expertos en leyes o economía, porque de esta manera han podido enrolarse en la élite nacional y dirigir al pueblo, los escritores y, sobre todo, los escritores versados en el conocimiento de lo nacional y comprometidos con la búsqueda de la verdad científica, siempre han escaseando en Bolivia.
Esta falta de intelectuales está relacionada pero no se confunde con el retardo de la actividad académica del país. En realidad, este es mayor que aquella. Ha habido más “intelectuales” de gran envergadura —en el sentido convencional del término, es decir, operadores de ideología— que grandes académicos.
Este es el caso de los dos personajes que se contraponen en este libro, Guillermo Lora y Marcelo Quiroga Santa Cruz, que no hicieron trabajo universitario, pero en cambio produjeron una obra referencial en varios campos (los discursos marxistas; la política de los 40 y 50, en el caso de Lora, y de los 60 y 70, en el caso de Quiroga; la historia del movimiento obrero boliviano).
Lora no introdujo el trotskismo en nuestro país, pero en cambio lo desplegó con mayor energía y elocuencia que cualquiera de sus predecesores y herederos. Así lo testimonian los 60 tomos de sus Obras Completas, publicadas en 1994. Y, sobre todo, la redacción y aprobación que él gestionó de la célebre Tesis de Pulacayo, seguramente el documento sindical más importante del país, en el que se perfila una recepción nativa de la teoría de la “revolución permanente” del creador del Estado soviético León Trotsky.
Quiroga, considerado uno de los más importantes escritores nacionales por su novela Los Deshabitados, se inclinó hacia el marxismo desde finales de los años 60 y fue uno de los más importantes críticos de la dictadura de Hugo Banzer en los 70. También fue el impulsor del juicio de responsabilidades contra Banzer, una iniciativa que le costaría la vida el 17 de julio de 1980. En esta luctuosa fecha, Quiroga resultó asesinado por los paramilitares de Luis García Meza, quien entonces tomaba el poder para establecer la última dictadura militar de ese periodo. Todo indica que lo mataron por orden de Banzer, que tuvo una relación política nunca admitida con el “gobierno de reconstrucción nacional” de García Meza.
Durante su corta vida, Quiroga alcanzó a escribir, con brillante pluma, varios libros que se constituyen en la expresión más nítida de la “teoría de la dependencia” en Bolivia. Esta doctrina, en choque con la concepción estalinista de Bolivia como una economía dual entre un área semifeudal y otra capitalista extractivista, planteaba que las relaciones entre los distintos modos de producción eran tales que la economía podía concebirse como unitariamente capitalista, con el área pobre subsumida en el área rica. La conclusión estratégica de los marxistas dependentistas se distinguía claramente de la estrategia política estalinista, es decir, de la de los partidos comunistas. Esta aceptaba la posibilidad de una revolución anti feudal acaudillada por la burguesía, mientras que los dependentistas la creían imposible. La interrelación de los distintos sectores económicos semicoloniales hacía que no existiera algo así como un espacio feudal; lo que había, en lugar de eso, era un tipo de capitalismo, el capitalismo dependiente, que poseía al atraso rural no como una carencia o una disfunción, sino como un aspecto indisoluble de su propia naturaleza. La burguesía no deseaba la revolución, porque su forma de vida estaba enraizada en el capitalismo dependiente vigente. Por tanto, la única transformación posible sería directamente socialista.
Esta caracterización, que era la del partido socialista y la de Quiroga Santa Cruz, no estaba muy lejos de la del trotskismo. La revolución permanente consiste, justamente, en la transformación de la necesaria revolución burguesa, dentro de un solo movimiento, en revolución socialista. Esta transformación se debe a su dirección, que es la del proletariado, la única clase revolucionaria en la etapa imperialista del capitalismo. La burguesía, en cambio, está abocada a la reacción y a la complicidad con el imperio. Como se ve, la analogía entre ambos planteamientos es clara.
Pese a ello, Lora y Quiroga, como se verá aquí, aunque colaboraron superficialmente en la lucha contra la represión militar, tenían múltiples diferencias, por ejemplo respecto a la participación en las elecciones que se comenzaban a dar en ese periodo de difícil transición de la dictadura a la democracia.
Estas diferencias saldrían a luz en el “foro debate” de diciembre de 1980 (siete meses antes de la muerte de Marcelo) que ambos realizaron en la facultad de economía de la Universidad Mayor de San Andrés.
Tomando como pretexto este encuentro, del que desgraciadamente solo queda una memoria parcial, el texto de Yolanda Téllez presenta tanto el contexto histórico en el que se produjo —en un capítulo denso que espera por un desarrollo autónomo — y también hace una presentación histórica de los partidos políticos representados por los dos “campeones” que entrecruzaron espadas retóricas aquella noche de finales de 1979. Dos buenos oradores, dos hombres cultos y sumamente convencidos de lo que pensaban. Dos personajes históricos y dos intelectuales memorables del país.
Comenzaba entonces una década que sería fatal para la izquierda boliviana e internacional, en particular para la izquierda marxista. Ese año, como hemos dicho, moriría Quiroga Santa Cruz; cuatro años después pasaría lo mismo con René Zavaleta; al fin del decenio caería el muro de Berlín y, con él, el marxismo militante tal como había sido hasta entonces.
Hoy este es, para nosotros, un mundo perdido. Aquí se vuelve a vislumbrar. Tal es la magia de la historia. La historia del marxismo es una historia de intelectuales que siguen, critican y reinterpretan a otros intelectuales. Es, entonces, historia intelectual por excelencia. Quienes amamos esta disciplina, aplaudimos que Yolanda, que ya nos había enseñado a escuchar a Marcelo, haya dedicado su tiempo de joven investigadora a hacer esta reconstrucción.
Volvamos a ese tiempo, entonces, muy distinto del nuestro, en el que todos los intercambios políticos se cargaban de un sentido ideológico de alto nivel.
Fotos de dominio público de Marcelo Quiroga Santa Cruz saliendo de la cárcel de San Pedro y Guillermo Lora.
*’Disenso. Memoria de un debate político. Marcelo Quiroga – Guillermo Lora’ se vende en Librería Editorial Subterránea (Ed. Torres Ferrari, Local 7.Av. 6 de Agosto, lado Casa Montes).
Gladys Cortez, viuda del celebrado cantautor boliviano Alfredo Domínguez, precisa las circunstancias en que fue escrita la canción "No fabriquen Balas".
Una identidad política, por ejemplo, la identidad nacional, es el resultado de la sucesión y acumulación de los procesos hegemónicos que la van conformando o, según la expresión más precisa de René Zavaleta, de sus “momentos constitutivos”.
Durante los momentos constitutivos de la nación boliviana, determinadas ideologías o concepciones de Bolivia han ido apareciendo como articuladoras de la acción social. Y luego han perdurado como reminiscencias de esos momentos y como referencias perdurables de determinados grupos sociales en su lucha por capturar o conservar el poder. El propósito de este artículo es pasar rápida revista a estas ideologías constituyentes de la sociedad boliviana.
Colonia: el extractivismo rentista Los españoles encontraron aquí lo que en primer lugar habían venido a buscar: metales que extraerían sin parar, configurando con ello la identidad económica del país. Junto con esta actividad extractiva apareció un trilogía de creencias: 1) “La riqueza es el recurso (oro y plata)”, como parte de una mentalidad de la época, el mercantilismo, y de la generalización de la actitud del gambusino o buscador de minas; 2) “alcanzar una posición en el Estado permite acceder a la riqueza”, que resultó del sistema de prebendas, canonjías y encomiendas, y de la existencia de un nutrido cuerpo burocrático, y 3) “los indios son primitivos, mientras que los europeos y sus descendientes son civilizados; por tanto, los trabajos físicos, agrícolas y de cuidado corresponden a los indios, no a los blancos”, que surgió del propio hecho colonial.
Vamos a llamar a este triángulo la ideología “extractivista/rentista/racista” del país. Su importancia para la sociedad boliviana ha sido y es enorme. Ha mantenido su vigencia por la falta, a lo largo de la historia, de una vía modernizadora que no sea extractivista. Ha influido en élites, contra-élites y el pueblo, aunque de diferentes maneras en cada caso. El extractivismo ha sido minero, agropecuario, estatal (es decir, ha operado a través de la corrupción pública), etc. El rentismo se ha enraizado en el comportamiento general y la concepción boliviana del Estado. Con el tiempo el racismo ha quedado invisibilizado, pero de todas formas sigue operando de forma implícita.
INDEPENDENCIA: EL REPUBLICANISMO CHUTO
En vísperas de la Independencia, los criollos (blancos nacidos en el Alto Perú) necesitaron echar mano de una ideología que era extraña a sus hábitos e intereses, pero que les era útil porque defendía la igualdad de los miembros de la comunidad política frente al privilegio de nacimiento en el que se asentaban sus enemigos, los “peninsulares”. Eligieron el republicanismo, pero un republicanismo chuto, porque la comunidad política a cuyos miembros se le reconocía la igualdad era extremadamente minoritaria. Tanto que la revolución independista no consistió, en el fondo, en el paso de la opresión a la libertad, sino en la transición entre el privilegio racial de un estamento, el peninsular, al de otro, el criollo. Aunque los patriotas mentaran a Rousseau, seguían pensando que la desigualdad tenía un origen natural: el indio no era inferior por culpa de la sociedad, sino per se.
Sin embargo, no es cierto lo que se dice a menudo, que “la Independencia no cambió en nada las condiciones coloniales”. La activa participación de los indígenas en la lucha independentista transformó sin duda a este estamento colonial; fue entonces que comenzaron el largo proceso de su constitución como un sujeto social y político boliviano.
La incoherencia que entraña una “República racista” debilitó mucho la ideología republicana. Obstaculizó la aparición de las instituciones liberales representativas que la élite intentaba remedar de Europa. De esta disonancia va a surgir un sistema político formalmente democrático, pero esencialmente caudillista. La contradicción entre ambos aspectos del sistema político boliviano puede explicar la historia completa de este. En la época en que estamos, es decir, en las primeras décadas después de la Independencia, dicha contradicción explica que todos los partidos se proclamaran partidarios del “civilismo”, es decir, de una organización pacífica, legal y parlamentaria del país, y al mismo tiempo formaran gobiernos militares, se proclamaran dictadores, etc. El sistema era formalmente una cosa y realmente, otra. Y así se mantendría.
SIGLO XIX: LIBRECAMBIO VERSUS PROTECCIONISMO
Aunque mayormente confinadas a un pequeño estanque en el que solo nadaban los blancos y los mestizos prominentes, dos grandes corrientes se formaron en el siglo XIX con respecto a la relación del país y las potencias industriales del mundo. Estas dos corrientes fueron el librecambismo, que preconizaba la libre exportación de plata y la libre importación de manufacturas extranjeras, y el proteccionismo, que, haciendo eco de la creencia mercantilista que ya vimos, “la riqueza es el recurso”, buscaba prohibir que la plata saliera del país, y que las mercancías extranjeras entraran y destruyeran la débil industria nacional. El proteccionismo era conservador y regresivo, pero también populista, porque protegía a los trabajadores del desempleo. El librecambismo, en cambio, puede describirse como económicamente progresista, pero socialmente egoísta: no le importaba que toda una forma de economía con fuertes raíces sociales se derrumbara al entrar en contacto con la economía mundial, con tal de que los mineros pudieran vender su plata libremente. Eso se justificaba con la idea extractivista de que en Bolivia no existen condiciones de posibilidad para la manufactura. Aquí apareció una nueva creencia extractivista: “la exportación de recursos naturales es la única vía que tiene el país para acceder al progreso”.
1872, el año en que se aprobó la libre exportación de minerales y triunfó el librecambismo sobre el proteccionismo, fue el año de la incorporación de Bolivia al capitalismo y del nacimiento de la burguesía boliviana. Una burguesía, tómese en cuenta, de índole extractivista y articulada con los propietarios tradicionales de la tierra, cuyos antecedentes se remontaban a la Colonia. Por eso se la llamó “feudal-burguesía”.
El librecambismo y el proteccionismo, con sus características peculiares, dieron lugar a los dos “partidos” del siglo XIX o, mejor dicho, a las dos redes políticas que se formaron en la estela de dos caudillos fundamentales y que se enfrentaron denodadamente entre sí: el “septembrismo” (por la fecha en la que llegó al poder José María Linares), librecambista, y el “belcismo” (por el presidente Isidoro Belzu), proteccionista.
El linarismo era “decentista”: el futuro de Bolivia dependía de que la élite decente, es decir, blanca, conjurara la amenaza del caos cholo e impusiera el civilismo y el librecambismo.
Belzú apelaba a la cholada paceña artesanal con ideas anti elitistas similares a las socialistas utópicas; lo mismo hacía, en el oriente, Andrés Ibañez y sus “igualitarios”. Estos dos caudillos formaron los movimientos “nacional-populares” en una época en que aún no había condiciones para que tomara cuerpo una alternativa al dominio de la élite terrateniente. Por eso sus esfuerzos fueron breves, débiles y terminaron trágicamente, por muerte violenta.
I879-1929: TRADICIONALISMO VERSUS LIBERALISMO
La Guerra del Pacífico (1879) reconfiguró definitivamente a Bolivia. Entre otras muchas cosas, provocó el fin del militarismo que había dominado efectivamente la vida política del país hasta ese momento. La naciente burguesía aplicó el civilismo, que sus padres y abuelos solo habían sido deseado en teoría. Aparecieron dos partidos parlamentarios: el Conservador, que apelaba al decentismo y al catolicismo, y el Liberal, que era civilista radical, laico y darwinista social. Pese a ello, no hubo una democracia real: la mayoría indígena estaba excluida de participar y la oposición, ya fuera liberal o republicana, podía actuar en el Parlamento, pero no ganar las elecciones, así que tenía que acceder al poder a la mala.
La ideología conservadora era la natural de una élite terrateniente y por eso, tras su derrota por el liberalismo, se mantendría en la feraz Santa Cruz y confluiría en el falangismo del siglo XX. Sus elementos: la sociedad es un organismo en el que cada grupo tiene un rol determinado, el individualismo laico es pecado y se respeta la legitimidad tradicional del poder; deben seguir dominando los que siempre lo hicieron, los blancos dueños de tierras, con la sola exigencia de actuar de forma paternal, cristiana.
La incipiente modernización del país por el librecambismo dio lugar a nuevos grupos sociales con nuevas ambiciones que corroyeron la jerarquía tradicional que defendían los conservadores. Como resultado de este proceso, aparecieron los liberales, que proclamaban el progreso del país mediante la introducción de la ciencia en todas las áreas (inclusive en el campo del racismo, que comenzó a justificarse como el “triunfo de los más aptos”). El liberalismo, que llegó al poder en 1899 y dominó todo el resto de este periodo, era un liberalismo “feudal-burgués”, es decir, no industrial y que se abstenía cuidadosamente de toda reforma agraria, aunque sí planteara la “educación del indio”. Tampoco era especialmente anticlerical. Un liberalismo de mentiritas que expresaba a una burguesía minúscula pero riquísima que veía a Bolivia como un campamento minero del que había que salir volando lo más pronto posible.
1932-1985: EL NACIONALISMO REVOLUCIONARIO Y LA DEMOCRACIA
De las consecuencias de la Guerra del Chaco y bajo el influjo de las grandes ideologías radicales europeas, el marxismo y el fascismo, surgió la mayor ideología boliviana, el nacionalismo, que se planteó expropiar el excedente extractivo a la feudalburguesía y usarlo en la superación de las “dos Bolivias” que había creado la marginación de los indígenas y el atraso del área rural en contraste con la modernidad minera. Para ello había de emplear el instrumento político favorito del siglo XX: la revolución. La revolución nacionalista de 1952 emuló la de México de 1910 en la invención de la nación por medio del mestizaje cultural, la educación universal, la democracia popular y la entrega de la tierra a los indígenas convertidos en “campesinos”. La Revolución también fue el esfuerzo de las clases medias por desarrollar una modernización propia, con “diversificación” y “soberanía económica”, que liberara al país de la división internacional del trabajo, la cual le asignaba a Bolivia el rol de productora de materia primas. Este fue el aspecto de su programa en que fracasó de manera más rotunda: la “diversificación” consistió en una ampliación del extractivismo minero con otro extractivismo, el agrícola cruceño, y la industrialización siguió siendo la gran asignatura pendiente. Además, el país actuó como una ficha estadounidense en la Guerra Fría. También fracasó el mestizaje: limitadamente cultural y nunca corporal, se sobrepuso al racismo ancestral sin superarlo.
La Revolución desembocó en el estatismo militar como último baluarte del capitalismo frente a la radicalización marxista causada por la Revolución Cubana de 1959. El marxismo que quería el socialismo para Bolivia no tuvo mucho espacio en la Bolivia del siglo XX, primero por la propia Revolución Nacional, que cumplió las tareas básicas de la emancipación democrática y, segundo, por su aplastamiento físico en manos de los militares nacionalistas de los 70 y 80.
Puede decirse que el nacionalismo sí cumplió la trayectoria anticomunista que había diseñado en sus documentos fundacionales.
Los gobiernos militares fueron resistidos por los sujetos populares del nacionalismo, las centrales obreras y campesinas, que exigían libertades para su lucha sindical, y también por la izquierda, que en ese proceso se pasó del marxismo revolucionario a la democracia. Surgió así un bloque social que impuso la segunda más importante ideología boliviana: la democrática comunal (con pocas conexiones con el civilismo de la élite, que es decentista, un contraste que sería el gran malentendido del proceso democrático boliviano).
1985-2024: LAS IDEOLOGÍAS POSREVOLUCIONARIAS
Igual que el fracaso de las empresas estatales creadas por la Revolución propiciaron el aterrizaje en el país del neoliberalismo mundial, el fracaso de esta para retener el excedente en el país y usarlo para beneficio de la mayoría generó los marxismos posrevolucionarios de Sergio Almaraz, René Zavaleta y Marcelo Quiroga Santa Cruz. Y el ya anotado fracaso del mestizaje creó las condiciones de posibilidad del indianismo de Fausto Reinaga y su rechazo del “cholaje putrefacto”. Del reinaguismo se desarrollaron dos vertientes: el katarismo, que apuntó a construir el Estado Plurinacional boliviano, y el indianismo, que planteó el retorno del Qullasuyu.
La suma de nacionalismo, katarismo, marxismo posrevolucionario y democracia comunal, aunque con contradicciones internas, constituyó la ideología que a comienzos de este siglo chocó brutalmente contra el neoliberalismo y su democracia civilista, y estructuró el pensamiento del “proceso de cambio”. Esta es una mezcla que en el pasado hubiera sido inconcebible, pero que posibilitó el posmodernismo de las sociedades actuales.
China celebra un nuevo aniversario marcado por la transformación de una nación devastada a potencia global, promoviendo un orden mundial multipolar y desarrollo compartido.
El sociólogo Fernando Mayorga observa que fenómenos culturales y políticos complejos, amplificados por las redes sociales, han deteriorado el debate público y afectado a diversas esferas de la convivencia.
El dilema cruceño: entre el separatismo y la integración plena a Bolivia
Reseña del libro "De cruceños a cambas: regionalismo y nacionalismo revolucionario en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia (1935-1959)" de Hernán Pruden, que se presentará el viernes 2 de agosto a las 18:30 en la Feria del Libro de La Paz (sala Jaime Mendoza, bloque rojo, planta alta).
La tesis doctoral de Hernán Pruden sobre Santa Cruz ya había adquirido la condición de legendaria mucho antes de que Dum Dum Editora anunciara la publicación del libro De cruceños a cambas: regionalismo y nacionalismo revolucionario en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia (1935-1959), que pone a nuestro alcance esta tesis en español, con complementaciones que el autor publicó en revistas académicas durante varios años. Se trata, entonces –para ir rápidamente al grano– de una ocasión mayor de la historiografía boliviana.
El carácter extraordinario del trabajo de Pruden se cifra en una virtud: su independencia de los preconceptos y sesgos nacionalistas o regionalistas en el tratamiento de un tema que siempre ha sido estudiado desde el nacionalismo o el regionalismo, en suma, desde la ideología. Esta independencia la debemos al rigor de un historiador profesional, sin duda, pero también a que el autor haya nacido en Argentina (aunque, tras haber vivido ya tantos años en Bolivia, corresponda describirlo, mejor, como argentino-boliviano). En todo caso, Pruden, a diferencia de la mayoría de nosotros, no se formó en las ideologías que analiza: el regionalismo cruceñista y el nacionalismo revolucionario, y esto le permite prescindir de los énfasis provocados por el asombro (fingido o real); lo salva de las maniobras retóricas del victimismo, la animadversión y el encono; y le permite alcanzar un necesario balance.
Con esto no afirmo que este libro sea valioso por lograr ponernos en contacto directo con la realidad, el ideal empirista que inspira a tantos académicos bolivianos. No, este libro se destaca por hacer una síntesis penetrante de los motivos que se esconden detrás de los hechos y de las orientaciones que los actores dieron a sus acciones mientras las realizaban; en suma, por ser una interpretación –eso sí, “justa”– de otras interpretaciones.
También hay que destacar su prosa atrapante y clarísima.
Por las razones señaladas, la obra amerita una reseña mucho más larga de lo que es posible en un formato periodístico. Para superar esta dificultad, haré dos. En esta que el lector tiene entre manos presentaré la primera sección del libro, el debate entre separatistas e integracionistas cruceños de los años 30 en torno a lo que un reciente cabildo cruceño llamó “las relaciones de Santa Cruz con el Estado boliviano”. Esta referencia nos muestra las reverberaciones actualísimas que tiene. Prometo volver a tomar la pluma en un futuro próximo (anticuada y bella expresión que los lectores me disculparán) para describir y discutir el resto del libro.
Durante la Guerra del Chaco, como parte de su propaganda, Paraguay intentó apuntalar los sentimientos separatistas que supuestamente existían en Santa Cruz con una estrategia no del todo desvelada aún, es decir, mediante una pesquisa en los archivos paraguayos (suponiendo que estos existan). Sin embargo, quedaron huellas de estas intenciones a nivel del discurso bibliográfico. Hernán Pruden hace partir sus indagaciones de una obra de 1935 –que volvió a circular hace no mucho, reeditada por una editorial cruceña– titulada Santa Cruz de la Sierra. Una nueva república en Sudamérica, del argentino Enrique de Gandía, un historiador vinculado con Paraguay. Esta obra condujo a Pruden hasta el separatista cruceño Carmelo Ortiz Taborga, colaborador de Gandía. Este estaba exiliado en Salta, tras haber sido condenado a muerte en Bolivia por traición a la patria. Ortiz Taborga también estaba vinculado a otros dos libros separatistas que aparecieron en la época. Santa Cruz de la Sierra, escrito con su asesoramiento por el periodista chileno-paraguayo, Raúl del Pozo Cano, publicado en Asunción. Y Porque fui a la guerra. La independencia de Santa Cruz, de Modesto Saavedra, publicado en Argentina. Puede postularse, entonces, la existencia de un movimiento de la élite cruceña, con conexiones con Paraguay y Argentina, que, aprovechando los tiempos revueltos, daba forma a la idea separatista. Según estos autores, la separación del aborrecido “país del altiplano” estaba en la cabeza de todos los cruceños, pero se resistía a salir a la luz. Algo similar a lo que dijo el alcalde Percy Fernández en un discurso de comienzos de este siglo, cuya grabación en video se hizo viral durante el último paro cívico cruceño (2022): “Nuestros padres murieron con esa ganinga… la de la completa libertad, tan anhelada por nosotros [los cruceños]”, señalaba en él Fernández.
Hernán Pruden muestra que este argumento (es decir, que, en su fuero interno, todos los cruceños acarician el separatismo) es falso, ya que en los años 30 también aparecieron otros tres libros, que clasifica como “integracionistas” respecto a Bolivia: El sentimiento bolivianista del pueblo de Santa Cruz, de Rómulo Herrera; Observaciones y rectificaciones a la “Historia de Santa Cruz de la Sierra. Una nueva república en Sudamérica” de Plácido Molina Mostajo y El “separatismo” de Santa
Cruz, de un joven llamado Lorgio Serrate. Los dos primeros vieron la luz en Santa Cruz y el tercero en el exilio. Estas obras querían que los cruceños, que consideraban abandonados y sojuzgados por el gobierno boliviano, fueran finalmente reconocidos y atendidos por este, en la misma línea del Memorándum de 1904, escrito también por Molina Mostajo junto con otros dos miembros de la élite cruceña, Benjamín Burela y Cristian Suárez Arana, y que se ha clasificado como el documento fundacional del integracionismo cruceño. La posición de estos autores frente a Bolivia tenía causas mixtas: mitad patrióticas (el vínculo legal en los tiempos coloniales y la gesta común por la independencia de España) y mitad pragmáticas (los mercados naturales de Santa Cruz no estaban en otra parte que al occidente).
Como dijimos, el panorama que presenta Pruden es más balanceado de lo que piensa el nacionalismo colla (“todos son separatistas”) o el regionalismo cruceñista (“todos somos separatistas”). En esta época –y nos atreveríamos a decir que en todas– hay, en la élite cruceña, una constante tensión entre ideas centrífugas e ideas centrípetas respecto de Bolivia.
El equilibrio dentro de esta polarización es frágil. Pruden muestra que los roles de unos y otros podían trastocarse. Los integracionistas no descartaban la separación de Bolivia, solo que en una segunda etapa y si el Estado no tomaba las medidas que ellos demandaban. Por otra parte, los separatistas veían tal separación como un futuro remoto.
Además, tanto integracionistas como separatistas partían de una misma base: la diferenciación étnico-racial de los cruceños respecto al resto de los bolivianos, ya planteada por René-Moreno en su tenebroso Catálogo de los Archivos de Moxos y Chiquitos (1888) y que algunos cruceños siguen defendiendo en la actualidad, aunque con disimulo. Los integracionistas subrayaron con intensidad esta diferenciación al rechazar la propaganda separatista de Asunción, que quería que los cruceños fueran mestizos guaraníes, como los paraguayos. Esta posibilidad, en cambio, no era tan grave para los separatistas, que anteponían las razones políticas a los pruritos racistas. Para los integracionistas, los cruceños eran españoles, a secas.
Aunque Pruden no lo menciona, me parece conveniente recordar que René-Moreno, en la obra ya citada y en su Nicomedes Antelo de 1880, defendió que el pueblo cruceño se veía a sí mismo como blanco, descendiente directo de españoles y muy diferente de los habitantes del “Alto Perú”, es decir, de las tierras altas. Según René-Moreno, en el altiplano el mestizaje tenía un carácter pernicioso, porque los rasgos indígenas perduraban fuertemente en él. En cambio, el mestizaje entre cruceño y chané o entre cruceño y guaraní, sin ser la mejor opción (pues la mejor opción era la conservación de la raza española), tenía efectos menos recesivos que el mestizaje “altoperuano”, ya que, por alguna razón no determinada, los elementos blancos de la mezcla se imponían sobre los indígenas y estos últimos desaparecían en dos generaciones. Los mestizos cruceños se volvían, entonces, o habría que decir que renacían, españoles.