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Wednesday 4 Dec 2024 | Actualizado a 16:32 PM

Dos tipos de racismo cruceño

/ 6 de septiembre de 2020 / 03:22

La declaración del presidente del Comité Cívico Pro Santa Cruz, Rómulo Calvo, en contra de los campesinos que bloquearon carreteras hace unas semanas no solo era racista en un sentido, sino en dos, que ilustran las dos formas de racismo que se han dado históricamente en Santa Cruz.

Calvo, recordemos, dijo que los mencionados campesinos eran “bestias humanas”. Repitió así la descripción racista más antigua que haya recibido un indígena americano. Apenas conoció a los antillanos, Colón los llamó igual: “gentes bestiales”.

En ambos casos se trata, como es obvio, de un oximoron, empleado para rebajar la dignidad de los seres que retrata. “Parecen humanos”, se afirma, “pero en realidad no lo son”; sus cuerpos son antropomorfos pero están vacíos y resultan, entonces, de algún modo, fraudulentos.

Cuestionado por su dicho, Calvo se ratificó: Explicó que buscando en el diccionario encontró que “bestia” significa “sin racionalidad”, y que los campesinos a los que había aludido no la tenían. Ergo, eran infrahumanos; ergo, estaban en condición de inferioridad respecto del propio Calvo y, en general, de la especie común. Hay gente bestial (los otros) y gente normal (nosotros). Como es natural, la gente bestial va por ahí en formación de “hordas”.

El racismo colombino asentaba su presunción de la inferioridad indígena en la ignorancia de la cultura —y, sobre todo, de la religión— europeas. Mucho después, a fines del siglo XIX, aquella se justificaría por supuestas deficiencias biológicas.

Esta primera forma del racismo de Calvo es un eco del de otros cruceños mucho más célebres. En la vena del “racismo científico”, Gabriel René Moreno escribió en 1880: “Es (la cruceña) la única población boliviana que no habla ni ha hablado nunca sino castellano; ha sido también la única de pura raza española… La plebe guardaba ojeriza al ‘colla’ (altoperuano), al ‘camba’ (castas guaraníes de las provincias departamentales y del Beni) y al ‘portugués’ (brasileño fronterizo y casi todos mulatos o zambos). De aquí el artículo inviolable de doctrina popular cruceña: ‘Los enemigos del alma son tres: colla, camba y portugués’”.

Para Moreno “camba” era todavía sinónimo de indígena. Esta equivalencia cambiaría en los años 50 del siglo XX, después de la Revolución Nacional. Tanto en Santa Cruz como en el resto del país se intentaría superar —o al menos recubrir— las diferencias raciales con la invención y exaltación del “mestizo”. Por cierto, este no era un mestizo racial —Dios nos librara de tal engendro—, sino asépticamente cultural.

El mestizo cruceño mezclaba la tradición española con elementos guaraníes (por ejemplo, la lucha de este pueblo contra los centros andinos del Estado) sin perder la condición racial de la que tan orgulloso estaba Moreno. Era, entonces, un “mestizo blanco” que vestía ropas campesinas. Y que se llamaba “camba”.

Esta construcción no solo era necesaria para que la ideología de la élite procesara el descrédito del racismo cientifico después de la Segunda Guerra Mundial y la Revolución, sino para resolver las consecuencias de la incorporación de Santa Cruz a la economía nacional (1954): La “invasión” de los inmigrantes collas y el inicio de la pugna con La Paz por la orientación del desarrollo nacional.

La invención del camba fue más exitosa que la del mestizo occidental. Al crear la antinomia camba-colla, permitió que la élite tradicional cruceña continuara dirigiendo la sociedad regional sin muchos desafíos desde abajo. El regionalismo cohesionó a los “cambas” detrás de sus tradicionales conductores. Por diferentes razones históricas e idiosincráticas, esta élite pudo imponer un orden que a la vez era férreo (las críticas contaban como “traiciones”) y popular.

En este marco surgió el segundo tipo de racismo cruceño. Este opone “lo camba”, entidad racial y cultural superior, dueña de la tierra, del “modelo económico” y de los derechos políticos, a “lo colla”, que es sinónimo de lo feo, lo sucio, lo conflictivo y lo “bestial”, en suma, lo indio de Santa Cruz y del país.

Para el regionalismo racista, el colla es “colado” en fiesta ajena. Debe respetar a los verdaderos dueños de la “tierra que les abre los brazos”, no “morder su mano” o, de lo contrario, será expulsado. En palabras de Calvo, “pagará la tamaña afrenta”.

En su doble forma, el racismo cruceño ha sido un muy funcional y efectivo mecanismo de domino. Por eso Calvo no tuvo que retractarse ni nadie lo cuestionó seriamente en su Departamento. Al mismo tiempo, imposibilita la aspiración de la élite cruceña a dirigir el país, esto es, también a las regiones collas.

Fernando Molina es periodista.

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Los hombres y las mujeres que no se rindieron

Fernando Molina

/ 17 de noviembre de 2024 / 06:00

El antropólogo Francisco Pifarré (Los guaraní-chiriguano. Historia de un pueblo) calculaba, usando varias fuentes históricas, que, en el siglo XVI, cuando los españoles llegaron a la zona de la actual Santa Cruz de la Sierra, allí vivían unos 400.000 chanés y unos 100.000 guaraní-chiriguanos (pág. 39).

Con el paso del tiempo, bajo la presión de la conquista española, estos pueblos prácticamente desaparecieron. Muchos de sus componentes fueron exterminados; otros, integrados forzosamente a la vida urbana como sirvientes y mano de obra; otros más, vendidos como esclavos para el trabajo minero en Charcas o a las expediciones portuguesas que se arrimaban a la región en busca de mercancía humana.

Con diferentes ritmos de consumación y grados de crueldad, con métodos que oscilaban entre la persuasión ideológico-religiosa, el engaño y la guerra —que a veces era de conquista, a veces defensiva y a veces de exterminio—, éste fue el sentido general de este proceso histórico. Una orientación hacia el genocidio que se justificó por el carácter “bravo” y a la vez “taimado” de los chiriguanos, o por su condición “indómita”. Adjetivos como estos abundaban en las crónicas históricas, desde las de Indias hasta las actuales. Inclusive una antropóloga contemporánea tan seria y meritoria como Isabelle Combés ha calificado a los guaraníes, en Una etnohistoria del Chaco boliviano, de “recalcitrantes”.

Tales definiciones de este pueblo, que varios testimonios consideraban, por el contrario, “dulce”, cumplió un importante papel legitimador de su fatal destino. Luego de clasificarlo como amante de la guerra e incapaz de firmar un acuerdo de paz sin traicionarlo, se postuló estas características violentistas como la causa de lo que finalmente le sucedió, en lugar de responsabilizar a la entrada en escena de los civilizadores que, en último término, ambicionaban su territorio y su fuerza de trabajo.

Pensemos que ocurriría hoy si los bolivianos fuéramos invadidos por foráneos interesados en apropiarse de nuestras cosas y ponernos a trabajar para ellos. ¿Reaccionaríamos entonces por “chúcaros”, “belicosos”, “valientes”, o porque sería normal que lo hagamos?

El tratamiento especial que se daba a los guaraníes-chiriguanos (es decir, a los guaraníes de la cordillera, en el territorio que luego sería boliviano), o, como dice Pifarré, el mito de su temperamento, aunque podía suponer una cierta apreciación admirativa de las “virtudes viriles” de este pueblo, al final lo quintaesenciaba como irracional, pues no se quería someter a la lógica de la historia, la cual mandaba sin discusión que las civilizaciones superiores se impusieran sobre las demás.

Este esquema establecía, implícitamente, que los chiriguanos no tenían derecho a luchar por una causa perdida; ni a sentir la rabia que sintieron, porque al fin y al cabo era suicida. Lo único estratégico para estos indios, entonces, hubiera sido plegarse con docilidad, cumpliendo pactos que sabían que no les convenían, a la voluntad de los blancos. En este esquema, éstos, los “karai”, ocupaban el consabido puesto de superioridad ya no por razones raciales, sino de filosofía histórica. Eran portadores del “ascenso” civilizatorio que, en último término, conducía inevitablemente a parecerse a Europa.

Las misiones jesuitas y franciscanas que “redujeron” a los indígenas de los llanos bolivianos tuvieron un papel, y no el más insignificante, en esta trama general de aplastamiento de la singular humanidad que preexistió a la Conquista. La tesis de la película de Roland Joffé, La misión (1985), de que algunos sacerdotes se identificaron con los indígenas al punto de enfrentarse al mecanismo colonial de exterminio, aun siendo cierta en algunos pocos casos, no cambia que el propósito general de la obra misional fue lograr con métodos educativos lo mismo que los colonos buscaban por medio de la vaca, la violación de indias y el arcabuz —luego el fusil—, es decir, hacer que lo “indómito” fuera domado, que lo incomprendido y diferente fuera normalizado, que lo irreductible quedara reducido.

La utopía misionera de una comunidad de siervos de Dios que compartieran todo y fueran iguales a los apóstoles, es decir, a los sacerdotes que los representaban, era más peligrosa, en este sentido, que la evangelización jerárquica que se realizó en occidente, que rara vez pretendió cambiar los hábitos laicos, los lenguajes y la corporalidad de los indígenas que, por otra parte, eran de un número inmensamente superior al de los colonizadores. 

A los gobiernos bolivianos de la última parte del siglo XIX les cupo la triste “gloria” de dar culminación a este proceso “reduccional” de cuatro siglos. En enero de 1892, 400 años después de la llegada de Colón, la última confederación de indios chaqueños insubordinados fue aniquilada por el ejército nacional.

Solemos recordar el periodo 1880-1900 como el primer periodo relativamente democrático e institucional de la historia del Estado, en el que no hubo golpes militares y la oposición pudo llegar al parlamento, aunque no a la presidencia. En realidad, fue un tiempo negro para los indígenas bolivianos. Tiempo de exvinculación agraria en el occidente y en el que se aniquiló, en el sureste, a los últimos hombres y mujeres que no se rindieron.

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‘Poner en cintura al gentío guaraní’

Esta visión del pasado sustenta la creencia en una relación especial, directa, desgajada del tiempo, de Santa Cruz con España y, por tanto, con Europa, simbolizada por el escudo y el himno cruceños que continúan siendo hispanos.

Fernando Molina

/ 3 de noviembre de 2024 / 01:09

La construcción de la identidad cruceña se ha fijado como punto de referencia inicial la expedición conquistadora que, dirigida por Ñuflo de Chaves, partió de Asunción y, en determinado momento, por su propia dinámica, rompió con su tronco paraguayo y estableció, en la franja inmediatamente al norte del Chaco boreal, la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, dependiente de la Audiencia de Charcas. Así, estos hombres no solo son los fundadores de una ciudad, sino de una “estirpe” que se prolonga hasta nuestros días.

Esta visión del pasado sustenta la creencia en una relación especial, directa, desgajada del tiempo, de Santa Cruz con España y, por tanto, con Europa, simbolizada por el escudo y el himno cruceños que continúan siendo hispanos.

Llegados hasta aquí, nos toca preguntarnos qué papel cumplen en esta recreación del pasado los indígenas autóctonos del territorio conquistado.

Los cruceños van a responder de distintas maneras a esta cuestión, desde el darwinismo social de Nicomedes Antelo y su discípulo Gabriel René Moreno, que a fines del siglo XIX interpretaron la hecatombe de los pueblos indígenas sobre la que se erigió el dominio español en la Gobernación de Moxos como el inevitable triunfo de la raza más fuerte, hasta la oscilación de otro gran ideólogo, Hernando Sanabria, en la segunda mitad del siglo XX, entre romantizar lo sucedido (en su libro Ñuflo de Chaves, caballero andante de la selva) o reconocer que “el problema indígena del oriente boliviano” se tuvo que resolver por medio de una “guerra” (en sus obras Apiaguaiqui Tumba y La guerra de los malos pasos).

“La existencia de Santa Cruz de la Sierra no estaría asegurada, y lo que es peor, pendería sobre ella la continua amenaza de su destrucción, si no se domeñaba y ponía en cintura al gentío guaraní, morador aborigen de la comarca”, sintetizaba Sanabria en este último título (pág. 9).

Los españoles entraron a la cuenca que bautizarían como del Río de la Plata igual que una lanza penetra en la carne de una presa. En la fase inicial de la conquista, cuando aún no operaban más que grupos de cientos de guerreros europeos desprovistos del decorado imperial o del ritual cristiano que después complejizarían el sentido de los eventos, su afán y su método se revelaron sin matices. En busca de la Sierra de Plata, objetivo que dirigía sus esfuerzos, querían someter a los pueblos que encontraban a su paso; convertirlos en sirvientes que los auxiliaran en las labores domésticas, agrícolas y bélicas; “casarse” con sus mujeres a razón de decenas para cada uno, y aniquilarlos si ofrecían resistencia o incluso, en ocasiones, cuando no lo hacían.

Del autor: Hernando Sanabria y el vínculo especial con España

Un testimonio del carácter de la serie de expediciones que lograron alcanzar el oriente boliviano y comenzar el proceso de su conquista lo provee la crónica de Ulrico Schmildl “Viaje al Río de la Plata” (1567). Schmildl fue un soldado alemán involucrado en esta travesía en busca de riquezas; estuvo con Pedro de Mendoza en la primera fundación de Buenos Aires, con Juan Salazar en la de Asunción, y con Domingo Martínez de Irala en el segundo viaje trans chaqueño de los europeos, desde Asunción hasta el pie de monte andino, donde se enteró, con el resto de sus colegas, que la Sierra de Plata ya había sido “descubierta” por la gente de Francisco Pizarro. Muchas de estas peripecias las vivió junto a Ñuflo de Chaves.

Su narración, como dicen los editores contemporáneos de su libro, “no ha perdido nada de su frescura e interés”. Describe de manera ingenua pero también descarnada, sin velos, “el feroz choque de culturas que significó la conquista española”. Schmidl no es un cura apologista o un historiador cortesano, como tantos otros cronistas, sino “un soldado curtido por años de privaciones” que escribe directo y sin sofismas.  

Veamos algunos de sus informes: “Los hallamos en el antiguo lugar donde los habíamos dejado antes, entre las tres y las cuatro de la mañana, durmiendo en sus casas, sin sentir nada… y dimos muerte a los hombres, las mujeres y aun a los niños”. “También tomamos como quinientas canoas grandes y quemamos todos los pueblos que hallamos e hicimos muy gran daño”. “Y entramos en el pueblo y matamos mucha gente, hombres, mujeres y niños”. “Entonces, con el auxilio de Dios Todopoderoso, tomamos el pueblo, y vencimos y matamos muchísima gente”. “Nos batimos y exterminamos muchísimos de esos agaces. Nos mataron alrededor de quince hombres…”.

Éstos van a ser siempre los números de esta “guerra” para “españolizar estas tierras”, al decir de Sanabria; es decir, unas decenas de bajas blancas contra miles de indias. “Hubo dieciséis muertos entre nuestra gente y muchos heridos, y también murieron muchos de los indios que iban con nosotros; pero nada ganaron los otros, pues murieron como tres mil de esos caníbales”. “Murieron en esta batalla como dos mil carios entre los que matamos en la batalla y las cabezas que luego trajeron los yapirus… Los carios mataron con sus flechas unos diez hombres de entre los cristianos…”, etc.

Esta historia, por supuesto, va a continuar.

*Fernando Molina es periodista y escritor

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Hernando Sanabria y el vínculo especial con España

Fernando Molina

/ 20 de octubre de 2024 / 06:00

Quizá el libro más resonante del prolífico e importante historiador cruceño Hernando Sanabria ha sido Ñuflo de Chaves, el caballero andante de la selva (1966) porque, como ya señalamos anteriormente en esta columna, en él se elaboró, con gran vuelo, el “mito del origen de Santa Cruz”.

Este mito consiste en remitir la “estirpe” de los actuales habitantes de esta región, los cruceños, al grupo de conquistadores españoles que fundaron la ciudad de Santa Cruz de la Sierra en 1561 e inventar así un vínculo singular con España, que es el que vamos a considerar en lo que sigue.   

Para funcionar, el mito requiere ennoblecer a los fundadores, lo que Sanabria realiza abundantemente, tanto destacando la condición de hijodalgo del teniente gobernador Chaves, como exaltando su nobleza de espíritu: “Es un caballero andante venido, por gracia de supremos designios, desde las pardas tierras catalanas a las selvas tremantes de misterio. Como todos los de su casta, atesora en su alma los más nobles sentimientos de la delicadeza humana, y el amor como el más depurado y cardinal de entre todos” (página 183).

Atención a la generalización “como todos los de su casta”. ¿Se refiere a todos los “caballeros andantes”?; ¿o a toda la “gente de calidad”, es decir, a los españoles de buena familia? Probablemente lo segundo, pues Sanabria describía a los acompañantes de Chaves como “una procesión de genios forasteros” que caminaban por la selva “no menos animosos ni menos dignos de nuestra admiración devota” que su jefe (p. 194). 

No hubiera necesitado hacerlo, porque era obvio, pero el escritor reconocía que “admira hasta el entusiasmo” a los españoles y que buscaba “contribuir a su alabanza con las vehementes expresiones que vierte en el relato” (p. 121). Los consideraba los “nuevos argonautas, no menos tenaces ni menos valerosos que los de la leyenda helénica” (p. 169). Solamente que “la misión del español” no era encontrar el vellocino de oro, sino “españolizar tierras indias” (p. 182).

En otro de sus libros, Breve historia de Santa Cruz (1961), Sanabria rechazaba “la versión simplista y corriente de nuestras historias convencionales”. Para él, “la llamada ‘Guerra de la Independencia’ no fue la arrebatada colisión entre españoles y americanos, en la que con depurado idealismo lucharon los unos por conseguir la libertad de su tierra, mientras con bárbara sinrazón se obstinaban los otros en mantenerla sojuzgada”. Esta imagen “no traduce con justicia y rectitud la realidad de los hechos”, afirmaba (p. 69). Sanabria pertenecía al grupo de historiadores que describen el proceso independentista como una “guerra civil” entre partes enfrentadas por razones de conveniencia antes que por sentimientos patrióticos. Por lo menos, en Santa Cruz. “Cabe advertir”, señalaba, “que en Santa Cruz de la Sierra la guerra por la independencia revistió caracteres que no son los determinados en… los textos oficiales y semioficiales”.

Un fenómeno que no solo ocurrió en esta ciudad, sino que “se presentó en varias otras comunidades en las que, sobre el autóctono, el mestizo y el moreno, predominaba el elemento blanco de origen hispánico” (págs. 70-71). Con lo que llegamos precisamente al punto. Éste es el mito del origen. Se asienta sobre la creencia de que los cruceños tienen una historia y una identidad diferentes porque han poseído siempre, y han conservado, un especial vínculo étnico-racial con España. 

Aquí conviene recordar, por nuestra cuenta, que el himno cruceño rima: “La España, grandiosa / Con hado benigno / Aquí plantó el signo / De la redención”; y que pone “la tierra de Ñuflo Chaves” a la “sombra” de España. Este himno fue ferozmente defendido por las fuerzas vivas de la región cuando lo criticaron algunos políticos.

La identificación del historiador Sanabria con lo español se expresa en el contenido de lo que escribe, pero llega incluso hasta su forma, a su prosa, que se parece a la de su admirado Gabriel René Moreno, solamente que estampada un siglo después de él; una prosa castiza, es decir, en este caso, españolizada, barroca (menos que la de Moreno, que era un cultor impenitente de la anástrofe o inversión del orden normal de la frase) y llena de vocablos “p. us.” (poco usado), “en desus.” (en desuso) y ant. (anticuado). La belleza de esta prosa es innegable, así como resulta evidente el deseo que simboliza.

Completan el retrato de la relación de Sanabria con lo español otras noticias, como que escribió varios textos “de tema cervantino” o que hace no mucho, el 10 de agosto de 2023, fue elogiado por La Esperanza, un periódico “católico-monárquico”, porque “mantuvo una línea de pensamiento favorable hacia el legado hispánico en las Indias”. Este curioso periódico lo halaga, basándose en las citas a su obra que aparecen en su página de Wikipedia, por criticar a Ignacio Warnes, el patriota cruceño por excelencia, aunque nacido en Buenos Aires, a causa de la división que este realizó, mientras luchaba por la Independencia, entre “patriotas” y “realistas”. Y otras cosas por el estilo.

Hasta aquí el vínculo con lo español, tal como lo concebía uno de los mayores intelectuales cruceños. Un segundo mecanismo del mito del origen es imaginar una forma de mestizaje que en ningún momento desvalorase el capital biológico aportado por el “elemento blanco de origen hispánico”. Ya hablaremos de ello.

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El ‘plus de gozar’ del proceso de cambio

El ‘goce’ en el psicoanálisis, como lo plantea Lacan, es una pulsión repetitiva que trasciende el placer y se arraiga en el cuerpo. Desde el capitalismo hasta la política boliviana, el goce se manifiesta en la búsqueda incesante de la repetición.

/ 12 de octubre de 2024 / 21:57

En el campo del psicoanálisis, el “goce” no es tanto el placer (plus) como la repetición. Es decir, la pulsión que se repite, el continuo retorno de lo reprimido, como volver a beber o fumar después de haberlo dejado por años. Hay goce en estas repeticiones, o sea placer mezclado con vaciamiento y angustia: ‘Me entrego a mi cuerpo, mi cuerpo me domina: esto me causa dolor pero lo hago de todas maneras porque también me produce placer, aunque sea un placer malvado, un placer de muerte y no de vida’.

Según Jacques Lacan, todo goce es corporal, incluso cuando la repetición parezca ser puramente emocional: volver con el “ex” violento, reproducir por enésima vez la misma pelea con la madre. Incluso estas conductas terminan en el cuerpo, encuentran una respuesta (mixta: recompensa y castigo) en él.

El goce es un tipo de satisfacción idéntico al que ofrece el consumo de cosas. La compra, el uso y la destrucción de mercancías son la repetición (diaria, semanal, etc.) predominante de nuestro tiempo, pues en él se promueve activamente. Constituye el núcleo del capitalismo expansivo en el que vivimos, que ya no practica las restricciones al consumo que necesitaba en su etapa de acumulación originaria. Antes, los seres humanos vivían en una civilización de la represión. Hace tiempo que hemos entrado en la civilización de la repetición, que produce, usa y desecha cosas ad nauseam. Las mercancías actúan como si estuvieran bajo la “maldición Gemino”, el encantamiento de la duplicación de Harry Potter.

Placer

“La civilización urbana es testigo de cómo se suceden, a ritmo acelerado, las generaciones de productos, de aparatos, de gadgets, por comparación con los cuales el hombre parece una especie particularmente estable”, ilustraba Jean Baudrillard en El sistema de los objetos.

El motor de esta producción, distribución y consumo incesantes, circulares, es la búsqueda frenética de la satisfacción, con una nota de malestar neurótico, de los cuerpos. Queremos consumir, nos remuerde consumir, insistimos en consumir y así cíclicamente.

La nuestra es una civilización, entonces, del goce.

Plus

Marx sostenía la estructura del capitalismo sobre la piedra basal del plus valor o valor sin paga del que se apropiaba el burgués. Lacan asienta la estructura del capitalismo sobre el “plus de gozar”. Ya sabemos que el goce es una pulsión que se repite. El “plus de gozar” es la pulsión de sentir esta pulsión, una pulsión al cuadrado. Es la duplicación del hechizo de la duplicación.

Los subalternos bolivianos llegaron al poder en 2006. ¿Lo hicieron para detener el proceso de modernización capitalista del país, al que ya movía el plus de gozar?; ¿o para exigir su espacio en él? Al fin y al cabo, en esto se diferenciaba la modernización boliviana de otras similares: en que no ofrecía un espacio efectivo a los subalternos locales, a los indígenas.

Pese a las protestas de “vivir bien” que inicialmente hizo el MAS, a esta altura ya ha quedado muy claro que jamás quiso reprimir la pulsión de repetición y goce de la modernización capitalista en Bolivia. Todo lo contrario, buscó ampliarla; trató de cumplir finalmente la “revolución capitalista”. En esta materia, los plebeyos calzados (inicialmente) con abarcas lograron más de lo que los burgueses bien trajeados habían conseguido previamente. El MAS impulsó más que nadie el sistema de repeticiones: hizo avanzar el productivismo a costa de la naturaleza, el consumismo a costa de la balanza de pagos y el blanqueamiento de orden personal a costa del proyecto antirracista colectivo. “Ahora es nuestro turno” de gozar; ”nos quedaremos 500 años” gozando. Este fue el leit motiv.

Evolución

Ahora bien, sabemos que el goce siempre debe terminar produciéndose en el cuerpo. ¿De qué forma, en este caso? Al principio, los cuerpos de los dirigentes del MAS eran cuerpos modelados por la disciplina de la pobreza y las privaciones, resistentes al frío, al calor, a las incomodidades extremas, sin gran experiencia en el placer sexual o de otra clase; cuerpos llenos de callos que se cubrían durante años con las mismas polleras y las mismas botas. Eran ex pongos o hijos de ex pongos que tenían en la mirada del gamonal (expansiva, autoritaria y lujuriosa) el referente de lo que debían rechazar.

Pero, ay, también, al mismo tiempo, de lo que debían imitar. Repetición, justamente.

Para Lacan, el “goce es el deseo del otro”, lo que significa –puesto que “otro” es, en traducción muy libre, la madre, el padre y la sociedad– que cada quien termina atrapado en el tipo de goce que ha determinado su propia socialización. “Paradoja señorial”: quienes eran víctimas de los señores terminaron convirtiéndose en una versión grotesca de quienes aborrecían: una suma de perversiones, gulas y codicias demasiado elementales.

Resulta, entonces, que finalmente no fueron la “reserva moral”. Igual que todos los demás, quedaron atrapados por el sistema que, en primer lugar, nunca se propusieron transformar porque estaban “apalabrados” por su ideología y urgidos por sus cuerpos carenciados a acatar por el goce.

Los verdaderos señores pueden mirar este desenlace con la debida superioridad moral. Al fin y al cabo, ha probado la solidez de su posición. El deseo de sus enemigos no ha sido otro que su propio deseo. Todo ha quedado, así, encerrado en un círculo irrompible.

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El mito del origen de Santa Cruz

Fernando Molina

/ 6 de octubre de 2024 / 06:00

En los años 30, nos cuenta Hernán Pruden en su libro De cruceños a cambas (Dum Dum Editora, 2024), el regionalismo cruceño se expresaba en dos posibles formas: el “separatismo” de Bolivia, que defendían los más radicales, y el “integracionismo” de la élite, que planteaba la firma de un nuevo contrato con Bolivia que facilitara el desarrollo de Santa Cruz. 

Ambas corrientes se diferenciaban nítidamente en su reconstrucción historiográfica del nacimiento de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, el hito original. Los integracionistas reconocían, como más apego a los documentos, que desde su fundación había formado parte de la Audiencia de Charcas; en cambio, los separatistas, algunos de ellos alentados por Paraguay en tiempo de guerra, subrayaban su relación con Asunción y la cultura guaraní.

Hasta aquí, Pruden. Añado que, pese a esta diferencia historiográfica, todo el regionalismo cruceñista, tanto el separatista como el integracionista, tiene una concepción etnográfica común sobre el origen, la cual alimenta, hasta nuestros días, las expresiones de racismo contra los demás bolivianos. Llamo a esta concepción “el mito del origen” y podemos verla combinando dos libros cruceños clásicos:   

En Economía y sociedad en el oriente boliviano, el historiador beniano José Luis Roca afirmaba que Ñuflo de Chaves fue fundador “más que de una ciudad, de una perdurable estirpe boliviana” (pág. 36). “Estirpe” significa: “Conjunto formado por las personas (ascendientes y descendientes) pertenecientes a una misma familia, especialmente si es de origen noble”. Hay en este concepto una nota de continuidad histórica y étnico-racial, un ethos que diferencia y da valor a una comunidad respecto de otras.

Esta construcción exige, para asentarse con seguridad, de una piedra fundacional que sea tan lucida como sólida. Cumplen esta función, en el caso cruceño, Chaves y el puñado de familias conquistadoras y colonizadoras que, saliendo de Asunción, fundaron y poblaron originariamente la ciudad.

Si para darse un pasado mítico los romanos imaginaron que descendían de tronco troyano, que su línea comenzaba en el semidios Eneas y los sobrevivientes de la caída de Ilión cuya historia fundadora plasmó inmortalmente Virgilio en La Eneida, el historiador cruceño Hernando Sanabria escribió la “Eneida cruceña” bajo la forma de una biografía al modo ficticio del primer teniente gobernador del “reino de Mojos”.

Este propósito se expresa ya en el título de su obra, que no es otro que Ñuflo de Chaves, el caballero andante de la selva. “Andante” por sus sucesivas y fatigadas jornadas desde su natal Trujillo, en Extremadura —el mismo lugar de donde salieron dos Franciscos fundamentales para la gesta conquistadora: Pizarro y Orellana— hasta la isla de Santa Catalina, en la costa de lo que hoy es Brasil; luego, cruzando el río Paraná, a Asunción, que había sido fundada pocos años antes; después hacia el noroeste de esta ciudad, que a mediados del siglo XVI fue la capital de la conquista de la zona suroriental de Sudamérica, a través de pantanos, selvas y desiertos, en busca de la Sierra de Plata, uno de los pocos mitos sobre las riquezas de las Indias Occidentales que tenía asidero, ya que se plasmaría en el descubrimiento de Potosí; de nuevo a Asunción, a reponerse; de nuevo a las vastas extensiones norteñas, en guerra permanente con grupos de indígenas guaraníes-chiriguanos; desde ahí hasta Lima, para gestionar el reconocimiento virreinal del gobernador asunceno y jefe directo suyo, Domingo Martínez de Irala, y tocando las ciudades de Charcas y Potosí, para comprobar el rumor de que la Sierra de Plata ya había sido descubierta y estaba comenzando a ser explotada; de vuelta a Asunción, trayendo vituallas y nuevos colonizadores; de ahí, en el viaje que lo volvería inmortal para los bolivianos, hasta el Guapay o río Grande, donde fundaría Nueva Asunción o La Barraca, primer poblado español en el territorio que sería el oriente boliviano; nuevamente a Lima, a conseguirse el cargo de teniente gobernador; de vuelta a las riberas del Guapay, donde fundó la primera Santa Cruz de la Sierra (en homenaje a la localidad de este nombre, a 13 kilómetros de Trujillo, donde, según Sanabria, su familia tenía una propiedad); de nuevo a Asunción, de nuevo a Santa Cruz de la Sierra y, finalmente, otra vez camino a Asunción, cuando fue asesinado por un jefe indígena local.

Pero sobre todo “caballero”, ya que Sanabria lo pinta como “gente de calidad”, como en su siglo se decía de los que tenían apellidos de alcurnia o “buena cuna”, y, además, lo pinta —¡con qué trazos!— como un hombre puro, desinteresado, capaz, con don de mando, justo, leal, más orientado a cumplir “la gran causa” de la colonización hispana que a obtener riquezas personales (pese a que la muerte lo encontraría mientras viajaba en busca de oro).

Sanabria postula a Chaves y los conquistadores que lo acompañaron como los héroes cruceños por antonomasia. Fundadores, entonces, de una “estirpe” que, a diferencia de las demás identidades bolivianas, se conservaría así, vinculada a estos hombres por mecanismos de los que ya hablamos y volveremos a tratar.

Fernando Molina es periodista

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