Donde los muertos hacen fila
En nuestra cultura andina, la muerte es siempre un viaje. Para los que se van, especialmente si lo hacen antes de tiempo, es un viaje a regañadientes. Por eso las ancianas vuelcan las sillas de la casa en cuanto se llevan el cuerpo: no hay que dejarle al alma un lugar para sentarse. El rol de los seres queridos es aprovisionarlo para las dificultades del camino y ayudarlo a irse. Por eso los parientes deben mantener su dolor atemperado: demasiado llanto hace que el alma no quiera alejarse.
Para los que se quedan, el tiempo entre la muerte y el entierro es un tiempo de peligro. En su afán de quedarse, las almas pueden trastocar el equilibrio del mundo. En su dolor de separarse, las almas pueden llevarse a los que quedan vivos. Los rituales del velorio y del entierro son dulces despedidas, pero también salvaguardias. Por eso deben hacerse con cierta premura: no vaya a ser que el alma se desgane del viaje.
Los caminos de la muerte deben tener ahora trancaderas. Las almas deben andar tristes, arrastrando sus pasos, porque muchas no tuvieron despedidas. Dicen los vecinos de la periferia que los cementerios clandestinos se llenan de tumbas frescas. Y que los enfermos regresan al campo para morir allá con la dignidad intacta.
Al día de hoy el Ministerio de Salud confirma 7.146 fallecidos por la pandemia, pero el Servicio de Registro Cívico publica 21.313 muertes más en 2020 que el promedio en el mismo periodo todos los años anteriores. Es probable que no todas esas almas hayan muerto de COVID, pero es evidente que la mayoría ha partido por causa del COVID: enfermos de cáncer, ancianos que sufren accidentes, gente con otro tipo de dolencias que no accede a atención médica, porque los hospitales no los atienden, porque los servicios están saturados, porque los médicos no quieren arriesgarse.
Mucha gente está muriendo hoy en sus casas, en asilos, en las calles —iniciando un tiempo de peligro y dolor que, aunque parezca increíble, la Policía y el Ministerio de Salud se han encargado de hacer más largo, más costoso, más miserable.
En otro tiempo, si un anciano o un enfermo fallecía en su casa, el médico responsable de su cuidado llenaba un certificado de defunción y con eso los familiares podían enterrarlo sin problemas. Ahora la Policía debe hacer un levantamiento de cadáver y el forense debe certificar la razón de la muerte, aun de los que mueren sin violencia. Pero por mucho que llames a la Policía no viene, o viene después de días de espera. Para evitar esa angustia, muchos optan por ir al instituto forense y hacer una cola de horas y hasta días con su cadáver a cuestas. Pero (milagros de la economía de mercado) para quienes pueden pagarlo, los certificados gratuitos y numerados se venden en el mercado negro por el módico costo de Bs 1.000. “Tiene suerte, señor”, le dijeron a alguien que lo necesitó recientemente. “En julio estaban a 4.000”. Y ante la indignación del doliente: “Yo solo me gano 100 pesitos, el resto se va a la Policía y al forense”.
A eso hemos llegado: los muertos deben hacer cola ante una burocracia corrupta antes de poder partir en su viaje. Los vivos deben enterrar a sus almas de noche, como ladrones, si no pueden pagar funerarias angurrientas y coimas administrativas. ¿Cuántas almas se habrán desganado en la espera y se habrán quedado aquí, para asolar de más muerte nuestra Patria? ¿Cuántas desgracias caerán sobre aquellos que lucran de la muerte ajena? ¿Cuántas ofrendas tendremos que hacer a la Pacha para restablecer los equilibrios que se han roto en estos meses de ignominia?
Verónica Córdova es cineasta.