¿Cómo darle independencia al Poder Judicial?
La idea de República rechaza la existencia de un poder absoluto o permanente. La Asamblea fundacional de 1826 decretó en su sesión del 13 de agosto que el gobierno “representativo republicano” se expediría por los tres poderes “separados y divididos entre sí”. No puede ser el mismo el que hace las leyes que quien las aplica, y ninguno debe resolver por sí mismo las controversias.
Desde entonces se ha planteado el gran desafío de establecer los mecanismos adecuados para garantizar la separación y división de poderes. El problema mayor corresponde al judicial, que al no generar leyes ni contar con la fuerza coercitiva o los recursos económicos para aplicarlas, resultó el más débil.
La primera Constitución boliviana, sancionada en 1826 a partir de un texto encomendado a Simón Bolívar, buscó la independencia de los jueces dotándoles de inamovilidad. Todos los magistrados, desde la Suprema hasta los jueces de partido, debían ser vitalicios, ejerciendo su autoridad “cuanto duraren sus buenos servicios”. Por supuesto, podían ser removidos mediante procedimientos judiciales y por tanto no estaban exentos de cumplir las leyes. Pero al ser vitalicios podían ejercer la magistratura libres de la voluntad o la influencia política que sí estaba sujeta a renovación periódica de acuerdo a la votación de los electores, y libres de preocupaciones económicas y de empleo.
Para llegar a la Suprema se planteaban requisitos de edad y experiencia bastante exigentes para la época. Tener al menos 35 años cuando la esperanza de vida era de 50, equivaldría hoy a exigir una edad mínima de 50 años para la Suprema. Y se esperaba que además hubieran sido previamente magistrados distritales o que tuvieran al menos 10 años de ejercicio profesional.
En otras palabras, la independencia de los jueces no nacía del origen de su mandato, como es el voto de los electores para los legisladores, sino en su especialización profesional y autonomía laboral. La seguridad del cargo vitalicio le daba al juez la suficiente tranquilidad como para juzgar sin temor a ser removido por el poder de turno. La forma de elección involucraba a las Cámaras: los senadores enviaban ternas a los censores (diputados) y éstos elegían de dichas ternas.
Esta forma no se mantuvo mucho tiempo aunque sí sus principios, al establecer plazos de mandato mucho más prolongados que los de los poderes Ejecutivo y Legislativo. En la Constitución de 1967, por ejemplo, el mandato de los Supremos era de 10 años, es decir, dos y media veces más que el de los legisladores y por tanto podían ejercer sus funciones con relativa independencia.
Una revisión de los casos con mejores sistemas judiciales (Dinamarca, Alemania, Finlandia e incluso otros exitosos como Estados Unidos, Japón, España) muestran que ese sistema es el más extendido y útil. Siempre hay dos órganos distintos involucrados, uno para seleccionar postulantes y otro para elegirlos, y el mandato es vitalicio aunque en algunos casos con la obligación del retiro a una edad determinada (70 o 75 años, por ejemplo).
Bolivia experimenta la elección de magistrados por sufragio desde 2009, tratando de dar a los jueces independencia de origen, limitándolos en el cargo a un periodo breve. Lamentablemente no se logró el objetivo. La elección los subordina a los poderes que los promueven. Los electores votan sin conocerlos, y por eso también rechazan su elección votando en blanco y nulo en gran mayoría. Y su breve paso por el cargo se ha convertido en un punto más de sus currículums profesionales: esos cargos ya no son la culminación de una carrera sino un empleo transitorio. Los mismos jueces parecen tomar decisiones pensando que tendrán toda una vida para corregirlas, olvidarlas o esconderlas.
Podemos enmendar el error. No hace falta volver a la experiencia previa sino mejorarla, para lo cual podríamos pensar en el origen fundacional. O sea: designaciones vitalicias subiendo las exigencias de selección, y solvencia económica determinando una proporción mínima del presupuesto para el Órgano Judicial, que debería tener autonomía de gestión. Nada de esto libraría a los jueces de cumplir las leyes, incluyendo las de rendir cuentas y someterse al control presupuestario.
Necesitamos transformar la justicia y eso pasa por recuperar y garantizar la independencia judicial. Una Suprema con autoridad y credibilidad podría encargarse de reconstruir nuestro sistema en crisis.
Roberto Laserna es economista.