La crisis de la piel
En estos últimos días, LA RAZÓN reprodujo la columna Lo que no puede darnos el metaverso de Joanna Novak, publicada en The New York Times. El metaverso es la última promesa de internet, la experiencia inmersiva y multisensorial en el uso de los más modernos dispositivos tecnológicos. Y Novak reafirma en su texto que se niega a entregarse dócilmente a esta novedad por varias razones: porque se apega a los placeres táctiles del oficio que comienza con los beneficios de escribir a mano; por su inamovible amor a las libretas Rodhia; porque no quiere deshacerse de la vieja máquina de escribir; porque no quiere que muera la danza de los bolígrafos de tinta de gel y, sobre todo, porque lo último que espera es una tecnología que la aleje todavía más de su cuerpo.
Estos aparatitos, casi una extensión de nosotros, nos permiten una comunicación que, bien o mal usada, excesiva o bien autorregulada, ha hecho posible lo imposible. Mi papá no sale de su departamento hace dos años por la pandemia y el WhatsApp se ha convertido en el puente de ida y vuelta de palabras de cariño, de fotos y, si él sigue intentando en su encierro, se convertirá en una videollamada en cualquier momento y nos invadirá un arco iris de alegría. Mi grupo de entrañables amigas, las Lulús, ha permitido vencer los años y las distancias y seguir monitoreándonos, moldeándonos, intercalando nuestras vidas a lo largo del tiempo y ha permitido celebrar una Navidad mirándolas (cada día más lindas), escuchándolas (cada día más dueñas del mundo): una recostada frente al mar con su agua de coco, la segunda reinando sonriente desde su sofá, la tercera en el centro mismo de su nueva casa de soltera y yo, en bata de baño y sin maquillaje. Impensable hace algunos años.
Sin embargo, hay algo absolutamente esencial que ningún chiche último modelo nos puede dar: la experiencia del tacto. Ni con todo el oro del mundo Mark Zuckerberg puede incluir nuestros cuerpos en sus fuegos artificiales. Así que a Joanna Novak no le falta razón. La omnipresente pandemia nos ha enseñado lo dura que es la vida sin el tacto. Y lo durísima que es la muerte sin el tacto. No pudimos imaginar peor pesadilla que saber que nuestro ser querido se va sin que podamos tocarlo. Por eso agradezco el privilegio que tuve, un día antes de su partida, de acariciar las manos de mi abuela mientras le ponía el Mentisán con el que ella me curó de todos los males durante mi infancia, tiempo tan dulce a su lado y al lado de mi abuelo. Las reuniones y los cócteles por Zoom nos han hecho sentir como pulgas en peluca. Las clases a distancia han disecado la energía de mi hijo y la de sus compañeros de curso. Novak da en el clavo cuando sentencia que con la llegada de la pandemia se instaló la crisis del tacto. La gran depresión (no la económica, sí la gran depresión que originan los sentimientos de tristeza, de vacío y desesperanza), ya que se trata nada menos que del primer sentido que desarrollamos. La investigadora Tiffany Field, estudiosa del tacto por más de cuatro décadas, ha puesto en su verdadera dimensión la fuerza del masaje prenatal, la del masaje de nuestras extremidades desde que somos bebés, la de la producción de oxitocina (“la hormona del abrazo”) cuando la piel contacta otra piel por no hablar de enfermedades que pueden combatirse a través del tacto. Sin ser investigadora en el tema, puedo hoy recordar a mis colegas mamás lo que logra en ese ser que acabamos de parir, ponerlos sobre nuestro pecho después de su primer llanto en manos ajenas y enguantadas. Ahora entiendo a mi amiga Virginie cuando, hace más de veinte años, después de haber roto con su pareja, me pedía que no la toque. Sentir una mano sobre nuestra piel puede desencadenar un incendio emocional.
Y este virus impredecible nos tiraniza hace dos años tapándonos la sonrisa detrás de un tapaboca y alejándonos físicamente de nuestros semejantes como medidas básicas para escapar a la muerte. Qué paradoja; qué parajoda. Una pesadilla con todos sus ingredientes. Mientras tanto, como Novak, también me rebelo contra la tecnología que nos mantiene distantes tanto de los otros como de nosotros mismos. Convoquemos a una gran manifestación para dejar de perder el sentido del tacto; iniciemos una masiva marcha nacional desde oriente y occidente para no perder el derecho humano de un abrazo en serio; que ninguna empresa transnacional se atreva a reemplazar nuestros cuerpos; que ningún gobierno de turno nos quite el contacto físico con nuestros amigos los perros; que nunca, nada en el mundo nos prive de la urgente caricia bañada en ronroneo largo de nuestros gatos. Miau.
Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.