El corazón de las cosas
La semana pasada me atrapó un texto del columnista de LA RAZÓN Jorge Barraza sobre la venta de la camiseta de Maradona. Sí, esa que Diego vistió el 22 de junio de 1986, cuando Argentina enfrentaba a la selección de Inglaterra. Una prenda como ésa cuesta en el mercado unos cinco euros, pero la que llevó el Pelusa en ese partido de “la mano de Dios” vale hoy 8.617.565,91 dólares. No se había resuelto la guerra entre estos países por las Malvinas y el dueño de la pelota devolvió a su patria la dignidad en todas sus letras y toda la alegría posible con “dos goles para la eternidad”, escribe Barraza. La camiseta más cara de la historia; no de la historia del fútbol, de la historia a secas. La tuvo durante 34 años el futbolista inglés Steve Hodge, quien la intercambió con el 10 al terminar la mágica guerra sobre el césped. No la lavó nunca y por lo tanto tiene la transpiración seca de Maradona. ¡Madre mía!
Este relato increíble trae en su vientre la reflexión sobre la vida de los objetos. Sobre el valor de ciertas cosas. Como el que tiene la medalla presidencial en Bolivia, legada por Simón Bolívar. Reparamos masivamente en ella cuando el teniente Roberto Ortiz (a cargo del cuidado), que la llevaba en una mochila, perdió inexplicablemente su avión a Cochabamba y, para hacer hora hasta el siguiente vuelo, se fue a una casa de citas en un barrio de prostíbulos de El Alto. Después de un doblete (según sus propias declaraciones), volvió a su auto y se percató de que le habían robado la medalla y la banda presidencial, o sea el kit completo del poder en esta impredecible Bolivia. Aparecieron ambas abandonadas en una iglesia, horas más tarde. ¿Se imagina poder darle el don de la palabra a la histórica medalla? Lo contaría todo, la charlatana. Lo que pensó ese joven escudero, la sorpresa de quién la encontró en medio de un robo común, la manera cómo la rescatan y los mil diálogos que escuchó a lo largo de su vida empoderada, hasta lo vivido en 2019, cuando la sacaron del Banco Central antes de tiempo para que un militar la viera en primer plano sobre el pecho de Jeanine Áñez. ¿Recordará esta medalla todo lo que escuchó el 12 de noviembre de 2019? Lastimosamente, no podrá ser citada a declarar. Hablando de ese noviembre, ¿se preguntó usted qué pasó con la Biblia gigantesca a la que Luis Fernando Camacho puso alfombra roja para que retorne a Palacio? Sí, la misma que la flamante Presidenta del gobierno transitorio levantó alto en señal del retorno de la fe católica a los pasillos del poder político. Tan grande, tan fotografiada y hoy tan ausente. Hoy hay otra Biblia junto a Áñez, es uno de los dos libros que un colega de El Deber identificó en el espacio donde actualmente Áñez cumple su prisión. De este ejemplar ya nadie comenta. ¿Y qué será de esa famosa chompa con la que Evo Morales se paseaba por el mundo cuando estrenaba su presidencia? En Televisión Española hablaron hasta el cansancio del jersey del indio presidente. ¿Se la pondrá todavía? ¿Sabrá dónde está? Con ese jersey comenzaba uno de los ciclos más debatidos en nuestro vecindario. Y así, podemos intentar buscar la huellas de tantas cosas en la cajonera de la mesa de noche de nuestra historia común: el diario del Che, la carta de Túpac Katari antes de ser descuartizado por cuatro caballos, la ropa desgarrada de los miristas masacrados en la calle Harrington, la camiseta del Diablo Etcheverry con la que le hizo el gol a Brasil, uno de los floreros de Ana María Romero de Campero. Esta última me la sé.
Mi mamá tenía una florería en la planta baja del edificio del periódico Presencia. Romero de Campero era la directora. La florista, por la cercanía seguramente, daba los servicios al diario. Y, como agradecimiento, mandaba de cortesía flores a la directora, todos los lunes. Ana María, además de pedir específicamente “clavelitos”, mandó dos floreros idénticos. Uno estaba en su escritorio y el otro en la florería, para los siguientes claveles. Un día se fue y mi madre se quedó sin poder entregar el florero. Nadie, después de Anamar, pidió flores en el periódico. Mi madre “olvidó acordarse” de devolverlo y quedó mudo, sin agua, sin claveles, sin dueña, hasta 2010, cuando me invitaron a dirigir LA RAZÓN. En una de esas primeras semanas en Auquisamaña, apareció esa joya en mis manos. Está sobre mi escritorio. Claro que me queda grande, inmenso. Pero ahí se queda porque cada vez que lo miro me acuerdo de las ganas de luchar por mis principios. Tenerlo es el gol para la eternidad.
Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.