La A de atigrada
Hace siete días, los tigres supimos lo que es pasar del cielo al infierno. Más todavía los amantes de la Entrada del Gran Poder porque de esa fiesta pasamos a ese clásico de final con Bolívar que nos martilló sin piedad el corazón. A continuación, las bandas de la alegría que precedieron los tres goles funestos.
Once de la mañana. Ingreso a la Entrada del invencible universo cholo paceño. El marcador estaría cero a cero hasta el día siguiente así que solo quedaba llenarse los ojos de color y lujo, reventarse el pecho entre bombos y trombones, sostener la alegría con pasank’alla y cerveza, dejarse envolver por el sol y las sonrisas morenas.
Nos recibe la banda Poopó. Cascos mineros dorados con sonido de platillos. Les aplauden al frente los pasantes, elegantísimos. Carruajes de oro en las orejas, oro hecho carruaje con ventanas de perlas en el sombrero. Salteña de rigor, ya llegaron los Waka Thuqhuri. Cada vez entiendo mejor la pasión de mi abuela por esta alegría irónica que hace bailar a los toreros, empuja el balanceo de las mil polleras encendidas de la resistencia de este pueblo poderoso, pone ritmo a los toros que vencen la muerte y el colonialismo. Aja ja ja, qué risa que me da, la pinta que te gastas, ni bola que te doy. Salteña fría por evaluar caporales, por mirar piernas coquetas. El doble de entusiasmo cuando llegan Los Negritos: la esclavitud y la tortura hecha danza. ¡Pam pa pa pa pam, pa pa pa pam, pa pa pa pam! ¡Morir antes que esclavos vivir! Todo pasa frente a ese pequeño Señor del Gran Poder que mira extasiado (y bien acompañado por ella) desde la mesa de los pasantes. Se han vestido de azul y dorado, bordado el escudo de Bolivia lucen ambos. Lo miran, lo escuchan y lo bendicen todo. Ojo cerrado, te he querido, sin pensar mil veces, me voy a mi suerte…
Al día siguiente tocó cantar la otra parte de la misma morenada: el amor es ciego, así es la vida, pase lo que pase, sin llorar corazón. Claro que en la mañana no imaginábamos el desastre. Subimos las escaleras del estadio con todo palpitando. De pronto se abre imponente el gran cuadro: no hay lugar para un alfiler más. Ahí están ellos. Y aquí estamos nosotros. Eufóricos todos. Se entona el himno nacional para recordarnos que al final del día e incluso al final de esta final somos todos bolivianos (y todos mestizos). Hoy lo recuerdo como parte de la receta para curar las tres heridas en mi cuerpo oro y negro. Sí, ganaron. Ganaron bien. Superiores en todo: más presencia celeste, más volumen, más papeles blancos, más humo, más presión, más velocidad, más serenidad y sobre todo, más goles. Disfrutamos los primeros 17 segundos, más nada. En el segundo 18, Wayar se come mi alegría y saltan las almas bolivaristas con el gol que abolla todo. Delante de mí protesta un chango, un papá chango. Lo sé porque tiene sobre sus piernas a su pequeño de, adivino, tres años. El papá, a duras penas, puede llegar a los 30. La bronca de este primer gol no impide la primera tarea de la tarde: proteger al pequeño tigre con una abrigada gorra de lana. El gol celeste trajo el frío. Y en lugar de hacer algo bueno, la infracción de Chura nos conduce al matadero: segundo gol, carajo. A alentar mientras quede vida. Aprovecha los segundos de calma el papá para sacar de su bolsillo un sándwich en pan de molde finamente partido en dos; el tigrito no perdió el apetito. En la cancha los nuestros no saben qué hacer con la pelota y este chango suelta unos ajos pero sobre todo unas cebollas que no hacen mella en el pequeño. En el minuto 37 saca una cajita de jugo de manzana para rematar la merienda de jamón y queso. Me dio hambre pero tengo la boca completamente seca y unas ganas de llorar aplastantes.
Segundo tiempo. Los milagros existen y como siempre me dice mi papá, en el último minuto se puede meter gol. Vuelve la pesadilla de los desaciertos sin garra. El Tigre no está en la cancha. Sale Wayar. “¿Para eso corres, no?” le grita mi vecino. Asiento con la cabeza y me sale la única sonrisa desde el segundo 18. Todos buscamos al joven del café; solo tomaré un trago corto, para castigar a mi equipo del alma. El joven papá renueva insultos que no puedo reproducir en este confesionario pero seguro escucharon allí abajo. El tigrito no se aburre porque le pusieron dibujitos en su celular. ¡Cómo conoce el timing de su heredero! Me acuerdo de buscar mis guantes en la mochila y… gooooooool… El gol de la verdadera derrota. No hay nada más por hacer. Cambio los guantes por los ajos y los lanzo al viento. Lo que el viento se llevó: mi esperanza, mis ganas de abrazarme al felino. Miro desconsolada al pequeño que se deja besar en los brazos de su padre y reencuentro mi esperanza. Ustedes ganaron, y de lejos, pero solo en este pelaje atigrado puede concentrarse tanta ternura paterna y tanto sentimiento. Con ternura y sentimiento caminaremos hacia el próximo partido, después de lamernos esta profunda herida.
Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.