Paceñochukutacochalacollacamba
Esta columna verá la luz en el segundo día del paro indefinido en Santa Cruz; tres días después del aniversario 474 de Nuestra Señora de La Paz y de repente lo que parece desconectado no lo está tanto.
“La Paz, mi ciudad: eres llok’alla lavando autos, eres matraca con su moreno” es uno de los fragmentos del Manuel Monroy que más paceñamente evoca esta ciudad de doble identidad. Cada vez que nuestro columnista Édgar Arandia es entrevistado sobre el tema repasa con marcador grueso las líneas que dividen al mismo tiempo que costuran La Paz y Chuquiago Marka. Cuando un viernes compramos pescado fresco cerca del Cementerio General y rematamos la compra con una gelatina/chantillí, estamos en Chuquiago Marka. Cuando correteamos a las doce de un domingo detrás de las últimas salteñas picantes de carne en Calacoto, cerca de la iglesia de San Miguel y nos enfrascamos en la discusión de si la salteña lleva o no aceituna, estamos en La Paz. Ambos universos son maravillosos a condición de no confundir, señoras y señores. Estas dos ciudades se codean, se empujonean, se sobreponen, se pelean, se miran feo, se besan, se casan y se divorcian todos los días.
A días de que el capitán Alonso de Mendoza suscriba en 1548 el acta de fundación en Laja, la Señora de La Paz es trasladada al valle de Chuquiago. La razón fue la de todos los tiempos, el valle ofrecía agua y abrigo de los vientos y los fríos del Altiplano. Hay otra razón, no menor: Pedro de la Gasca, presidente de la Real Audiencia de Lima, ordena a don Alonso fundar una ciudad que simbolice la paz entre españoles enfrentados en su guerra civil, pero sobre todo, que pueda proteger el comercio entre el centro costero de Arequipa, Cusco, La Plata y Potosí. El comercio desde ese 1548 y antes, mucho antes, era ya el núcleo existencial de nuestra entrañable ciudad. Entre ríos y riachuelos la ocupación inca había dejado ya su huella. Y si retrocedemos, era también el centro articulador de pequeños pueblos dedicados al pastoreo de llamas y alpacas. Centro articulador de variadas ecologías, centro aurífero. El comercio entre distantes, la articulación entre actores diferentes, la incansable relación con ese otro han sellado sin duda la identidad de esta ciudad de dos nombres, de dos fuerzas, de dos plazas (la de españoles, la de indígenas). La cara actual o mejor, el doble rostro de este espacio contemplado por el Illimani sigue respondiendo a todas estas coordenadas históricas. Arandia dijo y escribió que es difícil encontrar a paceños por derecha e izquierda. Cierto. Esta A, por ejemplo, tiene dos abuelos paceños, una abuela cochabambina, un abuelo beniano-cruceño, por no citar más ramas del mismo mestizaje. Papa, ispi, caya, charque, cordero, sábalo, yuca, todos los colores de ajíes y el carácter de mi abuela cochala definieron mi esencia. Esencia que un domingo como éste sigue vibrando con la celebración paceñochukuta del 20 de octubre y, al mismo tiempo, trata de flotar en la confusión que provocó ese audio que se hizo viral en esta semana preparatoria del paro cruceño. Se trata de una voz camba que suena como la de mi abuelo, papi César, que de niña me cantaba repentinamente: “cunumicita linda/ que tienes ojos de guapurú”; una voz camba que en mi celular repite: “son los collas de mierda que nos roban a nosotros los cambas (…) nos roban, nos asaltan, ladrones, asaltantes, corruptos, delincuentes, todingos los políticos (…) collas de mierda carajo”. Quien habla en ese audio, además de maltratar con sus adjetivos a una mujer a la que pretende sacar de la sala a punta de disparates, se declara descendiente de Rómulo Herrera Justiniano. “Fue el primer rector de esta universidad”, remata la voz mientras yo me esfuerzo en recordar la otra voz, la voz camba, la voz cálida, la voz generosa de mi abuelo, Julio César Parada Callaú, combatiente de la Guerra del Chaco, Héroe del Kilómetro 7, amante de su mandolina, amante de su patria Bolivia, una gran nación.
Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.