Todas las sangres

Despidan en mí un tiempo del Perú —escribió José María Arguedas en su Último Diario. Quizás conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro: se cierra el del azote, el arrieraje y el odio impotente; se abre el de la luz y de la fuerza liberadora e invencible — dejó dicho antes de pegarse un tiro en su despacho de la Universidad.
Toda su vida había estado marcada por el desgarro. Era hijo de un abogado de pueblo, hijastro de una rica hacendada y fue criado como un indio más por los pongos de su madrastra, que le enseñaron a hablar quechua y a amar los ríos profundos que corren en las sierras peruanas. Era indio de alma y blanco de piel: un desgarro que lo hace la representación perfecta de un Perú que, en 1969, antes de apretar el gatillo, creía estaba llegando a su fin.
José María Arguedas nació en Andahuaylas, la misma ciudad serrana donde murieron a tiros esta semana los adolescentes campesinos Romario y David. Sus sangres fueron las primeras de una rebelión popular que ya lleva, hasta esta mañana lluviosa en la que escribo, doce muertos más. Algunos medios dicen que las protestas, la represión y la sangre son a consecuencia de un golpe de Estado presidencial; otros lo atribuyen a un golpe de Estado legislativo, pero yo creo que la razón es otra. Catorce peruanos han muerto esta semana a consecuencia del mismo desgarro que se llevó a José María Arguedas y, cincuenta años después, se sigue extendiendo por los campos, plazas y pueblos del Perú.
Después de haber pasado su infancia en el campo, infestado de piojos, durmiendo al abrigo de los chanchos y protegido por el amor intenso de los pongos, José María fue arrancado de ese mundo e instalado en la clase social que le correspondía a su piel y su apellido. Toda su vida, toda su obra literaria y toda su labor etnográfica fue una lucha por reconciliar en sí mismo esas identidades escindidas: ser blanco entre los indios, ser indio entre los blancos. Ser peruano, ser serrano, ser provinciano, no ser.
En Andahuaylas, las protestas, la represión y la muerte de esta semana se concentraron en la avenida José María Arguedas. Allí, en medio de las consignas y los gases, una joven declaraba a la prensa: “Lo han destituido porque es del campo, porque es humilde”, decía refiriéndose a Pedro Castillo. “Hacen lo que quieren, nuestro voto para ellos no vale”, afirmaba refiriéndose a los congresistas, limeños, blancos. Mientras tanto, en las redes sociales de la clase media de Lima circulaban mensajes alentando a la Policía a meter bala a los “vándalos, salvajes y terroristas”. Es otra vez un conflicto entre Ellos y Nosotros, disfrazado de política.
Arguedas cuenta en su último diario un pasaje conmovedor que ilustra el desgarro que se vive hoy en Perú (y en Bolivia y en América Latina toda). Ya profesional, regresó a la hacienda de su madrastra para reencontrarse con los indios que lo habían criado en su infancia. Y mientras la mayoría de los habitantes del pueblo “me doctoreaban estropeándome hasta la luz del pueblo”, Don Felipe Maywa, “ese gran indio al que había mirado en la infancia como a un sabio, como a una montaña… me permitió que lo tomara del brazo. Y sentí su olor a indio, ese hálito amado de la bayeta sucia de sudor. Y abracé a don Felipe de igual a igual”.
¡Qué falta le hace ese abrazo hoy a Perú! Qué falta nos hace a todos, para remendar el desgarro, para juntar las sangres, para mirarnos como iguales. Como escribió José María Arguedas: Pachan runa kanqa, runañataq pacha, qan sayay.
Verónica Córdova es cineasta.