Un tribunal disparatado
Desde noviembre de 2017, tenemos atragantado el nombre del Tribunal Constitucional del Estado Plurinacional de Bolivia. La institución encargada de velar porque nuestra ley de leyes deba ser cumplida a rajatabla, sumió al país en una crisis política con consecuencias trágicas de persecuciones, encarcelamientos indebidos y masacres que terminaron con la vida de 38 personas.
Es de un insoportable contrasentido que los magistrados que deben encargarse de resguardar sin concesiones nuestra Constitución —enfrentando presiones de todos los tamaños—, son más bien los que la han perforado de la manera más irresponsable e impune, a sabiendas del sacrificio y el dolor que le ha significado al pueblo boliviano luchar para que fuera puesta en vigencia en febrero de 2009.
El 28 de noviembre de 2017, el Tribunal Constitucional determinó, dizque respaldándose en el Pacto de San José, que la reelección indefinida es un derecho humano. A partir de tan desatinada e inconsistente decisión que le otorgaba carta blanca a Evo Morales para repostularse a las presidenciales de 2019, contradiciendo el referéndum producido el 21 de febrero de 2016 en el que la mayoría votante le había dicho no a esa pretensión, se desató una crisis político institucional que derivó en el golpe de Estado perpetrado entre el 10 y el 12 de noviembre de 2019.
Cuatro años después de la descabellada decisión asumida por el Tribunal Constitucional (agosto de 2021), la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictaminó que “La reelección presidencial indefinida no constituye un derecho autónomo protegido por la Convención Americana sobre Derechos Humanos ni por el corpus iuris del derecho internacional de los derechos humanos, sobre la opinión consultiva presentada por el Gobierno de Colombia, en octubre de 2019, bajo el título de la figura de la reelección presidencial indefinida en el contexto del Sistema Interamericano de Derechos Humanos”.
Dos años después, no contento con el desmadre nacional que generó desde 2017, el mismo Tribunal Constitucional no tuvo mejor ocurrencia que lavarse las manos acerca de la asunción de Jeanine Áñez a la presidencia del Estado: “El magistrado, Petronilo Flores, afirmó que el comunicado del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP), que avaló la sucesión presidencial de Jeanine Áñez, el pasado 12 de noviembre, no tiene valor legal y no es vinculante./ Es un comunicado que no tiene ninguna relevancia jurídica. El Código Procesal Constitucional solamente reconoce como vinculantes las sentencias constitucionales plurinacionales, las declaraciones constitucionales y los autos constitucionales” (febrero de 2020).
Es el Tribunal Constitucional, también en este caso con su catastrófica decisión, el que ha alentado una narrativa acerca de que la sucesión de Áñez fue constitucional y ha dado lugar a la instalación de un falso debate que contrapone fraude (electoral) versus golpe, y que pone en evidencia ese precepto filosófico que dice que cada quien construye su propia verdad en tiempos de fake news y conspiraciones a través de redes sociodigitales, con prescindencia de los hechos objetivos, y en este caso, del mismísimo ordenamiento jurídico boliviano sobre la sucesión presidencial.
Mientras la Justicia en Bolivia hace aguas por todas partes, con feminicidas, narcotraficantes y lavanderos de dineros de procedencia ilegal liberados por jueces y juezas todos los días, el Tribunal Constitucional ha decidido culminar con broche de oro sus seis años de desastrosa gestión, decidiendo prorrogarse en sus funciones con el argumento de evitar un vacío institucional que sería producto de la no realización de elecciones judiciales durante este 2023 que concluye.
Debido a la presentación de por lo menos tres amparos en los últimos nueve meses que impugnaban la ley de convocatoria a los comicios para elegir autoridades judiciales, el tribunal ha demorado en demasía los tiempos para resolver esos recursos y así llegamos, a 15 días de la conclusión del año, que fue imposible cumplir con el calendario electoral, lo que daría lugar a que desde el 2 de enero del próximo año, el país continúe con autoridades judiciales ejerciendo sus mandatos más allá del período estipulado por ley.
Con este panorama ha quedado abierto el debate acerca de los términos en que la Asamblea Legislativa debe intervenir para encontrar un camino de solución que no pase por transgresiones a la Constitución.
El Tribunal Constitucional no actúa oportunamente y menos informa. Pareciera que los magistrados y magistradas que lo conforman habitaran un bunker inexpugnable, que ni a juicios de responsabilidades les temen porque saben que las consecuencias no los llevarán a la cárcel. Debemos empeñarnos en que los próximos candidatos a ocupar sillas de tan alta responsabilidad sean capaces de revertir esta vergüenza institucional que sufre el país y pone en riesgo, otra vez, al mismísimo sistema democrático.
*Julio Peñaloza es periodista