Bichos
Las personas pueden despertar un día convertidas en un bicho, como le sucedió a Gregorio Samsa, o a tantísimas otras personas
Claudio Rossell Arce
Lo que en el lado andino del país son bichos, en el oriente, con mucha más propiedad en el lenguaje, se llaman insectos; bichos son los animales, por lo general los de caza. Así, se establece la diferencia entre unos, que reciben mortíferos disparos, y otros, que reciben mortífero insecticida o, cuando menos, chancletazo. Hay, sin embargo, una otra categoría de bichos, que tienen comportamientos humanos, pero a cada rato se les escapa y revelan su verdadera naturaleza.
A muchos bichos los hacen así desde chiquitos. Les enseñan, a golpes, a caerse y, a gritos, a levantarse; los tratan como a insectos y así les enseñan a sentirse: pequeñitos, insignificantes, indeseables; les rompen la inocencia y luego no les dejan reparar la fractura, restañar la herida… les echan la culpa. Hay otros bichos que se hacen, por frustración, por impotencia o por incapacidad de ser mejores. O por simple pereza.
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Por supuesto que las personas pueden despertar un día convertidas en un bicho, como le sucedió a Gregorio Samsa, o a tantísimas otras personas. Lo grave en muchos casos es que no se dan cuenta de su metamorfosis y van por la vida creyendo que son los de antes, pero comportándose como lo que son: bichos, y causando estragos a su paso. La minoría, casi nadie, se convierte en insecto: grácil mariposa, ligero mosquito (pica, pero luego da gusto rascarse), presuroso ciempiés…
En el mundo de los insectos hay algunas especies que son capaces de cargar decenas de veces su propio peso, y llevan el mundo encima; a fuerza de cargar volúmenes increíbles, construyen hormigueros o acaban con un árbol entero en cuestión de horas. Los bichos no; más bien tienen la costumbre de buscar a su alreredor quién tiene más fuerza (o empeño, que se le parece) y le ponen encima sus cargas, pero solo hasta la meta, donde presentarán el logro como propio.
Casi todas las especies de insectos no hacen otra cosa, en términos humanos, que trabajar toda su vida para garantizar la sobrevivencia de su especie; entre muchas de ellas hay incluso una especialización de funciones que parece la utopía burocrática, un verdadero mundo feliz, solo que sin soma. Los bichos no tienen tal vocación, medran del esfuerzo ajeno, miran al otro lado cuando hay que poner ganas o trabajo, se vuelven súbitamente sordos a los ruegos e incluso a las instrucciones; luego ponen cara de yo no fui y, si se puede, festejan como propios los resultados y los logros, a los que no aportaron.
También hay especies de insectos que prefieren la oscuridad y el secreto; huyen de la luz (y de la mirada humana) porque prosperan escondidos o lo hacen de noche; y cuando sus secretas reuniones son descubiertas, huyen en desbandada, sálvese quien pueda. Hay de esos bichos también, los que prefieren vivir lejos de las miradas escrutadoras, de las expectativas ajenas, de los deberes, propios y colectivos; que a veces operan en grupos, pero solo entre iguales y nunca con quienes puedan ponerles en conflicto o, mucho menos, cuestionarles. Por supuesto, trabajan solo para sí.
Existen insectos inverosímiles que dominan el arte de la mimesis, y a simple vista parecen cualquier cosa menos lo que son: feroces dragones tatuados en las alas de la mariposa, secas ramas que sin embargo se llaman “matacaballos”, hojas de todos los tamaños y verdores… Entre los bichos están quienes se disfrazan a tiempo completo y esconden lo que son, a veces hasta de sí mismos, usan el arte del engaño y conducen, a veces exitosamente, al error; los hay que ostentan sus virtudes solo para ayudarse a esconder vicios (y pecados) que son mucho mayores.
Hay bichos sin parangón en la naturaleza: los que impiden al resto hacer cosas que ellos mismos harán luego, a veces para ganar incluso si no hay competencia, a veces porque no pueden darse cuenta de la esencial contradicción. Hay bichos que se creen con el derecho de subyugar a otros, y les imponen toda clase de esclavitudes y luego afirman que esas relaciones son naturales; son los peores.
Aunque a menudo no los vemos o preferimos no verlos, están por todas partes, y son imprescindibles en nuestro mundo, los insectos, digo. Y por mucho que demandemos de una y mil formas que se vayan todos, muchos se las arreglan para permanecer y a menudo prosperar, los bichos, digo.
(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social