Acostumbrarse
También es posible que la gente se acostumbre a que las cosas estén mal, pero no tanto, o eso crean
Claudio Rossell Arce
La vieja expresión “el humano es un animal de costumbres” tiene muchas connotaciones, entre las más comunes están: el que la persona tiene una innata capacidad adaptativa, lo cual permitió a los sapiens, y en su momento a sus parientes y competidores más viejos, acostumbrarse a todos los climas de la Tierra y dominar a la naturaleza (con una violencia feroz en las últimas décadas); también, el que esa capacidad adaptativa sirve para subyugar o ser subyugado, porque “a todo se acostumbra uno” o una.
Así, en la vida cotidiana la gente se acostumbra a sus rutinas, y eso le da orden a su vida y certidumbre a su identidad. Quien soy es lo que hago y me comporto en consecuencia. Hay gente a la que le disgusta quién es, qué hace o cómo se comporta, y la única manera de cambiar es renunciando a la costumbre, tarea habitualmente complicada, y nicho para toda clase de gurúes. Tal vez todo lo contrario, hay a quienes les gusta la persona que encarnan, y se aferran con fanática convicción a sus costumbres y hasta las racionalizan.
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A menudo, sin embargo, la fuerza que conduce a la costumbre no proviene del mundo interior de la persona, sino de afuera. La costumbre está hecha de una interminable suma de hábitos de muchas personas a lo largo del tiempo, y esa es la que se aprende sin saber cómo ni cuándo (a veces se aprenden costumbres nuevas, pero las venden bajo el ropaje de la tradición). También hay costumbres buenas que se inculcan, y malas que se extinguen, a veces a palos, a veces, felizmente, no. Por supuesto que casi cualquiera puede terminar acostumbrándose a recibir palazos, sean físicos o no; esa es una mala costumbre que pasa por buena en la vida de muchas.
Hay costumbres que se adquieren por necesidad, como le debe haber pasado a quienes han dejado el impredecible clima paceño y ahora transpiran la gota gorda en alguna colina del Urubó: en pocas semanas han tenido que cambiar sus hábitos, en todas las acepciones de la expresión, y se adaptan al nuevo clima y a las costumbres que inspira. Naturalmente, hay quienes no, no se acostumbran, o eso creen, porque la gente también vuelve una costumbre el renegar de la circunstancia, sin poder o querer cambiarla.
Otras circunstancias obligan a adquirir la costumbre a la mala, como les sucede a muchas, que deben acostumbrarse a tener miedo cuando caminan solas en la calle, porque algo han sabido, escuchado o, peor, les ha pasado; acostumbrarse a la bronca que provoca la permanente precariedad de la vida en el cuerpo de una mujer, peor si es hermoso. También les toca a muchas acostumbrarse a la precariedad laboral, a los techos de cristal, a los pares que gozan del privilegio y muchas veces ni se dan cuenta.
También es posible que la gente se acostumbre a que las cosas estén mal, pero no tanto, o eso crean; a tal propósito ayuda el meterle mano a esa entelequia llamada opinión pública (pero hay que saber cómo). La gente, en todo caso, está ávida de creer (que es otra forma de acostumbrarse), no solo en la metafísica trascendente de la religión, sino en cosas más mundanas, comenzando por los líderes. De ahí que haya gente que se acostumbra a los delirios del jefe, que son delirios, pero son del jefe (y hasta los justifican). Ese es, probablemente, el lado blando, pero fuerte, de esa otra entelequia llamada hegemonía.
Eso también explica por qué quienes acceden al poder se acostumbran tan rápido, tan violentamente a sus mieles: la gente a su alrededor se acostumbra a obedecer, o a mandar, pero casi nunca a concertar, mucho menos con circunstanciales adversarios, cuyos grupos están acostumbrados a la misma cultura; y llega un punto en que, contra toda convención sobre buenas costumbres, el debate político se convierte en pugilato y otras formas más degradantes de espectáculo.
Sin embargo es posible resistir, como una “bandada de pájaros contra la costumbre”, a lo que nos vuelve insensibles e indiferentes a la injusticia, por pura costumbre; a la violencia, propia y ajena, al crimen de la guerra y a todo aquel que mata; pero también a las más íntimas costumbres propias, incluyendo el odio, el desprecio, la codicia, teniéndolas presentes, para saber si conviene cambiarlas, o no, y para qué…
La Razón da la bienvenida a nuestro nuevo columnista Claudio Rossell Arce. Tenemos la certeza de que sus opiniones enriquecerán la pluralidad de visiones que habitan estas páginas. Sus textos se publicarán cada 15 días. Esta casa periodística sigue creciendo.
(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social