Silvia Peñaloza, una mujer libre
Silvia Peñaloza
Es una de las mujeres que marcaron el paso en la pintura boliviana. Con 80 años de edad, repasamos su carrera de arte y compromiso
El taller de Silvia Peñaloza ha colapsado. El tercer piso de su casa amarilla está plagado de goteras y el barro se ha apoderado de todo. Sus cuadros han sido bajados a un cuartito junto al “living”. En el carnet de Peñaloza Rocha dice “pintora”. También dice que nació un 12 de abril de 1942.
La madre de Silvia fue modista. Doña Elvira Rocha Álvarez hacía tarjetas de flores de tela organza/organdí y pétalos de corazón. “Yo saqué mucho de ella, era una artista”. El padre de Silvia, Daniel Peñaloza Bernal, fue combatiente en la Guerra del Chaco (estuvo en la Batalla de Carandaití), policía y administrador/comodoro del Yatch Club de Huatajata, a orillas del lago Titicaca. La niña que fue Silvia todavía se acuerda de un barco verde y hermoso, llamado Calypso, como el buque de investigación del oceanógrafo francés Jacques Cousteau.
La wawa Silvia no nace en hospital, nace en su primera casa de la avenida Ismael Vásquez, en el barrio paceño de Pura Pura. “Dicen que no lloré, dicen que comencé a chupar mi dedo pulgar y que solo lloraba cuando me lo sacaban. ‘Elvira, mira a tu hija’, dijo la partera, ‘va a ser una mujer independiente y libre, no va a necesitar de nadie, ni siquiera necesita de ti ahora’”. Su dedo marcará el camino.
Doña Silvia ha cumplido 80 años el mes pasado y su buena salud se debe, en parte, a las caminatas por la ciudad. Su médico le ha dicho que el mejor ejercicio que hace/puede hacer es subir la cuesta que lleva a su casa de Alto San Pedro. “El otro día fui andando desde la calle Loayza hasta el cementerio, todo subida, para buscar unos óleos”.
LA GRÁFICA
La infancia la pasa entre las lecturas de su padre y los juegos con los niños/niñas del vecindario. “Papá nos sentaba a mí y a mi hermana Patricia y nos leía en voz alta cuentos de Andersen, Blancanieves, Caperucita; luego Dickens, Salgari, Víctor Hugo; hasta llegar más mayores a los rusos como Gorki y Tolstoi”. Estudia primaria en la escuela Brasil de la avenida Montes y secundaria en el Lourdes y en el Santa Ana. “En ese colegio, en la clase de redacción, hice tiras al Cid Campeador, lo odiaba, para mí era un endiablado ser del infierno, un asesino. Puse al final: ‘desgraciado, ¿por qué naciste?’”. Silvia es castigada por las monjas.
Su compromiso político brota en el barrio. Silvia tiene, aún hoy clavadas en la retina tres imágenes de muerte. En su casa grande, junto a la estación central del ferrocarril, vivía una familia. El padre, dirigente fabril, había muerto y la madre, que lavaba ropa, no podía alimentar a sus dos wawas, “bautizadas” por Silvia como “Pinquillo” y “Zampoña”. Ambas fallecieron de escarlatina y viruela. “Fue mi primera relación dramática/traumática con la muerte”. Su segundo contacto con la “pálida” llega con el fallecimiento de doña Aurora. “Era de una familia de los Yungas, de Huancané; su padre era minero y jugábamos a hacer la ruta y yo era la voceadora, siempre tenían rica fruta. Un día me dijo: “me voy donde la luna nace y el sol se esconde”.
La tercera imagen mortuoria también lleva nombre de mujer: doña Hortensia atendía la tiendita del barrio. “Cuando iba a comprar el pan, siempre me regalaba un chupete de arroz tostado con azúcar”. Entonces, Silvia se preguntaba: “¿por qué mis amigos viven en una miseria tan mierda?, ¿por qué este mundo es tan asqueroso? Su padre respondía: “en este planeta hay pobres y ricos y los ricos ganan siempre”.
Cuando sus tíos Ramón y Román Valenzuela, que trabajan en las minas de Aramayo en Corocoro, le ofrecen chocolates por sus dibujos se cierra el círculo. “Mis tíos traían productos gringos como las galletitas saladas Bagley y a cambio de retratos de Stalin me regalaban ricos chocolates que yo no conocía”. La niña Silvia solo tiene que guardar el secreto: “no vas a mostrar a tus padres esos dibujos”.
En la universidad, antes de que la cerrara Banzer Suárez, Peñaloza conoce otro retrato famoso: es el “Che”. Para Silvia, Ernesto Guevara era su verdad. “Joven, churro, aguerrido; lo queríamos harto pues decía que no tenía que haber pobres, que los mendigos se iban a terminar, que todos tenían que tener pancito y comida en la mesa”. Un amigo de Silvia viaja becado a la URSS (a la mítica Universidad “Patricio Lumumba” de Moscú) y luego a Sofía/Bulgaria y escribe cartas contando las maravillas, al otro lado del Telón de Acero. “Esto es el cielo, me decía, luego nos dimos cuenta de que todo era un globo inflado, aquello fue una pena”.
Cuando le dice a su padre de militancia comunista que quiere ser pintora, éste responde: “No me vengas con esas, te vas a morir de hambre”. Entonces cumple órdenes y entra a Derecho. Pasa clases con Alipio Valencia Vega y Ñuflo Chávez Ortiz. “Gracias a Banzer me libré de esa carrera, cuando el dictador cerró la universidad a mí me salvó la vida”, dice entre sonrisas. Entonces, desobedece a la autoridad paterna e ingresa a la Academia de Bellas Artes Hernando Siles (aunque ya había pasado a escondidas clases de dibujo como alumna libre).
En la Academia, Jorge de la Reza (compañero de Cecilio Guzmán de Rojas y David Crespo Gastelú), el escultor Víctor Zapana, los pintores José María de Vargas y Gil Imaná junto al historiador Carlos Salazar Mostajo son sus primeros maestros. “A esta niña me la mandan al aula de arriba”, dice Jorge de la Reza nada más ve sus primeros dibujos. En esa clase están los alumnos de último curso con un modelo masculino haciendo un desnudo en escorzo. “Adelante, niña”, me dice don Jorge. La joven estudiante comienza y termina con todos los detalles, testículos incluidos, enrolla su cuadro y se va para la casa. “¿Dónde la llevas a mi hija?”, fue la pregunta de su padre a su madre. “Frutilla estaba el pobre cuando vio mi dibujo”.
Cuando sus compañeras de colegio comienzan a enamorar con quince años de edad, Silvia intenta charlar con los chicos de literatura, de política. “No he conocido un hombre que no sea idiota o vulgar. Por aquel tiempo, los jóvenes solo hablaban y querían ser como Elvis Presley. Cuando años más tarde me junté con pintores y revolucionarios, solo hablaban de mujeres y trago, con ajos y cebollas”.
De la academia, donde también toca el acordeón y es campeona de ping pong, sale con honores en 1967. Y recibe del Ministerio de Educación el derecho de ser maestra de Artes Plásticas en los diferentes ciclos de enseñanza escolar.
De aquellos años, Silvia se acuerda de las jaranas que daba otra pintora rebelde como ella, Agnes Ovando: “organizaba fiestas marineras de piratas, los hombres iban con sus cicatrices y las mujeres, bien acicaladas. Ponía moscas de juguetes en los tragos de los chicos y luego se las comía ante el horror de ellos”. Haciendo gala de una memoria prodigiosa, recita unos versos del poeta extremeño/romántico José Espronceda: “Con diez cañones por banda / viento en popa a toda vela / no corta el mar si no vuela / un velero bergantín / (…) / que es mi barco mi tesoro /que es mi Dios mi libertad / mi ley la fuerza y el viento / mi única patria, la mar”. Si hubiese otra vida, Silvia elegiría ser pirata para entonar su canción. Por aquellos años, su madre llega a recibir a la Madre Teresa de Calcuta en su casa cuando la beatificada llega para visitar los hogares de su congregación.
Cuando en la Academia de Bellas Artes sus compañeros organizan un colectivo, ella se mete de “prepo” con improperios antimachistas. Su pintura no es tan política como la de ellos. Es más reflexiva. La crítica de arte Ana Meléndez Crespo acuña varios conceptos: ingenuidad, candidez y simbolismo retórico para hablar de sus cuadros de montaña, aparapitas, flores, “pepinos” y altiplano. “Mis imágenes no son derrotistas ni lloronas, no son puro gemido y amargura”.
Peñaloza Rocha forma parte del colectivo de artistas Machak Kurmi y del grupo Círculo 70 (de 50 artistas solo hay cinco mujeres: la orureña María Haydée Aguilar Fuentes y las paceñas María Cristina Endara, Inés Núñez, Juana Encinas junto la propia Silvia). De esa época son cuadros como Alfarera y Luna. En 1973 inaugura su primera exposición individual. Van a llegar después más de 80 muestras por toda Bolivia y países como Alemania, Cuba, Perú, Chile, Ecuador, Panamá y Yugoslavia. Luis Espinal Camps le encarga una historieta/cómic sobre Túpac Katari que publicará el CIPCA (Centro de Información y Promoción Campesina).
En los años 80 Silvia funda también, junto a otros colegas, el primer sindicato de artistas plásticos. Nota mental: en estos días el Museo Nacional de Arte muestra la última exposición de la ABAP (Asociación Boliviana de Artistas Plásticos de Bolivia) donde se puede ver su cuadro Presencia). En ese sindicato está de asesora Silvia Mercedes Ávila, escritora e hija de Laura Villanueva, más conocida como Hilda Mundy.
El 17 de julio de 1980 es una fecha fatídica para la historia reciente de nuestro país. Es el golpe de Estado de Luis García Meza y Luis Arce Gómez. Silvia y su tocaya Ávila están esperando a Liber Forti frente a la sede de la COB en El Prado para ser posesionada como delegada de la UTAC (Unión de Trabajadores del Arte y la Cultura) ante la Central Obrera Boliviana. A Silvia Mercedes se le corre la media y tiene que subir al mercado Lanza para comprar una nueva. Mientras la espera se desata la balacera, el sangriento asalto paramilitar. Días más tarde, monseñor Juan Quirós García, que dirige el suplemento Presencia Literaria, la advierte: “estás en la lista negra de los milicos, ¿a qué te metes?, ahora piérdete, piérdete”.
En esas jornadas, unos señores con acento argentino han llamado insistentemente a su casa (por aquel entonces vivía en la Huyustus) “interesados” en comprarle alguno de sus cuadros. Su casa es allanada con violencia, saqueo y robo de libros. Una invitación de un artista/amigo peruano Miguel Camargo Huamán (fallecido en 2012) logra el salvoconducto hacia el exilio. Del hermano país pasa a Ecuador, pues sus primos Enrique Rocha Monroy (recientemente fallecido) y Ramón están ya en Quito. “‘¿Qué haces aquí?’, me preguntó Nilo Soruco cuando me vio”. Al cantautor chapaco le habían molido las costillas en las torturas. “Che, ¿sabes escribir en máquina de escribir?”, me dijo. Y así pasé a llevar la correspondencia de la COB, filial Ecuador”.
En su etapa ecuatoriana, Silvia sigue pintando y con esos cuadros vendidos manda plata a su madre en La Paz. El golpe de García Meza le deja secuelas psicológicas; durante años sufre delirios de persecución. Todo termina cuando logra una beca en Vichy, Francia, donde comparte exilio con Matilde Casazola.
En 1990 con cuatro compañeros funda Los Beneméritos de la Utopía (junto al “soldado primero de infantería” Édgar “Chino” Arandia, el “soldado raso” Max Aruquipa Chambi, el “soldado primero de artillería” Benedicto Aiza y el “soldado primero de aviación” Diego Morales). Todos comparten una cultura de la resistencia, un sentido de identidad/pertenencia, un arte autónomo. Todos escriben el Manifiesto Espacholista del Batallón Morados Primero de Artillería. Van a dar guerra.
Veinte años después, los cinco “beneméritos” posan para las cámaras del fotógrafo Tony Suárez Weisse. “Libertad y justicia fueron, desde nuestra juventud, las banderas que enarbolamos. Fuimos víctimas de violencia, persecución, represión y censura principalmente en tiempos de dictadura por el peligro que representaban nuestras armas: lápices y pinceles. Los Beneméritos seguiremos por el camino de nuestros ideales, cargados de nuestros sueños y utopías, convencidos de que una nueva aurora brillará en el horizonte algún día, ojalá no muy lejano”, cuenta Silvia en el libro Beneméritos de la Utopía: la estética del compromiso (Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia/Museo Nacional de Arte, 2012).
En una de las exposiciones colectivas de los “beneméritos”, Peñaloza exhibe dos cuadros: La sed y Soldado desconocido: NN, un homenaje al padre que luchó en la Guerra del Chaco y un grito contra el abuso de las transnacionales que con su terrorismo económico enfrentaron a dos pueblos amigos. Hoy esos dos cuadros están en la Academia Boliviana/Museo de Historia Militar.
El periodista Elías Blanco Mamani acuña otro término en 1996 en el suplemento Puerta Abierta de Presencia: es “la pintora de las wawas”. Silvia se enoja, pero después agradece el apelativo. “Mi obra contiene un lenguaje pictórico sencillo. Quiero que los que son más se vean reflejados en mis cuadros; aquellos que son simples, honrados y cristalinos. El arte nos da esperanza en un mundo que no tiene futuro, donde estamos atrapados, ¿qué sería de nosotros sin el arte y la cultura? Tal vez, sin mis pinturas, no estaría viva”.
Silvia es docente de dibujo en la carrera de Artes de la Facultad de Arquitectura de la UMSA y recibe innumerables premios, entre ellos el Premio Nacional de Culturas en 2017 y la Tea de la Libertad, otorgada en 2012 por la Alcaldía de La Paz junto a otros dos grandes maestros como Gil Imaná y Ricardo Pérez Alcalá.
En Nocturno, un hombre con pies desnudos duerme en la calle, tapado únicamente con un manto de harapos. Los desheredados de la tierra son los protagonistas de su arte, libre como ella. “Nací independiente y no tuve hijos. El matrimonio es un atentado a los derechos humanos, te dicen que tienes que vivir con esa persona que se cree dios hasta que la muerte te separe; mientras tanto te pegan, te abandonan y hasta te matan. Además cuando te quedas embarazada, se te cae todo y luego pis y caquita durante años y de paso, atender al bruto de tu marido, eso te desgasta pues, yo nací libre”. Con 80 años recién cumplidos, Silvia vuelve al principio, a ese dedo pulgar que chupaba y chupaba, con eso bastaba y sobraba.