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El fulgor salvaje pieles rojas

Un galope por territorio indio desde la ficción y la historia  .

/ 23 de septiembre de 2012 / 04:00

La palabra “indios” —mejor con exclamación: “¡indios!”— despierta en mí emociones incontenibles. Imágenes de bosques tenebrosos donde enrojece el tomahawk —el hacha de guerra— y donde las partidas de hurones y franceses siguen como alimañas el rastro de nuestros mocasines; de praderas deslumbrantes estremecidas por el galopar de los sioux y cheyennes; de desiertos rotundos donde el apache ejercita su notable crueldad y masculla su venganza; de pantanos infestados de aligátores y semínolas; de mortíferos desfiladeros, donde invariablemente te atrapan los recalcitrantes kiowas…  

Mi universo indio se enraíza en las cajas de figuritas de plástico pintadas de Comansi y en las historietas de la serie Tomajauk (escrito con tan curiosa grafía) que publicaba la mexicana editorial Novaro en España en los 60 y que mi madre me compraba cuando la acompañaba al supermercado para que, paradójicamente visto el tema, me estuviera quieto. En aquellas viñetas descubrí mis primeras guerras indias y a los iroqueses, a los que poco después siguieron los navajos de las aventuras del teniente Blueberry, que luego me ha acompañado siempre. No tardó en llegar el apache Winnetou, el héroe cobrizo de las novelas de Karl May. En la televisión galopaba Tonto en pos del Llanero Solitario, y en el cine, numerosas tribus de largos y envidiables penachos asaltaban trenes y fuertes en esplendoroso cinerama.

Hay un largo camino de wampuns y tipis entre La conquista del Oeste, La carga de los jinetes indios o Yuma y Bailando con lobos, Corazón trueno o The brave. Entre Victor Mature haciendo el indio y Leonard Peltier, el preso de conciencia sioux detenido por la muerte de dos agentes del FBI durante los incidentes en la reserva de Pine Ridge en 1975. Más o menos por el medio del sendero llegó ese libro definitivo, Enterrad mi corazón en Wounded Knee (Bruguera, Libro Amigo, 1976; hay reedición en Turner, 2005), donde por fin los que nos identificábamos desde siempre con los indios descubrimos qué injusto había sido el hombre blanco con el hombre rojo, ¡ugh! No vamos a abordar aquí el tema de los derechos de los indígenas norteamericanos ni la historia de las injusticias y genocidios contra ellos cometidos. Tampoco les voy a hablar de mis aproximaciones espirituales y estéticas al mundo indio que me llevaron a construir mis propias flechas —con un estilo pawnee a la baja— y a practicar con ánimo exacerbado algunos ritos hasta descubrir que en realidad no tengo alma de piel roja, y de bravo, ni digamos. De lo que se trata en este recorrido es de contarles, agrupadas bajo el contundente símbolo del tomahawk, las que tengo por mayores aventuras con indios. Empezando por el principio está El último mohicano.

Desde niño he sentido una gran afinidad con Uncas, el personaje del título, conocido como Le Cerf Agile, el ciervo ágil. James Fenimore Cooper nos ofrece del joven guerrero un retrato maravilloso en su novela: poseedor de una gracia natural en movimientos y actitudes, ojos negros de brillo intrépido a la vez que dulces y tranquilos, frente erguida y llena de dignidad, aire decidido y franco, arrogancia y porte que envidiaría una estatua griega… Es verdad que Uncas en realidad no es el protagonista; mayor papel tienen en la novela Hawkeye, Ojo de Halcón, alias La Longue Carabine, larga carabina (“no queda monte por estos alrededores que no haya devuelto el eco de mis disparos”); el mayor Heyward, y hasta su padre, Chingachgook, Le Gros Serpent, por no hablar de ese villano sensacional, shakespeariano, que es el artero hurón Magua, Le Renard Subtil, el zorro sutil (“los rostros pálidos saben cómo atrapar castores, pero los pieles rojas sabemos cómo atrapar a los hombres blancos”). Las peripecias de los dos mohicanos (último y penúltimo, aunque en puridad uno pensaría que el último es el padre, que es el que sobrevive al final de la historia) junto a su amigo el explorador y cazador blanco de disparo preciso, perdiendo y recuperando una y otra vez a las dos hijas del coronel Munro, Alice y Cora, acompañadas por el oficial británico encargado de protegerlas (Heyward) y el estrafalario y prescindible maestro de canto David Gamut, son inolvidables.

En el capítulo XII de la novela (mi edición en castellano es la de El Barco de Papel, 2003) se produce una lucha tremenda cuando los tres primeros acuden al rescate de las chicas y del militar en un momento muy comprometido, dando cuenta de la partida de hurones de Magua. “Uncas respondió saltando sobre un enemigo y logró romperle la cabeza de un golpe de tomahawk. (…) Los golpes se sucedían sin interrupción, con la rapidez de un relámpago y la furia de un huracán”. Un hurón, “insensible a cualquier sentimiento”, coge a Cora por los cabellos y la obliga a arrodillarse a sus pies (!). Acerca el cuchillo a su garganta y lanza una carcajada. “Pero le costó caro el placer morboso de alargar el sufrimiento de la joven. Uncas, que había presenciado aquella crueldad, se arrojó con la rapidez de un rayo sobre el pecho de su enemigo”. ¡Victoria de los mohicanos!

La novela ha sido llevada muchas veces al cine. Yo tengo un flaco, como muchos, por la última versión, la de Michael Mann, de la que soy capaz de recitar  pasajes de memoria, sobre todo los de Daniel Day-Lewis, con quien naturalmente me identifico (“sé fuerte y sobrevivirás, permanece viva, ¡no importa lo que ocurra!, te encontraré, no importa cuánto tiempo tarde o hasta dónde haya de ir, te encontraré”), me parece espléndida y muy fina en la ambientación.

Aunque es cierto que con algún pecadillo, como hacer de Uncas un secundario en su propia historia (más aún que en el relato de Cooper) y pasarse por el forro la novela original convirtiendo a Ojo de Halcón —genial Day-Lewis— en el protagonista y haciéndole tener una gran historia de amor con Cora, que es en realidad la que le gusta en la novela a Uncas, al que en el filme se le hace enamorarse de Alice, que es a la que pretende el oficial británico y no a Cora.

No sé si me siguen. Al final, la película hace morir a Alice y no a su hermana a manos de Magua. Y Cora sobrevive para ser feliz (deseémoslo) con Larga Carabina, que siempre parece una opción mejor y perdónenme el chiste.

La película de Mann se carga al mayor Heyward, retratado como un estirado insufrible y no como el noble y valiente personaje de la novela. E ignorando no sólo al señero escritor norteamericano, sino la mismísima historia, pues fue un soldado real, el filme hace morir a otro personaje que sobrevive en la novela, el padre de las chicas, el coronel Munro: Magua (Wes Studi) se le echa encima cuando el militar está atrapado bajo su caballo, le arranca el corazón en vida y se lo come. Que yo sepa, una bárbara acción semejante sólo se ha atribuido en la historia de las guerras indias, y parece que injustamente (él lo negaba cuando estaba sobrio), a un piel roja de verdad, el sioux Lluvia en la Cara, que la habría perpetrado en la persona de Tom Custer, hermano del Custer famoso, durante la batalla de Little Big Horne, 120 años después de los acontecimientos descritos en El último mohicano.

Munro, que murió de abatimiento por la derrota y no de cardiopatía india, era en puridad el teniente coronel británico George Monro, un veterano escocés del 35º Regimiento de Infantería, que comandaba el fuerte William Henry, asediado y rendido a los franceses en 1757. Cooper convirtió ese episodio histórico en el centro de su novela, en la que relata los sucesos militares con sorprendente exactitud (como también lo hace, esto sí, la película). Es la de Fort Henry una de las grandes peripecias que nos gustan y en ella encontramos uno de los temas esenciales de las aventuras con indios: el asalto al fuerte (ya sea Fort Laramie, Fort Apache, Fort Defiance o Adobe Walls).

Entra en escena ahora un personaje de bandera (de bandera francesa), el marqués de Montcalm, comandante de las tropas del rey en Norteamérica. Nacido en el Château de Candiac, cerca de Nimes, de joven tenía “gusto por los libros”, según explica Francis Parkman en el clásico indispensable sobre la guerra por el continente de franceses y británicos con sus indios respectivos, Montcalm and Wolfe, the french & indian war (Da Capo Press, 2001). Era un hombre bajito, pero valiente: en 1746, en campaña en Italia con su regimiento (Auxerrois), había recibido cinco sablazos, dos de ellos en la cabeza, y luego un disparo de mosquete. Pero no entendía mucho de indios y no le gustaban, ni siquiera sus aliados, hurones, abenakis e iroqueses, “vilains messieurs”, decía, que le parecían personajes de mascarada o simplemente diablos. “Hacen la guerra con extraordinaria crueldad”, escribió a su madre, “sin perdonar a mujeres ni niños, y te arrancan la cabellera muy hábilmente, una operación que generalmente te mata”.

En la novela, un hurón que quiere robarle el chal a una mujer toma al niño que carga ésta y lo estrella contra una roca. Sigue un pandemónium. “La sangre corría en abundancia y no faltaban bárbaros que se hincaban para probar con truculencia el producto de tanta masacre”. Estudios modernos —véase Betrayals, Fort William Henry and the ‘massacre’, de Ian K. Steele (Oxford University Press, 1990)— relativizan la carnicería. Steele calcula que los muertos no fueron más de 184, un 7,5% de los 2.308 soldados y 148 civiles que se rindieron. Parece que lo que más hubo fue maltrato y pillaje. La traición y la masacre sacudieron en todo caso la imaginación de la época. Montcalm quedó estigmatizado por no haber sabido impedirla, aunque por lo visto lo intentó de buena fe. Se redimió muriendo en la batalla de las Alturas de Abraham (1759), choque decisivo en el que muy simétrica y deportivamente falleció también —en los brazos del granadero Henderson— el comandante de las tropas británicas, el general Wolf. No resisto reproducir el diálogo previo a la muerte del comandante francés: “Mon Dieu, le marquis est tué!”, exclamó una mujer al verlo pasar ensangrentado tras un impacto de metralla de cañón, aguantado por dos soldados. A lo que el moribundo contestó: “Ce n’est rien, ce n’est rien”.

Pasemos ahora de los bosques a las llanuras para encontrarnos con otro jefe cuyo nombre y el de su pueblo son sinónimos también de aventura: Quanah Parker, de los comanches. Toda mi vida he sido un amante de los sioux y los cheyennes, dejando un poco de lado, lo confieso, a los comanches. Pero la lectura de un libro magnífico sobre esos grandes jinetes y guerreros, El imperio de la luna de agosto, auge y caída de los comanches, de S. C. Gwynne (Turner, 2011), me ha convertido en un rendido admirador de la tribu. Según Gwynne, los comanches, para luchar contra los cuales se crearon nada menos que los rangers de Tejas, simplemente fueron la verdadera gran amenaza india a la expansión de EEUU y la frenaron un tiempo como lo habían hecho con los españoles y mexicanos. El autor hace que sintamos una mezcla de admiración y temor por ese pueblo áspero, del que formaban parte las bandas más aguerridas, feroces e irreductiblemente hostiles de la historia del Oeste, como los quahadi, los más belicosos de los belicosos comanches, que jamás firmaron un tratado. Su cabecilla más célebre fue Quanah Parker, hijo de un jefe y una cautiva blanca —cuya historia inspiró Centauros del desierto—, un mestizo de increíbles apostura  y valor, a lo Uncas. Los comanches, los espartanos de las llanuras, a los que temían incluso los apaches, eran gente recia y vengativa. De su fama da fe un episodio: adentrados en territorio comanche, el guía indio de una partida de soldados muestra un gran nerviosismo al oír unos aullidos. Escucha en tensión hasta identificar el sonido: “Uf, lobos”, suspira aliviado.

Su vestuario era minimalista —taparrabos y poco más—, y sus pinturas de guerra preferidas, negras. Se relacionaban comercialmente con el mundo de los blancos a través de un colectivo mestizo y bronco de intermediarios apenas menos salvaje que ellos: los comancheros. Lucían nombres extravagantes como Siempre Sentado en Mal Sitio, Cuerno Verde (un gran jefe), Vagina de Bisonte o Po-cha-na-quar-hip, traducido como joroba del mismo animal, pero que al parecer es en realidad Erección que Nunca Baja (!).  

Vivían consagrados a las incursiones y el pillaje con una hoja de ruta muy sencilla: mataban a todos los hombres que encontraban; a los que tenían la mala pata de ser capturados vivos, los torturaban de manera indeciblemente lenta; violaban a las mujeres en grupo, matándolas después, como a los niños, pero guardándose a algunas de las más agraciadas y jóvenes como esclavas. También adoptaban algunos niños. Entre sus víctimas se cuenta la nieta de Daniel Boone y su bebé. Los soldados veteranos que se les enfrentaban guardaban siempre una bala para sí mismos, como hizo el oficial Sam Cherry cuando en combate con los comanches se vio incapaz de escapar atrapado bajo su caballo muerto. Sus únicos amigos en el mundo eran los kiowas, que ya es amistad. Llevaban 150 años viviendo así y creando la natural zozobra, cuando se encontraron con tejanos y estadounidenses.

Soberbios jinetes a lomos de sus pequeños mustangs, “eran la tribu ecuestre por antonomasia”, y magníficos arqueros, “nadie cabalgaba ni disparaba a caballo mejor que ellos”. La mejor caballería ligera del mundo, los calificó Custer nada menos, que los combatió en Kansas. Ese universo comanche de barbarie y salvajismo está, sin embargo, lleno de una agreste poesía. Los espíritus y los sueños lo empapaban todo en aquellas planicies infinitas abiertas al viento y al galope, y consagradas a la pura libertad y a la gloria.

Quanah fue el gran representante de los comanches, su paradigma, hasta que sorprendentemente se rindió y comenzó a propugnar que había que adaptarse al mundo del hombre blanco. Su singular transformación hizo que algunos guerreros lo consideraran, como ocurrió con el histórico Uncas, un traidor. Pero él persistió y hasta se hizo una casa “de blanco”, que fue de las primeras de Oklahoma en disponer de teléfono. No obstante, nunca transigió en lo de cortarse el pelo y se mantuvo polígamo hasta el fin. Ayudó mucho a su integración el que, con muy buen criterio, nunca quisiera revelar a cuántos blancos había matado. El gran jefe comanche, fallecido en 1911 de reúma, participó en una película del Oeste, El atraco al banco, en 1908, con 60 años, y esto nos lleva al último personaje de este recorrido con indios, Archie Fire Lame Deer, un hombre lakota contemporáneo, cuya vida es toda una aventura y que, entre otras cosas, ha sido uno de los más conspicuos indígenas americanos en Hollywood como extra, especialista y doble en películas de indios, además de trapecista.

En su alucinante autobiografía El don del poder (Olañeta, 1992), Archie, bisnieto de un caudillo minniconjou que participó en la batalla de Little Bighorn, explica los tumbos que dio su existencia, incluidos el descenso al infierno del alcohol y las camorras de bar, hasta encontrar la paz espiritual como wichasha wakan, hombre santo, y organizar danzas del sol.

El jefe, que echa pestes de cómo se ha representado a los indios en general en la pantalla, explica que, como asesor lingüístico sioux en Hollywood, le gustaba gastar bromas del estilo de poner una canción infantil en vez de un canto fúnebre en una película o hacer decir tonterías a los pieles rojas cuando hablan en lakota, tipo “a ese blanco no se le levanta” —mientras el subtitulado reza “mi hermano blanco habla con lengua recta”—, lo que explica que muchos indios cuando van al cine se partan de risa en escenas muy serias.

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Quince cosas que no sabías de ‘El Cementerio de los Elefantes’

Se cumplen 15 años del estreno de la mítica película del cine boliviano dirigida por el cineasta orureño Tonchy Antezana.

Tonchi Antezana ante su obra

Por Ricardo Bajo H.

/ 26 de marzo de 2023 / 08:31

Hay espectadores que han visto una docena de veces El cementerio de los elefantes del orureño Sergio Antonio (Tonchy) Antezana Juárez. Cada vez que la película vuelve a la cartelera, una nueva generación la ve por primera vez. No pasa un mes sin que aparezca en los periódicos el “hallazgo” de un nuevo “cementerio de elefantes” (antros donde se va a beber hasta morir); el último se “descubrió” en la ciudad de El Alto hace un mes. Cuando eso pasa, es publicidad gratuita para la obra de Antezana; incluso los canales de televisión “ilustran” la noticia con imágenes de su largometraje. La obra tuvo un costo de 30.000 dólares. Se recuperó cada centavo. En su momento la vieron 40.000 espectadores, hoy anda por los 80.000. Suman miles y miles los que la han visto en copias “recontra” pirateadas. El cementerio de los elefantes y ¿Quién mató a la llamita blanca? son dos de las películas más plagiadas del cine boliviano. No me olvido de Calasich. De los “dvd” oficiales Tonchy ha vendido más de dos mil. Nota mental: esta semana ha dejado más copias en la tienda de la Cinemateca Boliviana (a 50 pesitos).

Han pasado quince años desde su estreno, en el que —por cierto— el filme pasó desapercibido. Tonchy, que vive hoy a caballo entre Cochabamba y Samaipata, regresó esta semana a la ciudad de La Paz para recoger el premio Semilla de la Fundación Cinemateca. Volvió a caminar por las calles donde rodó en quince frenéticos días uno de los fenómenos cinematográficos de nuestro país. Aquí van quince cosas que no sabías (ni siquiera podrías imaginar) de El cementerio de los elefantes.

Uno: ‘Lean a Viscarra y Saenz’

La película nace como cortometraje a inicios de 2008. Tonchy Antezana es profesor de Imagen en la carrera de Publicidad de la Universidad Franz Tamayo (Unifranz) de Cochabamba. “Lean a Saenz y Viscarra y hagan un ejercicio audiovisual”. Nadie hace nada. La secretaria, enterada del asunto, avisa al profesor sobre un concurso en México de cortometrajes (el premio son 10.000 dólares). Tonchy se anima, pero en vez de salir un “corto” sale un “largo”.

Fotos: Ricardo Bajo y Película ‘El Cementerio de los elefantes’

Dos: ‘Algo siempre haré’

¿Por qué se rodó en apenas quince días? Fue un récord, fue una osadía filmar en dos semanas un largometraje. Tonchy lo sabe. “Un cuate, Omar Limbert Villarroel, cochala, que vivía en Estados Unidos, me dijo que me prestaba la cámara, una Nikon, buena para la época, pero con un requisito: venía a Bolivia solo por quince días, luego se volvía”. Antezana dijo que sí. “Algo siempre haré”.

Tres: ‘Aguante Juve’

El trabajo de campo en la búsqueda de “cementerios de los elefantes” es divertido y peligroso. Junto a Homero Rodas hacen el desglose de producción. Chequean, al lado de Gina Alcón, boliches, “night clubs”, hostales, plazas, calles. El primer “night club” comprometido falla al estar cerrado y con chicas durmiendo dentro con llave echada. Buscan otro cerca de la plaza Pérez Velasco; graban en una noche el baile del “Exterminador” y “Chapulín” con las dos mujeres. Piensan en los cuatro actores principales. ¿Quién dará vida a Juvenal, al “Tigre”, al “Exterminador” y al “Chapulín”? ¿Y a las chicas, a la Marlene, a doña Matilde? El primer nombre es Luis Bredow. Él será el “Juve”. Cuando Tonchy contacta al actor, éste se encuentra en España rodando la película Che: Guerrilla de Steven Soderbergh, haciendo del campesino traidor Honorato Rodas. El director echa mano, entonces, de lo bueno conocido: convoca a Christian Castillo, con el que ya había trabajado en Nostalgias del rock (2004). Han pasado quince años y a Castillo todavía lo paran (“mucho lo joden por la calle”), lo invitan a “chupar” y lo llaman por el nombre del personaje, “Juve”. Bredow nunca sentirá nada parecido.

Cuatro: ‘Somos lo que somos’

El elenco no ensaya ni una sola vez. No hay tiempo. Unos amigos de El Alto, los integrantes del grupo de teatro callejero, El Quijote, lo hacen pero no sirve. Tonchy manda el guion y los “haraganes” preparan los papeles pero impostan, sobreactúan. Los técnicos suman siete, a veces nueve. El sonido está a cargo de Ángel Hinojosa; el maquillaje corre a cuenta de Gina Alcón y Geovanna Torrico; la foto es de Omar Limbert Villarroel, el cuate que presta la cámara; el vestuario es de Paco Delgado  y la música, de Huáscar Bolívar. Fernando Peredo será el “Tigre”; Julio Lazo y su gran “percha” será “Exterminador”; y Wilson Laura será el “Chapulín”. Ya estamos todos, “somos lo que somos”.

Cinco: ‘Huele a pis de gato’

La famosa “suite presidencial” del “cementerio”, la preparada para beber hasta morir, no se rueda en La Paz sino en Cochabamba. Un amigo de Tonchy presta un aula abandonada de un colegio de la calle Baptista y Ecuador en el centro de la “Llajta”.  El cuarto es un depósito con bancos rotos, “graffitis” y un insoportable olor a pis de gato callejero. “Era perfecto, compramos desodorantes y añadimos dos pintadas más: la silueta de la madre y de la mujer con la que el personaje principal tiene sus “delirium tremens”.

Seis: ‘Llegó la policía de verdad’

Las escenas de interior son rodadas en un hostal de la calle Manco Kápac de La Paz. “Ahí grabamos cómo se tragan la droga”. En una escena de exteriores, noche, aparece la policía. Es la secuencia del atraco al segundo taxista, a media cuadra de la plaza Abaroa, en Sopocachi. El taxista (el actor que hace de “tachero”) está hincado de rodillas suplicando perdón. Una vecina lo ve todo desde su ventana y se asusta. Llama a los pacos y aparece un patrullero. Ficción pura. “Fue divertido, llegó la policía de verdad, con sirenas y todo”. En la tercera noche se cae el cielo, es época de lluvias. El reducido equipo de rodaje se cubre con paraguas, aprovechan la lluvia. Los efectos especiales no son tan especiales.

Fotos: Ricardo Bajo y Película ‘El Cementerio de los elefantes’

RÉCORD. La cinta se grabó en 15 días, nu hubo tiempo para ensayos y se recurrió a la improvisación.

Tonchy Antezana con su premio Semilla.

CINE. la escena en que entierran al “Tigre” (Fernando Peredo).

Siete: ‘¿A cuantito su féretro?’

El entierro de las “emis”, de Marlene y las chicas, se rueda en el cementerio Héroes del Gas, ex Tarapacá, barrio de Villa Santiago II, El Alto. La producción alquila un féretro en la avenida de enfrente. Lo rellenan con piedras para que pese. Comienza a granizar. Hace mucho frío. “La escena del chango que le reza con la granizada quedó muy bien”. La neblina del entierro del primer taxista se logra a las seis de la mañana siguiente en un mirador alteño.

Ocho: ¡El trago o la vida!

Uno de los personajes carismáticos de El cementerio de los elefantes es el “Exterminador”. Julio Lazo se metió tanto en el papel que llegaba siempre con su petaca de alcohol para combatir el frío de la noche paceña. “Venía al rodaje con una amiga alemana, en una escena que tenía que sacar un cortapluma a manera de cuchillo, sacó el jarrito de trago. ¡Esto es un atraco, el trago o la vida! A pesar de todo, Julio fue el actor más cumplido y profesional, siempre estaba puntual, aunque fuera a las seis de la mañana”.

Nueve: ‘Señora, ¿se puede recorrer?’

¿Te han dado ganas de volver a ver la película? Si lo haces, te vas a fijar en la escena del cachascán en el Polifuncional de El Alto, en la Ceja. Los cuatro personajes (“Juve”, “Tigre”, “Exterminador” y “Chapulín”) están sentados viendo las peleas de las cholitas sumamente pegados y de costado. “Pagamos 200 dólares al mánager para poder filmar pero no nos sirvió de mucho pues no podíamos repetir las escenas; además estaba repleto. Señora, ¿nos puede dar campito? Estamos rodando una película. Nada. Janiwa”.

Diez: ‘Nadie quiere ser Alberto’

Toca rodaje en la 16. Cuando el equipo pasa por el puente de la Ceja, un par de torcidos miran a Christian Castillo, ya maquillado como Juvenal. Le hacen una mueca para ir a beber. “Esos dos querían ir a chupar conmigo”. El objetivo estaba logrado. El equipo graba escenas de chiwiña y pescado frito. El “Juve” y la “Marle” se sirven bien rico. Se han conocido en los puestitos de ropa usada: ella probándose ropa interior; él comprando una chalina. Necesitan un “Alberto” para grabar en los repuestos robados de auto pero nadie quiere hacer de maleante. Al final pagan a un “actor”. Cámaras, luces, acción. En la feria 16 de Julio de El Alto encuentras de todo.

PELÍCULA. Arriba, Christian Castillo da vida al ‘Juve’.

Once: ‘Yo te doy mi vida, Juve’

Una chica lanza dagas en un circo. La carpa luce solitaria. Sin público, un circo es el lugar más desolado y triste del mundo. Cuando el rodaje matinal termina, a Tonchy se le ocurre una escena, fuera de guion. El cementerio de los elefantes es puro jazz. Los dos mejores amigos de la galaxia se van a traicionar. Son hermanos de sangre pero la traición es más fuerte. “Yo te doy mi vida, Juve”. Tonchy rueda el pacto, sangre con sangre.

Doce: ‘Me voy de gira por Europa’

Cuando se estrenó en septiembre de 2008 la película en la Cinemateca (luego también se pasó en el Cine Municipal 6 de Agosto) a Tonchy se le cerraron hartas puertas. Las salas y los festivales internacionales exigían una copia en 35 milímetros. Y eso costaba un huevo. Hacer el “transfer” (pasarla a celuloide en Chile o Argentina) duplicaba el exiguo presupuesto. Cuando el filme logró premios en el exterior (en “festis” que no jodían tanto), el público boliviano comenzó a volcarse poco a poco, boca a boca.

En un pase durante una semana de cine boliviano en la Cinemateca (en la época en que Marcos Loayza fue programador), la sala se llenó. Se programaron más horarios. La “peli” se quedó un año en la cartelera. Entonces las puertas de Europa se abrieron de par en par.

También puede leer: Sacaba y Senkata: Noviembre en la memoria. Un libro que Luis Fernando Camacho debería leer.

“Un amigo actor, Gabriel Palenque Cisternas, el que hizo de Abaroa en el filme Abaroa, el sol de gloria me dijo que podía conseguir unos pasajes para que fuera a Estocolmo y presentar allá”. Cecilia Matienzo Iriarte, otra amiga cineasta, que vive también en Suecia, armó el “tour”. La voz se corre entre la comunidad boliviana en Europa. Y Tonchy va de Madrid a Barcelona, de Barcelona a Bérgamo (Italia), de Italia a Suecia, de Estocolmo a Berlín. Un africano se acerca en la capital alemana y le dice a Tonchy: “Eso también pasa en mi país pero allí nadie lo muestra, todos ponen el problema del alcoholismo debajo de la alfombra”.

Trece: ‘¿Cómo va a mostrar eso de Bolivia?’

En el pase de Berlín en una sala de cine alquilada para la ocasión por su amiga Heike Schuetz, ante un público formado por bolivianos, latinos y alemanes, una señora de unos 30 años increpa feo a Tonchy. “¿Cómo van a mostrar eso de Bolivia? “Se la comieron a la doña, unos changos comenzaron a decir cosas como “estamos cansados de que se vean solo postales para gringos, llamitas y paisajes bonitos, eso ya lo vemos en Discovery”.

Catorce: ‘Le hemos achuntado’

Antezana se acuerda de dos gringos en Cochabamba. Durante el pase privado antes del estreno, la producción organiza un grupo focal. Tonchy tiene serias dudas del éxito de la película. La pasan por primera vez, gracias a un cuate, Wilder Vidaurre, en una sala de teatro de un instituto de la calle Colombia y España, en “Cocha”. Los elegidos son al azar. Es gente que pasa por la calle. “¿Te interesaría ver una peli boliviana?”. Así entran veinte changos y dos gringos turistas. Todos responden al cuestionario, todos salen fascinados, hipnotizados. Todos menos los dos gringos que se van después de la escena de la enterrada del Tigre en El Alto. “Creo que le hemos achuntado”, dice Tonchy cuando todos se van.

Y quince: ‘Se viene el remake o la precuela’

Christian Castillo lleva rato dándole vueltas a una versión teatral de la película y Tonchy quiere hacer un “remake” o una precuela. Al guionista le hubiese gustado contar con un buen director de fotografía, con una buena cantidad de “watts”, con un equipo de lentes completo. Por eso, desde hace dos años, suena con la “segundita”. Ya tiene escritas algunas escenas, incluso un inicio.  Tonchy comienza a narrar.

Se imagina al “Juve” de nuevo haciendo huevadas. Cagándose la vida. Se sueña con el “Tigre” llamando a la puerta del Juvenal para ir a “chupar” otra vez. Mira por la ventana y ve cómo el “Tigre” y el “Juve” están pintando unos lemas electorales en los muros del barrio para ganarse unos quivos. Han escrito “vote” con be. La han cagado de nuevo, no van a cobrar esa platita.

Texto: Ricardo Bajo H.

Fotos: Ricardo Bajo y Película ‘El Cementerio de los elefantes’

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Ellas Hablan

La cinta dirigida por Sarah Polley se basa en el libro de Miriam Toews sobre los abusos en una comunidad menonita

/ 26 de marzo de 2023 / 08:05

A escasos minutos de haber arrancado la película comienza a brotar la sospecha de que esta fue pensada, escrita y realizada calculando, con opinable honestidad, cómo poner atajo a la mínima tentación de observar cualquiera de sus aspectos so pena de ser puesto ante el pelotón de fusilamiento digital montado en las redes sociales, bajo la acusación de haber cometido el gravísimo pecado de incorrección política —dogma de la nueva profesión de fe atenida a un discurso rígido e “inobjetable”—, vertiendo agua helada sobre las, en gran medida, justas por cierto, alegaciones del #MeToo y corrientes afines.

Y no es que las atrocidades descritas, una y otra vez, por las mujeres que, cumpliendo a cabalidad con lo que manda el título del film no paran de hablar, hubiesen sido de menor cuantía. Es el modo recurrido para contarlas el que amerita más de una puesta en cuestión.

Baste recordar por lo demás que ya en los años 60 y 70 pareció quedar finiquitada la discusión acerca de si la temática abordada en una película, por muy nobles y revulsivas que fueran las intenciones impulsoras de su producción, era suficiente para conferirle un valor especial, sin interesar en absoluto el tratamiento propiamente cinematográfico aplicado para volcarla a la pantalla. De alguna manera, o de muchas, Ellas hablan reabre, sin el menor escrúpulo, el debate como si el medio siglo transcurrido desde entonces hubiese borrado con el codo lo escrito, discutido y concluido hace media centuria a propósito de las películas “de mensaje”, una de cuyas expresiones tardías pretende por cierto ser esta.

En 2009, un grupo de mujeres pertenecientes a la colonia menonita de Manitoba, situada en el departamento de Santa Cruz, a 150 kilómetros de la ciudad capital departamental, se atrevió a denunciar que en ese lugar más de un centenar de adolescentes, adultas e incluso ancianas habían sido ultrajadas durante años  por tíos, hermanos y vecinos de la misma congregación. Para perpetrar sus abusos, aquellos se valían de un potente somnífero, usualmente utilizado para adormecer a los toros antes de castrarlos. Este, en spray, se regaba en las noches por las ventanas al interior de las casas, inmovilizando a sus moradores, incluidos los perros. De tal suerte, las violadas no podían recordar lo sucedido ni reconocer a sus violadores, lo cual permitía que, recurriendo a  los paradigmas de los rígidos preceptos religiosos vigentes, los hechos fuesen atribuidos a los demonios. En 2011, las autoridades judiciales del lugar condenaron a 25 años de prisión a siete de los responsables y a 12 años al proveedor del sedante. Y en 2018, la escritora y actriz canadiense de ascendencia menonita Miriam Toews, basándose en aquellos eventos, publicó Ellas hablan, versión novelada de los mismos, que a su vez sirvió de base para el guion de la película homónima escrita y dirigida por su connacional, la actriz, cantante y realizadora Sarah Polley.

Premiada. La directora Sarah Polley se llevó este año el Óscar al mejor guion adaptado. Fotos Internet

En el texto, así como en el film, la colonia ha sido rebautizada como Molotschna, y el relato arranca cuando una madre intenta salvaguardar a la hija de uno de los atacantes, las mujeres se animan a denunciar el hecho y tres hombres son detenidos. Enseguida, en un granero, ocho mujeres de diversas edades debaten a lo largo de 48 horas qué corresponde hacer, aprovechando la ausencia de los varones, en viaje a la población donde pretenden pagar la fianza que permitirá a los acusados regresar a sus hogares dos días después en espera del resultado del proceso.

Tres son las opciones puestas sobre la mesa: resignarse, como se espera que hagan; perdonando a los agresores, al fin y al cabo toda la culpa la tienen la imaginación pecaminosa de esos seres inferiores e irredimibles o Satanás; permanecer en el lugar para enfrentar de una buena vez por todas a quienes, en nombre de las reglas doctrinales, les han impuesto la subordinación absoluta a un sistema que reduce a la mujer al papel de esclavas iletradas; o mandarse a mudar aventurando salir al mundo circundante, totalmente extraño para ellas, que, por si fuera poco, solo se comunican en plautdietsch, primitiva declinación del alemán, ya fuera de uso, excepto en las introvertidas aldeas organizadas bajo un estricto sistema vertical sexista, y recluidas en los claustrofóbicos mandatos del teólogo Menno Simons (siglo XVI), la interpretación de cuyos textos está, en las comunidades donde rige el mentado fundamentalismo religioso, a cargo de los ancianos, recayendo sistemáticamente en la objetualización de las mujeres y en la atribución excluyente de los derechos al otro sexo.

En las deliberaciones tan solo interviene, digamos, un varón: August, granjero sin suerte, docente, convocado a levantar las actas, guardando silencio y recibiendo, siempre cabizbajo, las reprimendas, con o sin motivo, de ellas. Es el macho bueno del film, puesto que no encaja en el estereotipo de los hombres, malos por definición genérica, incluyendo los niños, exhibidos, en las pocas escenas filmadas fuera del silo, como potenciales monstruos fatalmente condenados a seguir las huellas de sus abuelos, padres y amigos. La timidez de August, quien mantiene una cercana relación, asexuada eso sí, con Ona, su forzada amabilidad cuando pide disculpas luego de ser apercibido, o las veces que se escabulle en el silencio, siendo que tenía ganas de expresar algo, su inmediata, fácil, satisfacción ante el más mínimo gesto de aprobación, termina reduciendo su rol al de atento servidor, que, daría la sensación, es el modelo recetado por Polley para zanjar las evidentes disparidades de género aún imperantes. 

Fotos. Internet

Asistimos de tal suerte a un inacabable certamen retórico —de los 104 minutos que dura la película sobra un considerable porcentaje— más propio de una obra teatral que de un relato cinematográfico. Los argumentos a favor y en contra de cada una de las tres opciones mencionadas van y vienen con muy ligeros matices y en medio del consiguiente sopor uno comienza a identificar múltiples incongruencias. Por ejemplo, ¿cómo es que mujeres vetadas de tener acceso a cualquier instancia educativa, como reclaman las propias protagonistas, se expresan con semejante soltura oratoria y vuelo filosófico?

Otro caso: el de Nettie, quien afirma no haberse encontrado nunca cómoda en su condición de mujer y, por eso, después de haber sido violada por su hermano y abortar, resolvió cambiarse el nombre por el de Melvin, vistiéndose por añadidura de allí en adelante como hombre. ¿En qué lógica se sostiene que una fémina enclaustrada en el hermetismo social de ese entorno, encasillado en la restrictiva letanía ultrareligiosa, pueda optar por semejante mutación identitaria, y que ello sea excusado por aquel?   

La respuesta a tales contrasentidos es que en lugar de ser personajes con espesor propio, son tan solo monigotes parlantes a través de los cuales la realizadora expone sus propias tesis a propósito de la discriminación de género. Y eso, además, sostienen quienes leyeron los escritos de Toews, partiendo de un burdo planteamiento que el guion repite, dejando de lado cualquier asomo de referencia a las desigualdades raciales, socioeconómicas, culturales, geográficas, etc., y anotando todo el debe del balance de las inequidades del sistema a cuenta del determinismo biológico. Falacia esta última que lleva a otra pregunta: ¿ignorancia vaginocéntrica, mala fe, o simple y llana demagogia anclada en la seguridad de satisfacer a cabalidad las expectativas de cierta intelectualidad bienpensante?

A lo largo del grueso de la trama, el esquematismo del planteamiento hace que, no obstante, el continuo blablá, prácticamente, no dé paso casi nunca a un verdadero diálogo. Ocurre que al parecer en ningún instante le interesó a Polley poner el foco en un genuino intercambio personal de ideas o propuestas fundadas en las experiencias vitales de las protagonistas. Es más bien una sucesión de monólogos, con un descafeinado sabor testimonial, armados con la pretensión de dar vuelo a una fábula de pretensiones universalistas, no exenta del añejo sesgo de las ambiciones del capitalismo occidental o centrista al mostrarse propietario excluyente de todas las verdades y recetas válidas para encaminar el mundo hacia su inexorable destino. El dato, tampoco menor, de la deslocalización del lugar donde acaecen los eventos, no obstante, se dijo, haberse inspirado en noticias tomadas de la realidad pura y dura, refuerza tal impresión.

El empaque teatral de la puesta en imagen resulta acentuado por la iluminación y el encuadre de Luc Montpellier, jugando a un  preciosismo estético basado en la inmovilidad de la cámara y el recurso a una gama cromática de tonos apagados, muy próximo al sepia. Tal vez dicha opción aspiraba a subrayar visualmente la monotonía del diario vivir de esas mujeres, y/o a remarcar que indistintamente de su edad, apariencia o cualquier otra singularidad, todas ellas están de manera unánime sentenciadas a ese pasar agobiante, inmodificable, así transcurran los siglos. Sin embargo, sumándose al abuso en los diálogos, el referido estilo agrega su cuota parte al progresivo efecto somnífero que va apoderándose poco a poco de la narración, con el aporte también de monótonas tomas de iglesias vacías y cocinas igualmente deshabitadas.

Entre los escasísimos aciertos de la dirección puede anotarse la bienvenida abstención de la directora a regodearse con los detalles de los horribles ataques de que son víctimas las hembras, limitándose a mostrar en breves flashbacks las consecuencias de aquellos: muslos con hematomas, sangre en las sábanas, dentaduras quebradas, embarazos pese a la supuesta virginidad de las célibes, enfermedades de transmisión sexual (ETS) cuyo origen no se conoce y obliga a las afectadas a tratarse de manera clandestina, etc. Suficiente para ilustrar el espanto vivido por Ona, Nettie, Salomé y las demás acerca de cuyas historias quedamos, sin embargo, casi en ayunas, a consecuencia de la ya señalada, desorejada, obsesión de Polley por hacer de ellas representaciones metonímicas de un conflicto abundantemente explotado por los medios, sin haberse logrado avances significativos para ponerle fin.

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No obstante, la inverosimilitud de sus personajes, encasillados, se dijo, en un modo discursivo contrastante con la presunta procedencia de los personajes —a Polley le pareció suficiente reclutar a un grupo solvente de actrices, disfrazándolas de menonitas, para conseguir que el espectador se trague la píldora—, el elenco se las arregla para salir medianamente bien librado del envite, lo cual no estaba en absoluto exento del riesgo de no ocurrir, pero el esfuerzo desplegado consigue a momentos reencaminar la atención del espectador, siempre y cuando no hubiese optado ya por la siesta.

¿Y dónde desemboca el asunto? ¿Conscientes quizás sus responsables de la imposibilidad de proponer una respuesta contundente? acaba, según se sospecha terminará: mostrando a las mujeres de Molotschna en plena caminata hacia un destino desconocido. Algo así como sustituir el habitual “fin” con el aviso: “continuará”. Si así fuera resultaría muy recomendable el reemplazo de Polley y sus compañeros(as) por gentes no tan empantanadas en la narrativa simplista a propósito de una cuestión que no lo es en absoluto. A menos, claro, que el proverbial despiste de quienes nominan las candidaturas a los Óscar, calculando en cómo no exponerse a ser zarandeados por la ideológicamente, por muchos motivos, tramposa “corrección política”, o en la manera de alcanzar la unanimidad crítica, antes que detenerse a evaluar en serio —si tal cosa se encuentra a su alcance—, el genuino valor cinematográfico de lo que se está galardonando, termine por avalar oblicuamente el esperpento.

Texto: Pedro Susz k.

Fotos: Internet

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Fragmento de ‘El reino de las pesadillas’: El hospital de los niños fantasmas

El escritor orureño Sergio Gareca comparte un fragmento de su más reciente libro

Autor.Sergio Gareca firma ejemplares en la presentación de su nuevo libro ‘El reino de las pesadillas’.

/ 26 de marzo de 2023 / 07:52

Ya entrando en otro asunto, hay gente que no termina de nacer, por alguna razón, no termina de llegar a la vida. A veces son ancianos que han envejecido en sus oficinas teniendo como única nave su escritorio y han naufragado en dos metros cuadrados sin salvación alguna. A veces son, en el caso inverso, pequeñuelos que el destino no permite que toquen siquiera la tierra y cuyas bocas no se han abierto nunca para el lenguaje.

Los primeros se van porque sí. Pero algunos de los segundos no se resignan a quedarse en el umbral de la existencia. 

En aquel hospital solo se oían por las noches llantos de bebés fantasmas y, desde luego, había que jugar con ellos, porque, si no, con estrategia de pavor, podrían ir por el pueblo recordando a los demás qué es estar vivo y dotar al gentío de un saludable temor a la muerte.

La inocencia de aquellos, que no tuvieron oportunidad de cometer pecado, era totalmente intuitiva. De cuando en cuando, como enfermos de un mismo recuerdo, lloraban creyendo que al fin habrían nacido. Y allí estaban las tres señoras haciendo de madres para las almas perdidas. Haciendo de nodrizas para angelitos y no nacidos.

Las enfermeras del hospital eran tres gentiles y buenas personas que sabían sanar las enfermedades del cuerpo para los vivos en el día y las almas de los niños desafortunados por las noches.

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Al llegar a la puerta del hospital, los escarabajos rojos dejaron al bebé en el piso cuidadosamente, y, todos juntos, golpearon la puerta del garaje metálico, lo que ocasionó un tamborileo que felizmente no despertó a la angelita.

Pese a la increíble prisa, la niña estaba envuelta en magníficas frazadas. Las arañas habían tenido cuidado en tejer las más finas mantas y tules, cooperándose juntas, poniendo empeño en sus duchos pedipalpos y quelíceros, la aplicada visión de sus múltiples ojos para las abrasiones, los aprestos y cavados: todo el afán en los multifilamentos, tricotados, punciones y encajes, en la urdimbre, tramas, contra hilos y rellenos. Asuntos que solo las arañas maternales conocen y practican antes de que sus propios hijos se las merienden.

Al verla toda hermosa, las enfermeras la recibieron muy conmovidas. Les extrañaba mucho el peso de la niña y los definidos colores de su rostro, la tibieza de sus mejillas, el aura caliente de su cuerpo, su respiración calmada y profunda, sus ojos cerrados.

—Wow, es el primer bebé vivo que hemos cuidado.

—Wow—, también dijo un perro que por allí pasaba.

—Los demás bebés se pondrán celosos.

—Es probable.

—Pero habrá que probar y apiadarnos de esta alma maravillosa que puede seguir su curso natural, vivo, me refiero.

Mientras ellas debatían con ternura en el idioma de los hombres, más propiamente en el idioma de las mujeres; los soldados de la tierra, los rojos escarabajos, saludaron haber cumplido su misión y partieron a los anchos pajonales del altiplano a contar su travesía y seguir con sus peligrosas peripecias de vuelo.

Aquellos pequeños niños fantasmas, que mal pudiéramos decir recién nacidos, no podían distinguir si Cecilia estaba viva o no, porque ellos solo podían ver el alma, tan inocente como la de ellos. Mediante ella iba creciendo, jugaron sin juzgarse ni temerse.

Como en el caso de los chicos que, descuidados por los padres, salen al patio y tienen de amigos a los misteriosos duendes, sin saber que ellos no son otros infantes; en la circunstancia inversa, ellos no se enteraban de que Cecilia era una niña viva y la cuidaron durante los primeros años de su infancia.

Jugaban, por ejemplo: A cantar en el ulular de la pampa, al carnaval de los animales, al mercadito de ropa usada, a ¿Quién le pone luz a la flor?, a los indios y wakeros, enterrando y desenterrando cerámicas antiguas de los chullpares. Pero el juego preferido era poder bailar con Lunor, el perro imaginario.

Todos ellos eran una gran familia. Cecilia era feliz, pero creció y empezó a preguntarse por qué sus hermanitos no, por qué todos en el pueblo eran diferentes.

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Texto: Sergio Gareca

Fotos: Secretaría Municipal de Cultura de Oruro

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La sexualidad es para todos: Apuntes sobre ‘Pacífico’, mejor obra de 2022

Samadi Valcarcel ganó el Premio ‘Raúl Salmón de la Barra’. La creadora repondrá su obra en el Teatro Municipal

/ 26 de marzo de 2023 / 07:19

En 2022, Pacífico, una obra dirigida por Samadi Valcarcel, gana el premio “Raúl Salmón” a mejor obra. El reconocimiento, lo sabemos, es el más importante de La Paz: podemos decir, entonces, que es esta la mejor obra, sin lugar a dudas, producida en esta ciudad durante dicha gestión. Para mí, que vi la obra rodeado de niños pasándola bien, me pareció de inicio una obra infantil. ¿Puede la mejor obra de una ciudad ser una obra infantil?, ¿por qué un jurado de adultos premiaría algo que no está hecho para ellos? Justamente, porque Pacífico no se contenta con ser una obra infantil de las que normalmente se hacen en la ciudad: no tiene una moraleja. No solo entretiene, sino que piensa y te ayuda a pensarte: quizás en el caso de los “hombres” más radicalmente, pero yo diría que a todo ser humano. Porque si algo enseña esta obra infantil es a poder vivir nuestro cuerpo en su totalidad, en todos sus deseos, como espacio de goce (minado de placer). Es una obra, sin dudas, apta para niños, pero sobre un tema que nos atañe a todos y que a veces pensamos poco infantil: la sexualidad.

Un tema que pensamos poco infantil, pero que lo es: la sexualidad es para todos. Porque como demuestra con claridad Pacífico es algo que, desde muy pequeños, nos rodea en los discursos sociales que cotidianamente nos repiten y nos repetimos. Las historias que muestra la obra son claras: para el abuelo del personaje interpretado por Jorge Barrón bailar salsa es algo poco masculino, solo hay que saber bailar un poquito “para conquistar a las chicas”, bailar por otra razón sería un gesto de femineidad. Y aunque su cuerpo ame el baile, lo desee, su sexo (para el abuelo) le prohíbe ese goce: lo marca con la vergüenza. O porque, como dice el personaje interpretado por Darío Torres, si uno se acerca a un hombre muy amistosamente, incluso siendo niños ambos, aparece el adjetivo “maricón” para decirte: “eso está mal”. Y esto empeora a cierta edad, la retratada en esta obra y el espacio donde estos dos hombres se conocerán y enamorarán sin saberlo y sin aceptarlo: la que para la mayor parte de los adolescentes bolivianos está marcada por la “premilitar”, ese ritual de paso que te convierte en “hombre de guerra”.

Actores. Darío Torres y Jorge Barrón dan piel a los personajes de ‘Pacífico’.

Fotos: JHEREL CHUQUIMIA

FOTOS: JHEREL CHUQUIMIA

Pero no es solo por la urgencia de hablar de sexualidad en La Paz que esta es la mejor obra de 2022, sino porque es una obra consciente de estar dirigida a un doble público: el infantil y el adulto. Consciencia que le permite estar codificada en un doble nivel a partir de un alto contenido simbólico. Así, no es una sobrelectura que, cuando Darío hable de cómo cuando es joven, la primera vez que tiene que competir con otros hombres es midiendo sus vellos púbicos, el adulto pueda imaginarse que esa competencia pronto migrará a medirse los penes, medir los trabajos, medir las mujeres, y esa poco sana obsesión que parece rodear al hombre en Occidente. Más allá, el final de la obra muestra a Darío y Jorge que, tras un beso, finalmente, sincero y directo, se tiran espuma y se mojan con chisguetes. El gesto festivo se traslada a detrás del barco de papel que marca toda la obra desde el fondo del escenario: ahí vemos solo sus sombras tirándose estos líquidos y donde el niño solo entiende fiesta y goce, el adulto ve en el gesto el precedente de la eyaculación. Ambos públicos entienden, entonces, cosas ligeramente distintas, según el nivel de comprensión; sin embargo, todos lo pasan bien y todos salen con ganas de buscar sus propios deseos y, utópicamente, con menos ganas de meterse en el deseo ajeno.

Quisiera acabar con un apunte sobre una escena preciosa que está un poco más allá de la mitad de la obra. Darío y Jorge se ponen sobre las cabezas barcos de papel gigantes, la música (que en toda la obra brilla por su certeza), los va guiando; los vemos perdidos, sin saber a dónde los guía. Sus cuerpos, además, se muestran descoordinados y con movimientos mecánicos. Una lectura es que el barquito es el machismo que los ciega y no los deja llegar a buen puerto, es cierto. Pero también, y a contrapelo, podemos leer la escena como una metáfora de quien busca su propio deseo, en un mar de confusiones, donde es forzado a ir o venir, donde no tiene el 100% del control sobre lo que va sucediendo. El mar puede llevarte a lugares que te gustan o que, por el contrario, te generen displacer. El mejor marinero parece, entonces, quien ni se deja llevar del todo, pero quien sabe que no puede controlar cada detalle del itinerario. Es aquel que, finalmente, podrá decir con cariño “vos también me haces dar ganas de bailar salsa” y, tomada la decisión, adaptarse al ritmo de la música…

Pacífico

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Texto: Camilo Gil Ostria

Fotos: JHEREL CHUQUIMIA

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Ch’aki Fulero

/ 26 de marzo de 2023 / 07:17

ch’enko total

Ahora que veo las fotos del concierto Camote, ahora que transito el tole tole, ahora que viene el vacío del posparto, ahora que llega el ch’aki fulero y ya no sabes dónde meter tantos versos flotantes, qué hacer con la guitarra que suena sola, con el insomnio de aplausos, ahora que esta soledad yede, siento que es una vaina no poder llevar este concierto por escenarios de Bolivia. No hay kibo, cirilo. No se puede. Las entraditas no alcanzan.

Tenía la sensación de estar repitiendo canciones desde hace unos seis años, unos 12 temas que siempre iban, el primer seco de este ch’aki fulero fue sacar esas canciones y salir de la zona de confort, del éxito seguro. Era como extraer un pedazo de mí y poner otro. ¿Y cuál era ese otro pedazo? Se trataba de medio concierto, no era chiste. ¿Estrenar canciones? Solo eran dos, compongo poco. Revisar canciones raritas… hummm, creo que ya lo había hecho alguna vez… Allí vino el segundo seco de este ch’aki fulero: decidir hacer el concierto con mis canciones de amor y desamor, rollos de pareja que me acontecieron en estos 44 años como cantautor.

Entonces llegaron los recuerdos con su baldazo preciso. Apareció Signos, una canción que grabé en 1998 y que nunca más canté. “Hay asuntos planetarios que nos separan/ entorpecen sus apuestas en medio de nuestro beso/ y los anillos de Saturno nos hacen pisar todos los charcos a su turno…”, comienza en recitada. Me costó aprenderla de nuevo, recordar el motor vital, el primer impulso de aquel amor metepata. Fue buena idea empezar así el concierto. Surgió Mi compañera, emocionante escuchar la voz de aquel joven veinteañero cantándole a la dama de sus sueños. De pronto llega Eugenia, aquella chilanga que me movió el piso, una güerita pequeña de tamaño… (pero con una delantera parecida a la del Tigre 1971, se mete el Papirri con su voz de ch’aki fulero). Allí nació el seco tres: la idea de las dos voces, la protocolar y epistolar del Manuel versus la desgarrada y medio torpe del Papirri. Había que anotar lo que ambos decían, más aún en épocas de alta susceptibilidad, creamos un guioncito. No salió tan bien por falta de ensayo en la sala y coordinación con las luces. Teníamos tres horas para montar todo el espectáculo. Entonces apareció La Necrológica, un bolero de caballería que había quedado mudo en un vinilo, no tenía cómo compartirla con los músicos, canción jodida de 1990 que relata el entierro del amor, y termina diciendo: “porque amores verdaderos, futuros velorios son”. Sonó muy bien. Cuarto seco.

festejo

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Sirwiñacu… la había cantado una vez en el 2003, en cuanto a Licona, del mismo disco Cara Conocida, un bolero en mi bemol bastante  complicado, salió full jazz. Entonces apareció la Décima vez, refrescando el programa, más el estreno de Te vas, un corrido cortavenas que decidí cantar con el sombrero de mariachi de mi papá que se salvó de 15 traslados y un exilio, aquel sombrero que compró en el peor momento del destierro mexicano con ese gesto de reírse de la vida cuando se ponía en blanco y negro. Quinto seco. Llegaron los mix finales. Mix de tres cuecas para chupar: Ingratitud, Celos, El tigre del Pueblo. Apareció el gran David Portillo —que cada vez canta mejor— con sus Polvos del olvido, el mix de morenadas, el mix de huayñitos con Hasta Ahurita y el Nuna se encendió de bailes, cinturita, orejitas. Así terminamos, bailando los amores y desamores. Sexto seco.

Me queda ahora —en este ch’aki fulero rojizo con las cuerdas de mi garganta ardiendo— agradecer a los que apoyaron Camote. Gracias a mi amigo Astroboy que me bancó un par de meses de preproducción en el armado angustioso del programa. A Mauricio Muñoz y María Sanzetenea, por sus tardes pacientes escuchando y seleccionando decenas de mis canciones. A Segalez, guitarrista, compositor, joven hermano del alma que me acolita en estos afanes, a Panchito Rocha por lidiar con las tensiones detrás de escena, a Nelson Lima por estrenar el teleprónter aunque sea a medias, a Heber Peredo por sus teclas maravillosas. A la siempre profesional y buena amiga, la cantante Diana Azero. A Mauri Cardona e Inti Medina, que conmigo hacen el trío cochala, gracias por los ensayos jodidos, por las idas y vueltas. Gracias a Kicho  Jiménez por su zampoña rebelde. A Elisa Canedo, cantante chapaca que iluminó la noche, a los bailarines del ballet Carazas. A Iris Mirabal por la producción del evento. A La Razón, gracias por el apoyo. A Banco Unión que nos apoyó por primera vez con la llegada de los cochalas a La Paz. A la Embajada de Brasil, que nos ayudó con el alojamiento de los músicos. Gracias al Reneco, al Luisda  y al Oso del Teatro Nuna. Gracias, gracias al público paceño que abarrotó el teatro. Bien nomás le hemos cascado.

Pa ques decir. Seco final.

Autor: El papirri: personaje de la Pérez, también es Manuel Monroy Chazarreta

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