Sunday 16 Jun 2024 | Actualizado a 01:41 AM

David Bowie, británico de espíritu francés

Encarnó las necesidades de autoafirmación de una juventud desorientada en sus roles sobre todo sexuales

/ 10 de marzo de 2013 / 04:00

Fue a mediados del siglo XVIII cuando se instauró, entre las personas de la alta sociedad francesa, la costumbre de retirarse de un lugar de reunión sin salutación alguna. Tales extremos de corrección alcanzó la impostada despedida, que pasó a considerarse de mal tono el marcharse diciendo “adiós” (adieu, hablamos de Francia). Se permitía, a quien se disponía a abandonar la estancia, hacer aspaviento que pudiese iluminar sobre su partida: mirar el reloj, por ejemplo. Pero bajo ningún concepto era admitida una normal despedida.

Hace ya unos años que David Robert Jones, más conocido como David Bowie, dejó la escena musical como si de uno de esos aristócratas franceses se tratase, sin siquiera mirar el reloj. Quizás haya dado otras señas y no las hayamos percibido. Tal vez sólo asumiese un nuevo álter ego, uno más de los muchos que ya ha llevado a escena.

Ha sido la carrera de Bowie, efectivamente, una diabólica sucesión de transformaciones y metamorfosis en cada una de las cuales ha querido asumir un nuevo nombre, una nueva máscara tras la que poder ocultar su verdadera personalidad.

Ya desde joven, tras haberse iniciado en el mundillo rockero de los años 60 colaborando, al saxo, con diversos grupos de blues, quiso el británico sufrir su primera transformación. Abandonó bandas y nombre, en busca de una fama que aún se le resistiría un par de años. Para evitar equívocos y posibles comparaciones con un grupo de cierta fama por aquellos tiempos, Davy Jones & The Monkees, adoptó el nombre de David Bowie, por el cuchillo que popularizó el mercenario estadounidense Jim Bowie.

Mayor Tom, Ziggy y otros más

Como forzado por el cambio de apelativo, se sumergió en una disciplinada alteración de los sonidos típicos de la época hasta dar a luz a Space Oddity, una épica canción en la que narraba cómo el Mayor Tom pretende comunicarse con la Tierra desde algún punto inconcreto del espacio exterior en el que la nave que tripula ha quedado varada, suponemos, para siempre. La canción fue lanzada por radio en 1969, cinco días antes de que despegase el Apolo XI y se cambiase, para siempre, el transcurso de la civilización occidental con la llegada del humano a la Luna. La supuesta coincidencia sirvió para que Bowie comenzase a jugar con la mitomanía del público, presentándose como un ser andrógino llegado de algún lejano e ignoto planeta.

A partir de entonces, nada sería igual en el mundo de la cultura popular. Bowie no se limitó a copiar las burdas hechuras musicales y de guardarropía del glam rock, como algunos aseguran. Él dio un paso al frente para situarse en vanguardia de todos esos músicos que pretendían desechar del orbe rockero la imagen macho del cantante aguerrido y castigador. Se atavió con largos vestidos de mujer y empleó a fondo su voz de falsete, sin olvidar los timbres graves con que Madre Natura le había honrado. Fue Bowie y sólo Bowie quien trajo la moda al rock. Fue Bowie y sólo Bowie quien llevó al paroxismo la identificación de los fans con su estrella predilecta. Él encarnaba las necesidades de autoafirmación de una juventud desorientada en sus roles sociales, políticos, religiosos y, sobre todo, sexuales.

Durante ese tiempo, amén de una virtuosa estrella de la música popular, se erigió en artífice de tres discos imprescindibles para todo aquel que desee comprender la evolución del rock’n’roll: Space Oddityó, la psicodelia adiestrada The man who sold the world, el hard rock bisexual; Hunky Doryó, el pop experimental de laboratorio. Suficiente para cambiar y diversificar, para siempre, los caminos que la historia de la música deberían recorrer en las siguientes décadas. Y suficiente para que el artista acabase hastiado de su propia creación y decidiese tomar un nuevo rumbo, asumir una nueva personalidad.

Llega Ziggy Stardust. Con una imagen inspirada a partes desiguales por las dragqueens de la Factory de Warhol, los actores del teatro kabuki japonés y los desquiciados drugos de La naranja mecánica, Bowie se presenta como un extraterrestre bisexual llegado a la Tierra para salvarla de la destrucción. Para ello se transforma en una especie de profeta melódico.

1972 es el año en el que el público asistió atónito a la eclosión de The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, uno de los discos conceptuales más aclamados de la historia del rock. No contento con la amalgama de guitarras afiladas y sensuales cambios de ritmo con que aderezó su nuevo artefacto sónico, Bowie decidió sacar a pasear por medio mundo a su nueva criatura, en un espectáculo deudor de las sesiones cabareteras del Berlín de entreguerras, y que también anticipaba toda la pirotecnia y fantasía lumínica del stadium rock.

Siguiendo al dedillo la historia que el conceptual álbum relata, Bowie decidió sin embargo tributar ceremonioso entierro a Ziggy el 3 de julio de 1973, en un concierto que convertiría en filme para la posteridad el director D.A. Pennebaker. El responso final del mesías alienígena del rock respondía en realidad al fin de gira de presentación del álbum Aladdin Sane.

Consiguió el genial músico poner en pie, a la par, a dos de sus álter egos: Ziggy Stardust, la pansexual estrella de rock iluminada por una deidad superior, y Aladdin Sane (juego de palabras a partir de “a ladinsane”: “un muchacho loco”), prototípico ejemplar de músico del porvenir.

Un porvenir que ya había hecho acto de presencia y en que las armonías de raíces rhythm’n’blues se fecundan plácidamente con las vanguardias melódicas más extremas, del free jazz al avant garde futurista. Así moría Ziggy pero permanecía Aladdin, que se despediría con un exquisito álbum de versiones homenaje a los ídolos musicales de los 60, desde los Pink Floyd de Syd Barret, hasta los Kinks de Ray Davies, haciendo una discreta pero sobrecogedora pausa en la desgarrada voz de Jacques Brel y su Amsterdam, primera y discreta muestra, quizás, del espíritu francés del músico británico, aunque en esa ocasión escogiese a un cantante belga. Esa deliciosa versión sólo se publicó años después, como pista adicional no incluida en el LP original.

Revestido ya de la suficiente popularidad, Bowie se instaló en EEUU y, asimismo, su cohorte de paranoicos seguidores/imitadores. La deriva musical que toma en aquellos tiempos le conduce por los senderos del funk y el soul, quizás en premeditado agradecimiento a los ritmos que con más fuerza golpeaban las listas de éxitos de la música norteamericana.

Retomando sus visiones apocalípticas, Bowie da a luz al épico 1984, pretendida banda sonora de la obra literaria homónima de George Orwell.

Anclado en una fangosa adicción a la cocaína, el músico continúa su deriva hacia las músicas negras con Young Americans, en 1975, y la culmina al año siguiente con Station to Station, álbum en que da un nuevo giro a las bases tradicionales utilizadas en los ritmos más obvios para aderezar, en esta ocasión, el soul con sonidos tecnológicos cercanos al krautrock. Consigue pues, nuevamente, subvertir las normas no escritas de la música rock y se viste los ropajes de un nuevo álter ego, El Delgado Duque Blanco: un nuevo extraterrestre, inspirado en esta ocasión por la película de Nicholas Roeg que él mismo interpretó: El hombre que vino de las estrellas.

La gélida y elegante presencia de ese flamante marciano se agranda, contradictoriamente, con la cadavérica estampa de un Bowie consumido por la cocaína. Asistimos también a una eclosión de las mejores cualidades vocales de un artista que comienza a tomar distancia respecto de las estridencias del falsete que le había ganado tantos acérrimos seguidores. Madura la voz grave y profunda del maestro en un extraño momento.

Época de paranoia la del Delgado Duque Blanco, personaje desquiciado que coquetea con la mitología nazi y con las más duras  drogas que mordisqueaban a la juventud. Pero cabecilla también, sin saberlo, de una marea juvenil que arrasaría el orbe: el punk.

Su regreso a Europa le lleva a unirse en Santa Compaña a un alucinado Iggy Pop, al que produce los mejores de sus álbumes de esa época. Pero también se une a un visionario Brian Eno, con quien, mano a mano e influenciado por los años que viviría en el barrio de Schöneberg, en el Berlín occidental, dará vida a una de las trilogías musicales más desgarradas y reveladoras de la historia del rock, formada por los álbumes Low, Heroes y Lodger. La experimentación es total y Bowie arriesga hasta el punto de tener que batallar con la oposición de su discográfica a que sus criaturas vean la luz.

Sus iluminados desvaríos musicales en la Berlin Trilogy van de la utilización de abstractos pasajes sonoros en que la letra es aleatoria a ensortijados extractos armónicos basados en escalas musicales importadas de Oriente, pasando por la experimentación con el ruido blanco, en el que la densidad de todo espectro sónico adquiere la misma potencia.

‘Heroes’, el himno atemporal

Nuevamente Bowie se coloca en vanguardia de las tendencias que iban a invadir las ondas radiofónicas en el futuro inmediato, y se viste los ropajes de un nuevo álter ego, el lodger o “inquilino”, un sin hogar demente víctima de las dictatoriales reglas que la tecnología impone en esos años de ruptura y avance social. En el corazón de todo amante de la música queda ya, por siempre, Heroes, himno atemporal.

Con firmeza pero sin estridencias, Bowie comienza a inocular, en su música, la preeminencia de la guitarra, tamizada aún por los sonidos del sintetizador, para recuperar a su Mayor Tom, en el álbum de 1980 Scary Monsters. Encontramos ahora a un Mayor Tom regresado a la Tierra, tras años de vagabundeo estelar, y convertido en un yonqui maltrecho y moribundo.

Desconcertante es la deriva musical que le llevó, en los 80, a coquetear sin ningún rubor con los vacuos ritmos discotequeros que invadían las pistas de baile y abultaban los bolsillos de productores. Bowie había descubierto sus muy otras inquietudes artísticas: el cine, la pintura, el diseño, y se entregaba a ellas convirtiendo su música en una mecánica máquina de hacer dinero. Pasó del pop más hueco al heavy metal más cazurro, para instalarse de nuevo en la música electrónica, al amparo de la ola de estridentes ritmos industriales que arrasaba el mundo a principios de los 90.

Se salva, de esa década ruinosa en lo musical, la permanencia en las letras de esos conceptos filosóficos cuajados de referencias literarias que tanta fama le habían dado. La alquimia de Brian Eno vino a situarle de nuevo en la vanguardia del sonido, con el álbum Outside, 1995, germen abortado de una trilogía musical en que, a modo de ópera rock, se habría de narrar los desquiciados y violentos crímenes de un artista asesino.

Y dos años después, Earthling, agresivo y barroco álbum impregnado en paisajes sonoros cuya base musical es el drum’n’bass.

Se arrastra el músico ya, más que deslizarse, en el nuevo siglo, decorándolo con algún que otro pespunte creativo, como aquel Heathen de 2002, postrera seña visible de su genio, antes de escupir su último álbum de estudio hasta la fecha, un clasicista Reality que sólo da pie a la consiguiente gira, la última en la que los humanos tienen la fortuna de poder ver en directo al alienígena más controvertido y creativo que jamás haya pisado el planeta Tierra.

Después… la despedida que no se materializa y, como broma final, su colaboración con la actriz Scarlett Johansson en un vergonzoso álbum de versiones del grandioso Tom Waits. No culparemos al maestro. Quizás sólo avanzase a alguna nueva tendencia que nos negamos a admitir, como cuando a finales de 1977 acompañó, a la voz, a Bing Crosby en una versión imposible del navideño Little Drummer Boy que, cinco años después, se convertiría en éxito de ventas y recuperaría al avejentado cantor de Las Vegas como prototipo de un sonido que nunca debió desaparecer. Claro que la Johansonn no es Crosby, pero… quién sabe.

Ahora que sólo quedaba esperar el regreso de Bowie, aunque fuese para darle nombre a ese aristócrata francés que dejó la escena musical sin despedirse como es debido, reaparece el alienígena haciendo alarde de cierta mitomanía, con una canción y un clip (We are we now) que retrotraen a sus años berlineses, y con una campaña publicitaria que juega a ocultar su rostro con crípticos mensajes que invitan a soñar con una nueva joya discográfica que el martes aullará en nuestros pabellones auditivos.

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El paseo de la línea

Una pintura de Raul Lara

Por Ariel Mustafá R

/ 9 de junio de 2024 / 11:41

Quienes conocían a Raúl Lara (1940, Oruro — 2011, Cochabamba) dicen que siempre estaba dibujando. Que lo hacía con lo que tenía a mano y que sus eventuales modelos —sujetos y objetos— no se sabían inmortalizados por un lápiz o un bolígrafo, o tal vez sí y preferían mantenerse en ese espacio de ser y no ser. De pronto ser un dibujo de Lara se convertía en una ambición. Ambición inimaginable hoy, como el nombre de esta exposición —Raúl Lara, entre líneas y sueños inimaginables, que se exhibirá hasta 25 de junio en la galería Altamira (c/ José María Zalles Nº 834 Bloque M4, San Miguel, en La Paz)—, bautizada, por cierto, por su esposa Lidia, y sus hijos Ernesto y Fidel.

Entonces, de pronto toma vida una frase de Paul Klee, para quien dibujar era “sacar una línea a pasear”, y eso es de lo que hoy somos testigos con esta muestra. 48 dibujos en diferentes técnicas, algunos con golpes de color, la mayoría no. Creemos reconocer en ellos algunas de sus obras y algunos de los momentos que dieron forma a una carrera artística que a cada paso creaba personajes que hoy son viejos conocidos nuestros.

Diríase que son bocetos, pero no, son obras acabadas que a veces se parecen en algo a pinturas coloreadas con los azules y rosados tan afines al Maestro, pero las que hoy vemos no pueden ser esbozos o ideas, no pueden serlo porque se ve en ellas la magia de quien decía “Ay, si pudiera dibujar solamente”.

Quien se acerque a la muestra y se detenga ante alguno de los dibujos, descubrirá escondidos pequeños detalles, hallazgos que querrá comunicar a quien esté cerca, porque lo que vale no es guardar el secreto sino expandirlo a viva voz para que el disfrute sea general. Y si además se tiene suerte, con algo de cuidado, encontrará algunos textos de su puño y letra, mensajes encriptados, reflexiones al azar y, perdido por allí, un número de teléfono que seguro el Maestro, a falta de papel, anotó a la volandas.

Por eso elegimos Raúl Lara para festejar nuestro octavo aniversario. Porque su obra enriquece la Galería Altamira y su presencia está viva sacando a pasear esa línea de la que Klee nos hablaba.

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Tú no eres Dylan Thomas ni yo soy Patti Smith

‘The Department of Tortured Poets’ es el álbum de Taylor Swift, de más de dos horas de duración, con 31 nuevas canciones

/ 9 de junio de 2024 / 10:55

Si bien The tortured poets department: the anthology está repleta de frases sueltas memorables que dicen más que las canciones donde habitan, es probable que el título de esta crítica refleje mejor que cualquier otra frase el valor de este disco doble para la carrera de Taylor Swift: todavía no estamos al nivel de estos poetas.

Se dice que los críticos de cine son cineastas frustrados que envidian aquello que critican. Lo mismo podría decirse de los críticos de música. Swift especialmente suele recibir un peculiar ataque por parte de los críticos mayores (viejos arriba de los 40) con cada nuevo disco que publica. Incluso otros artistas, el último siendo el cantante de Pet Shop Boys, Neil Tennant, suelen desmerecer la calidad artística de Swift.

El departamento de poetas torturados es un disco doble con 31 canciones originales, dos de los cuales son duetos y tiene una duración total de aproximadamene dos horas. Hablar de este disco desde mi lugar generacional (viejo de 40) involucra aceptar cosas que son reales para esta nueva generación: la letra y la artista son tan importantes como la música que hace.

Tú no eres

Los fotógrafos dicen que para llegar a la fotografía perfecta hay que sacar 99 fotografías antes de que sean fracaso. 31 canciones nuevas es bastante y no todas llegan al lugar deseado. Lo primero a decir es que ese vínculo colaborativo con Aaron Dessner y Jack Antonoff en letras y producción ya cumplió su ciclo. La mayor falta que tiene el disco es que los temas tienen una misma fórmula. Los sintetizadores matan las canciones por lo menos en dos ocasiones, y la falta de instrumentos de apoyo, cuerdas especialmente, hace que ciertos momentos emocionales pasen desapercibidos. Prueba de ello es que los temas donde otros artistas invitados cooperan son los temas que saltan al oído de inmediato y de buena manera. El tema que abre el disco, Fortnight, junto a Post Malone, es un gran momento pop. Taylor funciona excelente en dueto junto a una voz masculina, y el estilo de voz de Malone calza como guante con el tema. El video musical, dirigido por la propia Taylor es un magnífico ejemplo del potencial de la artista para el audiovisual, además de ser, irónicamente, un tributo a la película La sociedad de poetas muertos.

El tema dos, homónimo con el título del disco, tiene uno de los párrafos más bonitos que he leído en mucho tiempo dentro de la música actual: “sacas el anillo de mi dedo medio para ponerlo donde la gente pone el anillo de bodas y eso ha sido lo más cerca que ha estado mi corazón de explotar”. Es un texto honesto, bien escrito que aparece unos segundos en la canción, pero causa un impacto memorable, especialmente si has vivido algo así alguna vez.

Taylor Swift

Y es que esto es lo mejor y lo peor del disco: increíbles frases o párrafos, incluso líneas y palabras, joyas de poesía, atrapadas en temas innecesariamente largos, densos o repetitivo.

De nuevo, no hay nada malo con tener un disco doble de nuevo material, pero Taylor Swift todavía no es Paul McCartney o Billy Corgan. Temas como So long London, loml (genial rima de legendario con momentario), So high school, I hate it there, imgonnagetyouback, The albatross y How did it end?, son tan genéricos que hasta los más swifties lanzan un suspiro de cansancio al escucharlas. Eso no reduce el impacto que temas como My boy only breaks his favourite toys o la favorita de todos, Florida!!! (sí, con tres signos de exclamación) sean tremendos aportes a su discografía y demostraciones de que su sentido del humor más mordaz está mejorando. De hecho el tema compuesto junto a Florence Welch —y según los créditos del librito, también con Emma Stone— es una bella y divertida canción escapista. But Daddy I love him con sus casi 6 minutos (el tema más largo del disco) es personalmente la mejor canción del disco. Es un himno perfectamente moldeado para las nuevas generaciones de mujeres que desde temprana edad están luchando por su igualdad y respeto en un mundo que sigue haciendo mansplaining sobre cómo deben verse en roles de hija/novia/hermana/compañera/mujer. El tema, entre la letra y la actitud de la narradora, es inspirador y de los pocos momentos en el disco en los que letra y música van de la mano con la actitud correcta de comerse al mundo. Mi impulso inmediato fue dedicárselo a la mujer que amo como una forma de decirle que pienso que ella es más fuerte que yo como persona, justamente por ser mujer.

Disco

Pero un disco de Taylor Swift es casi por obligación un diario de desamores y aquí tanto Joe Alwyn y Matty Healy (cantante de la gran banda 1975) tienen varios momentos de vergonzosa mención. Fresh out of the slammer, Down bad (con la bella línea que dice “fuck it I was in love”), Peter (“dijiste que ibas a madurar y volver a buscarme”), I can fix him (no really i can), The Alchemy (bellísimo tema, pobre Travis Kelce), Who’s afraid of little me? o The bolter son estas confesiones predecibles de recuerdos melancólicos y decisiones inmaduras que ya estamos acostumbrados a oír en sus letras. Taylor tiene mejor tino cuando usa sus letras para contar historias autoconclusivas, como thanK you aiMee, que es una rabiosa queja a una hater (Kim Kardassian?) con la cual, en letra por lo menos, agradece por impulsarla con sus críticas (hay una parte brillantemente escrita donde habla que de seguro su hija cantará la letra sin saber que es una queja contra su mamá). Es una buena canción porque pese a ser correcta es rabiosa también. Cassandra es otro tema que muestra una voz y una letra más maduras e imagino que es el camino que seguirá en su siguiente disco, como una versión de Lana del Rey joven y optimista.

Momentos

El disco lo cierra The manuscript, que no está mal, pero hubiera sido mejor la canción anterior, Robin, que es de lejos la segunda mejor canción de todo el disco. Es una canción que transmite de forma completa la intención de todo el disco: vivir la melancolía de vivir sin caer en la depresión, saber y entender que el dolor es parte de amar, de conectar con otros.

Taylor más que una artista es un fenómeno mediático donde los foros pasan horas incontables hablando de todo lo relacionado a ella. Como hay swifties aguerridos hay también haters obsesionados. Estos últimos son los que han promocionado las noticias y críticas de que el nuevo disco no es lo mejor de Taylor y es una muestra del cansancio que debería tener el mundo con ella. Obviamente viene un swiftie y escupe esta blasfemia.

Poetas torturados es un buen disco y el tiempo lo recordará como un punto de transición donde, con suerte, fue la última vez que usara esos horribles sintetizadores para abrazar por completo su rol de Bob Dylan femenino para estos tiempos. ¿Dije Bob Dylan? Quise decir la Patti Smith de estos tiempo

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PARA ELISA

El Papirri

/ 9 de junio de 2024 / 10:00

Era una tardecita tibia cochabambina cuando la conocí en la casa de mis amigos Mau y María de la Coperacha. Una robusta joven apareció con su sonrisa encantadora, ojitos de ardillita del bosque y aquella tonada mágica chapaca en el saludo. Entonces agarró la guitarra y cantó una canción rara, interesante, de esas que me gustan, había una intención armónica diferente en sus dedos y su voz… eran varias voces en una: se reía de un amor pasado mientras cantaba, se reía de la vida y cantaba, y Tarija llegaba en sus tintineos de mañana dorada.

Terminó de cantar y le dije: “Te invito a mi concierto”, como un niño invitando a su cumpleaños. Era febrero, el concierto se venía en marzo en el Teatro Nuna de La Paz, fue hace un año, parecen tres. Yo había terminado de componer una canción dolorosa, primaria, de mariachi cortavenas. Ese texto lo encontré en el rincón de mi compu como esperando: Te vas, en el peor momento/ con cálculo de pecho frío/ ¡Salud! por ese nuevo amigo / te burlas de mi olor a ungüento… Se la canté, mientras ella sonreía, se divertía con mis cantos jodidos.

Entonces llegó el concierto Camote, el Teatro Nuna de La Paz reventaba, nos habíamos visto un par de veces para repasar la ranchera y la querida canción Historia de Maribel. Ambas canciones no le favorecían mucho en el tono, pero Elisa, con toda fe, interpuso sus tremendos recursos vocales. Porque Elisa Canedo los tiene, y más allá de lo normal. Un timbre que se desparrama como en resolana en varios colores, un registro extenso, generoso. La canción Te vas sonó como tenía que sonar, con rabia de mariachi. Ella entraba en: Te vas con tu pasito esquivo/ chis chis, ya llegan a tu encuentro/ te vas con ese bicho feo, sacudo mi dignidad de muerto… Y yo con el sombrero de mariachi de mi papá, ese histórico sombrero que compró mi padre en el peor momento del exilio del ‘80, se lo compró nomas a un mariachi del Tenampa y sobrevivió a unos… a ver… 10 traslados. Mi padre llegó desde el DF a Lima con el sombrero puesto, su amigo el Chueco Céspedes lo esperaba en el aeropuerto, había decidido dejar el DF, era su tercer exilio, llegó a Lima bordeando los 70 años a vivir con su amigo y qué mejor que llegar con su sombrero de mariachi.

Con Elisa Canedo nos vimos luego en septiembre, en su chura Tarija. Contra todos los malos vientos, decidí hacer la gira Mirando al Sur, iniciando en Tarija hasta el Santiago querido. Sin embargo, el ambiente tarijeño era hostil, el Teatro de la Cultura tenía un alquiler similar al del Nuna, pero sin sonido, luces… ni personal. Llevar un solo musico significaba un monto similar al alquiler, muy difícil de sostener. Elisa allí se comprometió como amiga, apoyando al veterano Papirri en su aventura incierta, en su metida de pata completa. Entonces me fui directo y al grano publicando en las redes el maltrato al artista nashonal, la directora de cultura tarijeña respondió a la tambaleada ofreciendo un intercambio: yo tocaba en la plaza de Tarija un día antes del concierto a cambio del pago del sonido. Ahí estábamos con Elisa en medio de la plaza tarijeña a las 11.00 am, con cara de donadores de sangre. “Esto parece una pesadilla”, me decía nerviosa. Cumplimos con aquel compromiso extraño, con una plaza llena de gente en movimiento que no nos daba mucha bola.

El asunto es que llegó el concierto chapaco. Elisa tuvo la fineza de alojar a mi bajista que llegó de emergencia, no hubo otra. Teníamos la mitad del teatro vendido, justo para pagar cuentas. Igual reventamos con Te vas cantando juntos: Ya, plis, sigue tu camino/ mira que yo me voy de retro/ risitas sobre mis dolores/ cosquillas sobre mi tormento/Ya, plis, no me llames nunca/ en este instante te bloqueo/ tu duermes en un hombro nuevo/ yo brindo con nuestros recuerdos… Y le cascamos la hermosa Pascua en una versión que hizo lagrimear a mi Carito. La misma versión tocamos este miércoles 29 de mayo en un patio cochabambino muy bien decorado, con mucha gente aplaudiendo a Elisa Canedo, que dio un gran concierto.

Fue recién que la descubrí como cantautora. Sus canciones me dejaron feliz, conforme, por fin algo interesante, nuevo, personal y de ñ’eque en la canción boliviana; por fin una autora que llega a la gente desde su alma profunda, con su voz de fuego y luna, original y sin miedo. Elisa demostró ser una artista actual, una figura  que se viene con todo, agárrense los de la rutina fácil, por fin llega un canto nuevo desde lo viejo, renovado y con raíces, una propuesta sonora y poética personal sin recelo, con esta Elisa Canedo y su hermosa sonrisa, con su voz desparramando luces interculturales, con su actitud lucida que canta: Que te vaya bien/ que te pise el tren/ que te vaya mal, ya tienes con quien…

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‘El Huayllas’, vuelta al ser

El arte de Álvaro Álvarez Huayllas pasó de las paredes de la ciudad a las galerías. En ese camino busca su propio estilo.

El Huayllas

/ 9 de junio de 2024 / 09:49

Componer variaciones en música clásica implica imaginación y fantasía para alterar la melodía y la armonía original. Sandro Álvaro Álvarez Huayllas, más conocido como “El Huayllas”, está en búsqueda de su propio estilo. Dibuja variaciones sobre el pentagrama de la ciudad. Lleva más de 50 murales en las calles y el doble en interiores. Ahora salta a las galerías. El aerosol sigue en la mano.

Comenzó haciendo dibujos/copias de un libro de trabajo de su madre. Estudió para ser administrador de empresas y lo dejó. Estudió para ser estadístico en salud y abandonó. Se apuntó a la carrera de Bellas Artes en la Academia y salió rajando, decepcionado. Abrió una galería en la calle Jaén y comenzó a retratar a los personajes de la calle más linda de La Paz: a los Ernesto Cavour, Rosita Ríos, Medina Mendieta, Mamani Mamani.

Entonces el arte callejero (“street art”) llamó a su puerta y los murales —el gran formato— cautivaron su ser. De la barra stronguista de la curva sur (volverá a pintar pronto al “Chupita” Riveros y a Lucho Galarza en el estadio Rafael Mendoza Castellón) pasó a los muros. Fue después de tomar —a inicios de siglo— un curso de pintura mural con el colectivo/red Apacheta (con los Justo Tola, Sofía Chipana, Gustavo Limachi, Ramiro López Massi, Edgar Mamani Cocarico, Blas Calle, Weimar Terrazas, Gustavo Quispe, José Tito Condori, Félix Tupac Durán, Nelson Verástegui…)

«El Huayllas»

Una mujer de pollera baila con una matraca en la mano y una cerveza en la otra. Me hace recuerdo a los retratos maternos de Cristian Laime Yujra. Un acrílico sobre mantilla bordada lleva la memoria a los objetos de Roberto Mamani Mamani. Unos sombreros borsalinos intervenidos parecen firmados por el arte contemporáneo y conceptual de José Ballivián. Un retrato figurativo (que no llega al hiperrealismo) se asemeja al talento innato de Rosmery Mamani Ventura. Un niño mira como miran los niños de Vidal Cussi. “El Huayllas” se confiesa: “estoy tratando de encontrar mi propio estilo, hago arte urbano a caballete”. La segunda muestra de Álvarez Huayllas se puede ver hasta el 18 de junio en la Alianza Francesa del barrio paceño de Sopocachi (avenida 20 de Octubre esquina Fernando Guachalla). La exposición —compartida con el chuquisaqueño Julio Escóbar— se llama Diálogos populares.

Los últimos trabajos del Huayllas han sido para dos boliches: un Señor del Gran Poder en el restaurante Morena de la calle Illampu esquina Santa Cruz y un retrato en el café del hostel 440 de Achumani. Su penúltima exposición (también colectiva) ha tenido lugar en la galería AR°T de San Miguel.

México

En 2015 Álvarez Huayllas se va a México con una beca de grabado, pero vuelve con el arte callejero y el mural entre ceja y ceja. Es miembro fundador —junto a otros once artistas callejeros— del colectivo de arte y política Cementerio de Elefantes. Nota mental: no deja de ser curioso que artistas callejeros estén recorriendo el camino inverso de los muralistas mexicanos de hace un siglo cuando abandonaron los museos, las galerías y los espacios cerrados convencionales por las calles. Khespy o “El Huayllas” son dos de ellos y van con todo.

— ¿Y cuáles son las diferencias entre el indigenismo de las élites de hace un siglo de los Cecilio Guzmán de Rojas, Juan Rimsa, David Crespo Gastelú, Marina Núnez del Prado y compañía y los de ahora?

—Los de antes pintaban y esculpían cholas tristes, indios apesadumbrados en blanco y negro, limosneros en las calles, aparapitas explotados en grises. Tratamos ahora de cambiar eso, pintar indios felices, cholas empoderadas que gastan el dinero producto de su trabajo duro, bailando y tomando. Soy un retratista de mi tiempo. Mi estilo pasa por dar emoción y movimiento a los personajes populares y ancestrales de nuestro pueblo. No hago estatuas con dientes. Busco hacer diferencia, que el público reconozca mi estilo.

Arte del Huayllas

El “nuevo” indigenismo habla desde su propia voz, ha tomado el poder de las paletas y se pinta a sí mismo. Ya no son retratados por clases racistas/clasistas con mala conciencia, sino por ellos mismos. No están ni oprimidos ni derrotados. Los ocres oscuros va desapareciendo, como los dinosaurios. No se ven —apenas— clichés ni estereotipos. Los personajes están de fiesta, con la cabeza en alto desde la profundidad de sus saberes ancestrales. Explotados de color, ríen. Han dejado de ser “naif”. Han crecido. Se apropian de espacios antes prohibidos.

El paternalismo maniqueísta ha sido sepultado o va camino de ello. La idealización romántica es cosa del pasado. Los rostros indígenas no son estilizados/embellecidos en poses poéticamente falsas, sin humor. Ahora —en el arte del “Huayllas”, por ejemplo— vemos amor y complicidad, orgullo verdadero y autoestima, emoción y movimiento; miradas sublimes hacia adentro, no desde afuera. “La chola ya es digna de por sí”, remata Álvarez Huayllas.

Galerías

En el camino de las calles a las galerías, el “Huayllas” ha perdido el miedo. Abstrae más y mejor. Experimenta. No siente la necesidad de hacer murales para el “Instagram”. Ni algo comercial para un boliche o una marca. Deja de lado el pequeño detalle. Tiene/goza (de) más libertad. Sin egos, sin ataduras, sin reglas, como en los “graffitis”. Llega a los espacios cerrados con las lecciones aprendidas de los callejones y las esquinas donde lo malo se borra y se olvida (y lo bueno se respeta). “La ciudad es como un chango que se tatúa y luego se tapa o se altera”. El aerosol es una herramienta más, tanto o más digna que el tinte, las acuarelas o los acrílicos. El arte llega de la calle. El respeto está o no está, no se coquetea.

¿Dónde comienza un “graffitero” y donde arranca un artista plástico? “El Huayllas” responde con otra pregunta: “¿Dónde empieza La Paz? ¿en Viacha o El Alto?” Álvarez Huayllas es un traficante/hormiga, lleva y trae. Está a gusto entre esos dos mundos. Sus mandamientos han sido escritos en la noche, colgados en las alturas de un andamio. Sueña que su arte/estilo no sea tapado. Y que la gente diga en algún momento: esto es un “Huayllas”.

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‘El Huayllas’, vuelta al ser

El arte de Álvaro Álvarez Huayllas pasó de las paredes de la ciudad a las galerías. En ese camino busca su propio estilo

El arte urbano de ‘El Huayllas’. IMAGEN: DANIEL A. QUIROGA MIRANDA

/ 9 de junio de 2024 / 06:59

Componer variaciones en música clásica implica imaginación y fantasía para alterar la melodía y la armonía original. Sandro Álvaro Álvarez Huayllas, más conocido como “El Huayllas”, está en búsqueda de su propio estilo. Dibuja variaciones sobre el pentagrama de la ciudad. Lleva más de 50 murales en las calles y el doble en interiores. Ahora salta a las galerías. El aerosol sigue en la mano.

Comenzó haciendo dibujos/copias de un libro de trabajo de su madre. Estudió para ser administrador de empresas y lo dejó. Estudió para ser estadístico en salud y abandonó. Se apuntó a la carrera de Bellas Artes en la Academia y salió rajando, decepcionado. Abrió una galería en la calle Jaén y comenzó a retratar a los personajes de la calle más linda de La Paz: a los Ernesto Cavour, Rosita Ríos, Medina Mendieta, Mamani Mamani.

Entonces el arte callejero (“street art”) llamó a su puerta y los murales —el gran formato— cautivaron su ser. De la barra stronguista de la curva sur (volverá a pintar pronto al “Chupita” Riveros y a Lucho Galarza en el estadio Rafael Mendoza Castellón) pasó a los muros. Fue después de tomar —a inicios de siglo— un curso de pintura mural con el colectivo/red Apacheta (con los Justo Tola, Sofía Chipana, Gustavo Limachi, Ramiro López Massi, Edgar Mamani Cocarico, Blas Calle, Weimar Terrazas, Gustavo Quispe, José Tito Condori, Félix Tupac Durán, Nelson Verástegui…)

Una mujer de pollera baila con una matraca en la mano y una cerveza en la otra. Me hace recuerdo a los retratos maternos de Cristian Laime Yujra. Un acrílico sobre mantilla bordada lleva la memoria a los objetos de Roberto Mamani Mamani. Unos sombreros borsalinos intervenidos parecen firmados por el arte contemporáneo y conceptual de José Ballivián. Un retrato figurativo (que no llega al hiperrealismo) se asemeja al talento innato de Rosmery Mamani Ventura. Un niño mira como miran los niños de Vidal Cussi. “El Huayllas” se confiesa: “estoy tratando de encontrar mi propio estilo, hago arte urbano a caballete”. La segunda muestra de Álvarez Huayllas se puede ver hasta el 18 de junio en la Alianza Francesa del barrio paceño de Sopocachi (avenida 20 de Octubre esquina Fernando Guachalla). La exposición —compartida con el chuquisaqueño Julio Escóbar— se llama Diálogos populares.

Los últimos trabajos del Huayllas han sido para dos boliches: un Señor del Gran Poder en el restaurante Morena de la calle Illampu esquina Santa Cruz y un retrato en el café del hostel 440 de Achumani. Su penúltima exposición (también colectiva) ha tenido lugar en la galería AR°T de San Miguel.

En 2015 Álvarez Huayllas se va a México con una beca de grabado, pero vuelve con el arte callejero y el mural entre ceja y ceja. Es miembro fundador —junto a otros once artistas callejeros— del colectivo de arte y política Cementerio de Elefantes. Nota mental: no deja de ser curioso que artistas callejeros estén recorriendo el camino inverso de los muralistas mexicanos de hace un siglo cuando abandonaron los museos, las galerías y los espacios cerrados convencionales por las calles. Khespy o “El Huayllas” son dos de ellos y van con todo.

— ¿Y cuáles son las diferencias entre el indigenismo de las élites de hace un siglo de los Cecilio Guzmán de Rojas, Juan Rimsa, David Crespo Gastelú, Marina Núnez del Prado y compañía y los de ahora?

—Los de antes pintaban y esculpían cholas tristes, indios apesadumbrados en blanco y negro, limosneros en las calles, aparapitas explotados en grises. Tratamos ahora de cambiar eso, pintar indios felices, cholas empoderadas que gastan el dinero producto de su trabajo duro, bailando y tomando. Soy un retratista de mi tiempo. Mi estilo pasa por dar emoción y movimiento a los personajes populares y ancestrales de nuestro pueblo. No hago estatuas con dientes. Busco hacer diferencia, que el público reconozca mi estilo.

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El “nuevo” indigenismo habla desde su propia voz, ha tomado el poder de las paletas y se pinta a sí mismo. Ya no son retratados por clases racistas/clasistas con mala conciencia, sino por ellos mismos. No están ni oprimidos ni derrotados. Los ocres oscuros va desapareciendo, como los dinosaurios. No se ven —apenas— clichés ni estereotipos. Los personajes están de fiesta, con la cabeza en alto desde la profundidad de sus saberes ancestrales. Explotados de color, ríen. Han dejado de ser “naif”. Han crecido. Se apropian de espacios antes prohibidos.

El mural con el Chupa Riveros

Álvaro Álvarez Huayllas en un retrato por Daniel Alejandro Quiroga

‘Mallku’, ‘Diablo’

sobre borsalino) y ‘Mi socia’

El paternalismo maniqueísta ha sido sepultado o va camino de ello. La idealización romántica es cosa del pasado. Los rostros indígenas no son estilizados/embellecidos en poses poéticamente falsas, sin humor. Ahora —en el arte del “Huayllas”, por ejemplo— vemos amor y complicidad, orgullo verdadero y autoestima, emoción y movimiento; miradas sublimes hacia adentro, no desde afuera. “La chola ya es digna de por sí”, remata Álvarez Huayllas.

En el camino de las calles a las galerías, el “Huayllas” ha perdido el miedo. Abstrae más y mejor. Experimenta. No siente la necesidad de hacer murales para el “Instagram”. Ni algo comercial para un boliche o una marca. Deja de lado el pequeño detalle. Tiene/goza (de) más libertad. Sin egos, sin ataduras, sin reglas, como en los “graffitis”. Llega a los espacios cerrados con las lecciones aprendidas de los callejones y las esquinas donde lo malo se borra y se olvida (y lo bueno se respeta). “La ciudad es como un chango que se tatúa y luego se tapa o se altera”. El aerosol es una herramienta más, tanto o más digna que el tinte, las acuarelas o los acrílicos. El arte llega de la calle. El respeto está o no está, no se coquetea.

¿Dónde comienza un “graffitero” y donde arranca un artista plástico? “El Huayllas” responde con otra pregunta: “¿Dónde empieza La Paz? ¿en Viacha o El Alto?” Álvarez Huayllas es un traficante/hormiga, lleva y trae. Está a gusto entre esos dos mundos. Sus mandamientos han sido escritos en la noche, colgados en las alturas de un andamio. Sueña que su arte/estilo no sea tapado. Y que la gente diga en algún momento: esto es un “Huayllas”.

‘Jesús del Gran Poder’ en el restaurante Morena
‘Jesús del Gran Poder’ en el restaurante Morena

Texto: Ricardo Bajo H.

Fotos: Daniel Alejandro Quiroga Miranda, Nicole Heiddy Quiroga y Ricardo Bajo Herreras

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